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Influencers
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El #PPP de Gustavo Bolívar y otras ideas para regular ‘influencers’

¿Nos están vendiendo política y no lo sabemos? En la disputa por el discurso, tropezamos con contenido aparentemente espontáneo, pero muchas veces financiado. ¿No deberíamos saberlo? Regular no es censurar

influencers

En medio de trolls, bots, haters, fakes, deepfakes, lurkers, streamers, clickbait, hashtags, cuentas falsas, influenciadores y bodeguitas, Colombia ya entró en el debate sobre la necesidad de regular, de alguna manera y en clave electoral, cómo se divulgan los contenidos de publicidad política en redes sociales. Fue el exsenador Gustavo Bolívar, ya inmerso en la precampaña presidencial, quien puso el tema sobre la mesa cuando, a modo de queja, propuso que las publicaciones que los llamados influenciadores hagan durante la contienda electoral lleven el hashtag #PPP (Publicidad Política Pagada), siempre que, en efecto, el contenido haya sido financiado por un determinado candidato o partido.

Bolívar, además, tocó el tema de las polémicas bodeguitas digitales: negó su existencia, pero admitió el uso de esquemas de difusión que involucran tuiteros. “A muchos tuiteros se les indica cuál es el mensaje del día y cuánto se les pagará. Esto ocurre con regularidad. No se trata de especulación, sino de una práctica documentada”, dijo, en referencia a ese fenómeno. Las brujas no existen, pero de que las hay, las hay. Y esa frase también aplica para las bodeguitas digitales, que no son nada nuevas y para las que no hay que hacer grandes esfuerzos para evidenciar sus rastros en las redes sociales.

Pero antes de entrar en esa discusión, vale la pena esbozar de qué se trata el fenómeno de las bodeguitas digitales, para no caer en acusaciones injustas hacia cualquier adversario político. La ecuación es más o menos la siguiente: no todo influenciador, per se, debería ser considerado como bodeguero, aunque muchos hagan parte de estos sistemas de información (y desinformación). En ese sentido, cualquier campaña comunicacional —sea gubernamental o comercial— tampoco debería ser incluida como parte del accionar de una bodega, aunque muchas claramente recurren a estas herramientas.

Una definición bastante precisa la ofrecen Samantha Bradshaw y Philip N. Howard en el texto Troops, Trolls and Troublemakers: A Global Inventory of Organized Social Media Manipulation, de la Universidad de Oxford. Las “cibertropas”, como las denominan, “son equipos gubernamentales, militares o de partidos políticos dedicados a manipular la opinión pública a través de las redes sociales”.

Algunas de sus características son, por ejemplo, el uso de una multiplicidad de estrategias y técnicas para la manipulación de la opinión en redes sociales. Estas estrategias, por supuesto, pueden ser bastante sofisticadas y van mucho más allá de la simple “trinadera” en X. En algunos países de la región, como Brasil o Argentina, se han desarrollado ecosistemas de medios no tradicionales —como páginas web de noticias, espacios de conversación en TikTok o programas de YouTube— donde se interconectan la generación de contenidos y la difusión viral. “Algunos equipos utilizan un lenguaje progubernamental, positivo o nacionalista al interactuar con el público en línea. Otros equipos acosan, trolean o amenazan a los usuarios que expresan posiciones disidentes”, señala el texto citado.

Los influenciadores —no todos, pero sí muchos— podrían formar parte de ese ecosistema, claro está. No todos son necesariamente pagados por gobiernos o partidos políticos. Algunos son fervientes simpatizantes de uno u otro sector; otros conviven en la dualidad de ser servidores públicos, ocupar cargos dentro de los diferentes poderes del Estado y gozar de cierta viralidad en las redes sociales, ya sea para la oposición o para la defensa del gobierno. Por esa razón, se necesita la mayor claridad posible sobre la intención de sus publicaciones, cuando se requiera.

En el mundo ya hay un amplio recorrido sobre cuáles son las reglas que deben seguir los influenciadores al promocionar productos o personas en redes sociales. En la Unión Europea se sanciona la “publicidad encubierta” o la omisión engañosa y hay una lista de prácticas prohibidas, como fingir que un contenido patrocinado es editorial o que un anunciante actúa como consumidor. En Alemania, específicamente, hay fallos judiciales que han declarado que usar elementos como “@marca” o “#colaboración” en las publicaciones no son suficientes para advertir que se trata de publicidad. En España, se considera publicidad encubierta cuando se omite el carácter comercial del mensaje.

En Reino Unido existe la guía obligatoria para influencers An Influencer’s Guide to Making Clear that Ads are Ads, y la Autoridad de Normas Publicitarias (ASA, por sus siglas en inglés), considera que “#ad” es el mínimo requerido para identificar un posteo como contenido publicitario. Suecia también tiene avances en la materia y su jurisprudencia exige que la identificación publicitaria sea clara y visible, rechaza menciones vagas, como “colaboración”, si no se aclara si hubo remuneración y sanciona la participación de influencers en marketing desleal si el contenido no es distinguible del contenido editorial.

En nuestro hemisferio, Estados Unidos, a través de la Federal Trade Commission (FTC), establece guías específicas para los endorsements que hacen las figuras públicas, exige la divulgación de la “conexión material” entre influencer y marca (si hay pagos, regalos o descuentos), y ya se han sancionado a influencers por omitir estos vínculos, como lo fue en el caso del fraudulento Fyre Festival, que fue publicitado por influenciadores como Kendall Jenner, Bella Hadid, Hailey Baldwin y Emily Ratajkowski. Además, en Estados Unidos se promueven campañas educativas y acuerdos legales con empresas para prevenir estas prácticas.

En principio, no estoy en contra del uso de influenciadores para la divulgación de la gestión de un gobierno, de una actividad política personal, de una candidatura o de una labor legislativa. Si bien mi formación como periodista en medios tradicionales me lleva a tener ciertas reservas, también es necesario entender que las nuevas demandas informativas y las tendencias en el consumo digital obligan a todos los actores a ser creativos, innovadores en las formas y a disputar un espacio en la discusión pública. No solo lo hacen los gobiernos y las campañas políticas; también lo hacen los medios de comunicación y muchos periodistas que entendieron —para perjuicio del periodismo— que tienen más engagement el tropel, la opinión rabiosa, el dato gaseoso y los titulares adjetivados que la información con rigor.

Lo que sí debemos es encontrar la forma de transparentar, en razón de la ética y sin caer de ninguna manera en la censura, la actividad de los influenciadores de todos los espectros políticos y conocer bajo qué intereses se genera un contenido. Esto será clave en la campaña presidencial venidera, de la misma forma en que debemos estar atentos al desarrollo de la inteligencia artificial generativa y sus usos en la política electoral. Finalmente, los influenciadores no serán los únicos que recibirán dineros del erario o de empresas privadas para hacer divulgación: ya lo hacen los grandes conglomerados de radio, prensa y televisión, que, además, no siempre cumplen con la responsabilidad de anunciar cuándo un contenido es patrocinado y, cada tanto, nos meten un gancho ciego de publicidad.

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