Nayely Waitotó, la apasionada bibliotecaria que unió el Pacífico afroindígena
Convirtió la Biblioteca Pública Municipal Lenguaje Universal de Pizarro, en el Bajo Baudó, en un referente nacional que en 2023 fue escogida como la mejor del país por el Ministerio de las Culturas

“Las mejores narraciones, las cuenta el territorio”, dice Nayely Waitotó Salas, con un acento alegre que lleva la cadencia suave de los ríos que bañan a Pizarro, antes de desembocar en el océano Pacífico. Ella vive y trabaja como bibliotecaria en pleno centro de esa población, cabecera municipal del Bajo Baudó, en Chocó.
Con un apellido indígena, herencia de los cruces de sus ancestros con las etnias embera y wounaan, esta mujer afro de 37 años ha fortalecido con su trabajo, en la Biblioteca Municipal Lenguaje Universal, un sentido de pertenencia que parecía extraviado y ha impulsado el orgullo de los locales, que hoy saben que una de sus más grandes riquezas está en la herencia de sus mayores, de las sabedoras, en las plantas aromáticas y medicinales, en la partería, en los cantos y danzas tradicionales, las bebidas artesanales, la cocina típica y los relatos orales que se han transmitido desde la llegada de los primeros pobladores.
Mientras habla, Waitotó señala y muestra el Palabrero de herramientas y utensilios utilizados en las labores del Bajo Baudó, la nueva cartilla que está por publicar –impresa y digital–, un trabajo en el que viene involucrando a toda la población, de las diferentes etnias y generaciones. Al principio por pura intuición, y luego gracias a la curiosidad que la llevaba a buscar formas de acercamiento, fue perfeccionando un método personal que ha ganado cuatro veces consecutivas la convocatoria de estímulos del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes. En 2023, la biblioteca fue escogida como la mejor del país en la categoría de Memoria y Cultura, lo que le valió el Premio Daniel Samper Ortega.
Es la mamá de Jarry Santiago (9 años) y Noa Samai (4), y esposa de Jarry Samir, un auxiliar administrativo en un colegio del municipio. Pero para todos los muchachitos que la saludan por los ventanales al verla pasar es la tía, como les dicen por respeto a los adultos que tienen una voz influyente en el Chocó. Más de 100 asisten diariamente a Lenguaje Universal.
Llegó a la biblioteca el 7 de junio de 2016, después de dar muchas vueltas. Los primeros años de estudio los cursó en Pizarro, en la Escuela Zoila Emilia Garcés, al frente de donde hoy trabaja. Para estudiar la secundaria la mandaron a Quibdó (a seis horas de viaje entre ríos y por tierra), donde se graduó como normalista en la Escuela Superior Manuel Cañizales. En todas las vacaciones volvía al pueblo y, cuando llegaba el momento de marcharse, se escondía tratando de evitar un destierro que la alejaba del mundo feliz.
Buscando un destino, y soñando con ser odontóloga, inició estudios de higiene oral, ingeniería biomédica y asesoría comercial, que la volvieron a exiliar por temporadas en Cali, Medellín e incluso en Panamá, donde nació su mamá antes de llegar al Chocó siendo muy niña. Los problemas económicos siempre dejaban a medio camino sus deseos de formarse, y a su regreso trabajaba despachando las lanchas que, por el río Baudó, van hasta Puerto Meluk.
El primer día en la biblioteca, no tenía idea de qué hacer: “¿Será que me tengo que leer todos estos libros?, pues comencemos”, pensó en ese espacio de ventanales rotos y paredes desvencijadas. Al comienzo veía entrar y salir muchachitos que pasaban para hacer sus deberes después de la jornada escolar, que la creían una especie de tutora fuera de clases.
El territorio, ese que siempre extrañó cuando vivió por fuera, le empezó a marcar la ruta. Recordó sus recuerdos de la infancia, de cuando bajaba con su mamá, Rafaela Mireya, a lavar la ropa a orillas del Baudó (que en lengua indígena significa ‘río de ir y venir’); de los juegos entre matorrales con sus cinco hermanos; de ver bogar con su canalete a su papá, Néstor, que traía plátano, banano y otros frutos de la zona. “Me gustaban mucho los cuentos, pues me permitían viajar a otros mundos, conocer otros espacios”, señala Waitotó. Buscó en el acervo de libros encontró La flor de lilolá, del colombiano Luis Fernando Macías, que de niña tanto le gustaba leer.
