Bogotá, ciudad de ladrillo: historia del material que dio forma a la identidad urbana capitalina
Desde los mitos fundacionales hasta la modernidad arquitectónica, ese material recorre la historia social de la capital colombiana y se erige como marca inconfundible de su paisaje urbano


Dice la mitología muisca que Ráquira y Ramiriquí, deidades creadoras del día y la noche, hicieron al hombre de barro cocido. Los indígenas que habitaban los actuales departamentos de Cundinamarca y Boyacá, en el centro de Colombia, ataron así el origen de la humanidad a la tierra arcillosa de ese altiplano, donde históricamente se ha extraído el material que es símbolo inconfundible de Bogotá: el ladrillo. Pequeños bloques de 20 centímetros de largo, 10 de ancho y seis de alto hoy dan forma a una ciudad de casi ocho millones de habitantes y unos 470 kilómetros cuadrados. “Es un material que habla de la relación humana con la tierra”, asegura Ilona Murcia, arquitecta experta en patrimonio. “Somos hijos del barro y nuestra ciudad está hecha de eso”, agrega.
Las fachadas naranjas que de tarde reciben la luz del sol sabanero, que Murcia llama “maravillosa”, crean un contraste cálido y casi épico con el verde de los cerros orientales y el azul del cielo despejado. Esa combinación se ha convertido en “la marca bogotana”, explica Carlos Niño, arquitecto, historiador y docente de la Universidad Nacional. Para él, el ladrillo es “la respuesta natural de la arquitectura en Bogotá”, llevada a una expresión artística por maestros de la arquitectura como Rogelio Salmona, Fernando “Chuli” Martínez Sanabria o Germán Samper.
Niño recuerda que la arcilla y la chirca (un arbusto andino común en los alrededores de la capital) “posibilitaron la construcción en este territorio”. La combustión del arbusto permite alcanzar los 650 grados Celsius necesarios para cocer el barro. De esa combinación surgieron los chircales, fábricas artesanales de ladrillo que marcaron el paisaje y la economía de la Sabana de Bogotá. No fue, sin embargo, un material prehispánico de construcción. Aunque los muiscas tenían una amplia tradición alfarera, no usaron el ladrillo para edificar. Ese uso incidió en la colonia, cuando la mano de obra indígena explotada por los conquistadores producía ladrillos destinados sobre todo a estructuras que quedaban ocultas bajo otros acabados, “tras bambalinas”, explica Murcia.
Tras la independencia, la producción continuó en manos de población indígena y campesina, ahora explotada por terratenientes y empresarios, y el ladrillo empezó a incorporarse en la autoconstrucción de viviendas en las laderas empobrecidas de la ciudad, en zonas como las que hoy son San Cristóbal, Usme o Ciudad Bolívar. “Era muy fácil apilar ladrillos uno sobre otro, había mano de obra en cualquier sitio”, dice Murcia. “Por eso gran parte de la arquitectura popular es en ladrillo”.
Inaugurado el siglo XX, comenzó un proceso de profesionalización y tecnificación: se reemplazaron los chircales por hornos más refinados, surgieron las primeras ladrilleras industriales y, alrededor de ellas, sindicatos. “La historia del ladrillo es la historia social”, afirma Murcia. Habla de la explotación indígena, de la pobreza de migrantes campesinos, pero también de organización obrera y luchas por mejores condiciones.
A mediados de los 1920, la moda de la arquitectura Tudor, una corriente inglesa, impulsó el desarrollo de barrios de clase alta en lo que eran las afueras de la urbe, como La Merced y Teusaquillo. En paralelo, surgieron espacios clave para el debate arquitectónico: en 1934 nació la Sociedad Colombiana de Arquitectos, en 1936 la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, en 1946 la revista Proa, que se convirtió en “la ventana al mundo”. Allí, explica Murcia, se discutía la modernidad, el uso de referentes culturales propios y el valor del ladrillo como material tradicional y accesible. “Se reaccionaba contra una arquitectura racionalista que hacía lo mismo en Praga, México o Colombia”, explica Niño. Eso marcó la entrada al país de lo que en Argentina acuñaron como “modernidad apropiada”: la exploración de la arquitectura moderna con materiales, técnicas y referentes locales. “Era un movimiento de arquitectura orgánica, integrada al paisaje, con materiales y formas locales”, añade Niño.
