Quién es el dueño de la verdad
El problema no es que la gente crea en versiones erróneas, sino que no sabe en quién creer

El presidente Petro, en su última y extensa alocución por los medios de comunicación privados, justificó su intervención invocando el derecho a la verdad. Todos tenemos ese derecho, pero, ¿cómo hacemos para encontrarla? Cada quien, incluido el presidente, tiene su verdad. En tiempos de ruido y saturación informativa, el derecho a la verdad se ha vuelto más urgente y a la vez más escurridizo. Como principio, se supone que todos los humanos tenemos el deber de conocer los hechos que afectan nuestras vidas, desde los que violan los derechos humanos hasta las decisiones que condicionan nuestro presente y nuestro futuro. Pero, ¿qué ocurre cuando lo que se enfrenta no es el silencio, sino el exceso de versiones? ¿Quién tiene la autoridad para decir qué es verdad?
A medida que el concepto del derecho a la verdad se ha expandido, también ha chocado con otras preguntas: ¿La verdad debe estar en manos de los jueces, de los historiadores, de los periodistas, de los gobiernos, de las comisiones de la verdad? ¿Cuál es el límite entre la interpretación legítima de los hechos y la distorsión interesada?
Vivimos una época en la que la autoridad está en crisis. Las instituciones que solían gozar de confianza -la academia, la prensa, los tribunales- ahora son cuestionadas o tildadas de parcialidad. Las redes sociales han democratizado la voz, pero también han aumentado las mentiras. El fenómeno de las noticias falsas no solo consiste en la difusión de falsedades, sino en algo más profundo: el desconocimiento de lo que es real. El problema no es que la gente crea en versiones erróneas, sino que no sabe en quién creer. Reconocer esta complejidad no significa renunciar a la verdad, sino entender que su búsqueda requiere humildad y apertura.
Una sociedad sana necesita puntos de referencia compartidos, hechos verificables que no estén sometidos al vaivén de las emociones o del poder. Sin embargo, esa aspiración choca con una evidencia incómoda: la verdad no siempre es única ni estática. Hay verdades que evolucionan con el tiempo, verdades emocionales que desafían la lógica jurídica, verdades parciales que merecen ser escuchadas.
El problema entonces no es solo quien dice la verdad sino cómo la construimos. La verdad verdadera no es patrimonio de una sola voz, sino el resultado de un diálogo abierto, de la confrontación de pruebas, de la inclusión de memorias divergentes. En el caso que nos ocupa, las cifras del presidente de la noche del martes requieren de ese proceso para que todos tengamos el “derecho a la verdad”.
En un mundo donde abundan los relatos interesados, defender el derecho a la verdad es paradójicamente defender el derecho a la duda, a la investigación, al contraste. Es rechazar el dogma disfrazado de certeza. Es exigir que nadie, ni el Estado, ni las élites, ni los logaritmos, impongan una versión de los hechos.
La verdad no es una bandera que se clava en el terreno conquistado; es una llama que solo se mantiene encendida si hay voluntad colectiva de cuidarla. En una confrontación como la que sufrimos es muy difícil, por no decir imposible, que reine la verdad. Volver al “El Estado soy yo” de Luis XIV, rey de Francia, no pega en esta época.
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