Invitó a una docente a una jornada de lectura para niños de primera infancia. En los ojos expectantes de los oyentes descubrió su epifanía. No solo era el cuento el que hipnotizaba, sino la manera de relatarlo: “Crecimos en torno a la tradición oral, con poco acceso a una literatura escrita”, precisa. La narradora, que adaptaba el cuento a lo local mientras iba leyendo, hablaba de ese trópico hermoso, de palmeras, manglares, mares, playas y de una gastronomía exquisita basada en mariscos, peces, encocados de cangrejos, pianguas, tollo y almejas. Los personajes, nuevos en la voz de la docente, disfrutaban de los dulces de coco, las limonadas de miel de caña y otras bebidas ancestrales como el viche. Todo era totalmente reconocible por la audiencia.
Así nació el programa Pizarro lee en primera infancia, con los menores de hasta 5 años. El siguiente paso fue armar jornadas fuera de la biblioteca, en las playas, a las que comenzó a llevar una vez a la semana a niños más grandecitos. Conseguía refrigerios y los sentaba en hamacas y esteras de colores para leerles en tardeos a los que invitó a sabedores, madres comunitarias y adultos mayores que contaban sobre las costumbres, los dichos y la manera de habitar la región. Un momento entrañable fue cuando la abordó una madre desesperada: “Necesito que me preste un libro, porque la niña me está pidiendo que le lea para dormirse”.
Las excursiones se ampliaron. Con sus “sobrinos” visitó en sus casas y sitios de laboreo a los pescadores, carpinteros, agricultores, cocineras, parteras, tejedoras… Todos les iban contando sobre tradiciones, oficios, herramientas, el cuidado del entorno. Las comunidades indígenas les hablaban sobre los misterios de la naturaleza y los pigmentos que extraían de los árboles para colorear sus vestidos y artesanías. Al regresar, hacían ilustraciones, versos y relatos.
De los colegios de los resguardos indígenas la comenzaron a invitar para que contara esa experiencia que el voz a voz ya volvía popular. Hasta ese momento, los emberas y wounaanas (un 30% de la población) no se acercaban a Lenguaje Universal, pues creían que era solo para afros. Trabajando con los docentes, se le ocurrió una cartilla, la trilingüe Trifásico de lenguas nativas, para incentivar la lectura y la escritura en las distintas lenguas del Baudó.
Luego, documentó la partería afroindígena en otra publicación, siempre a partir de las experiencias en terreno. Allí habló del acompañamiento y alumbramiento de esa práctica que es común en el Pacífico y ya es Patrimonio Cultural de la Humanidad, según la Unesco. En el texto explica la jornada del parto, los cuidados del bebé, sobre plantas para los bebedizos y baños, con un glosario de términos.
La siguiente cartilla fue grabada en ceremonias en las que cantadoras entonaban arrullos y otras melodías tradicionales que se pueden escuchar gracias al QR que tiene la edición. Se metió, entonces, a las cocinas y a las sabedoras les pidió contar sobre platos y preparaciones; también a las indígenas sobre sus danzas y el porqué usan nombres de animales para llamar a sus bailes: “Cuando las cantadoras se ven y se oyen por primera vez en la publicación, sienten orgullo de pertenecer a la comunidad. Todo esto aporta a la construcción de memoria y tejido social”, dice Waitotó.
Actualmente, termina séptimo semestre de Bibliotecología a distancia, en la Universidad del Quindío. Por su trabajo, estuvo en Chile haciendo una pasantía donde pudo aprender y compartir su experiencia. Ya tiene claro: “Una biblioteca no son cuatro paredes. Es un escenario vivo, de encuentro, diálogo y memoria. Este espacio me transformó a mí tanto como a la comunidad. Ya siento que cuando me vaya, mi paso no ha sido en vano”, concluye Waitotó.
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