En ese contexto emergió, en la segunda mitad del siglo, una generación de arquitectos que transformó Bogotá. Sanabria, Samper y, sobre todo, Salmona, entre otros, adoptaron el ladrillo como material para crear un “nuevo lenguaje” en la arquitectura bogotana, influenciados por su formación con Le Corbusier, entonces el máximo referente de la arquitectura mundial. María Elvira Madriñán, directora de la Fundación Rogelio Salmona y profesora de la Universidad de Los Andes, lo explica: “llegaron con el pensamiento modernista y se encontraron con raíces muy fuertes que comenzaron a explorar a través del ladrillo. Descubrieron que no tenía que obedecer al racionalismo, sino que podía dar forma a una arquitectura orgánica de gran belleza”.
Nacido en París en 1929, Salmona llegó a Bogotá con sus padres a finales de los años treinta, huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Creció en Teusaquillo, un barrio que, según Madriñán, “llevó en el alma”. Estudió en la Universidad Nacional y luego trabajó en Europa durante 10 años en el taller de Le Corbusier. A su regreso, en 1958, inició una “búsqueda radical”, agrega, con el ladrillo: no quería replicar estilos ni importar modelos, sino construir una arquitectura moderna con un lenguaje propio.
Para ello aprendió de albañiles que llevaban décadas trabajando el material y desarrolló formas de uso poco convencionales, otorgándole un valor escultórico a sus obras. “No apilaba ladrillos, los tejía”, resume Niño, quien lo describe como “un virtuoso del ladrillo”, capaz de crear remates, calados, canales y despieces que dialogan con el concreto, el agua, la luz y los jardines.
La obra que lo ubicó en el mapa nacional e internacional fueron las célebres Torres del Parque: tres edificios de ladrillo que ascienden en espiral y parecerían enredarse con las icónicas montañas del borde nororiental del centro histórico de la ciudad. “Fue una osadía”, dice Madriñan, recordando la resistencia inicial de los promotores. Culminado en 1970, el proyecto es considerado una obra maestra por su uso del material, la riqueza de los detalles, la relación con el espacio público y su integración con el entorno. La primera de una larga lista en la que figuran el Archivo General de la Nación (1992), la Biblioteca Virgilio Barco (2001) y el Centro Cultural Gabriel García Márquez (2008).
Pero el ladrillo no fue patrimonio exclusivo de la arquitectura monumental. Salmona y otros maestros como Hernán Vieco o Germán Pardo desarrollaron numerosos proyectos de vivienda popular, encargados por entidades como el Instituto de Crédito Territorial, la Caja de Vivienda Popular o cajas de compensación. De ahí surgieron urbanizaciones como la Ciudadela Colsubsidio, el Conjunto El Polo o la Urbanización Timiza. “Fue un laboratorio para pensar cómo construir vivienda para personas rurales que llegaban a Bogotá y el ladrillo fue protagonista en eso”, indica.
Estas iniciativas se complementaron con programas de autoconstrucción promovidos en los años sesenta, que dieron origen a barrios como Los Laches o Las Colinas. El conocimiento adquirido por obreros en obras del norte se trasladó a sus propias casas. Al mismo tiempo, el ladrillo fue central en la vivienda de clase media, impulsada por créditos del Banco Central Hipotecario en barrios como Niza, Modelia o La Esmeralda. “El ladrillo iguala”, resume Murcia. “Es capaz de responder a las necesidades de todos. Es el corazón de la arquitectura bogotana”.
Ese protagonismo continúa hoy. El ladrillo sigue presente en la arquitectura contemporánea, combinado con nuevos materiales y lenguajes. Mucho más que un simple material, es una pieza de memoria: de mitos fundacionales, trabajo explotado y organizado, de exploraciones arquitectónicas y de formas de habitar la ciudad. Está en obras emblemáticas, lujosos edificios, instituciones públicas y casas autoconstruidas. En Bogotá, el ladrillo sostiene una identidad urbana que, como el barro, es moldeada por quienes habitan la ciudad.
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