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Caso Uribe
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tras el fallo a Uribe, ¿Colombia perderá el juicio?

El trascendental veredicto, absolutorio o condenatorio al expresidente, podría convertirse en símbolo de madurez política o ser el detonante de una profundización del ataque de la derecha y la izquierda contra el poder judicial

El expresidente Álvaro Uribe sale de una de las audiencias en Bogotá, el 10 de febrero de 2025.

El 28 de julio de 2025 quedará grabado en la memoria colectiva como un día histórico para la justicia y una prueba de fuego para la democracia. Cuando la valiente jueza Sandra Liliana Heredia pronuncie el veredicto más trascendental de su vida, absolutorio o condenatorio al expresidente Álvaro Uribe, el eco de su sentencia sacudirá la política, cruzará las fronteras, y sus efectos se escucharán por décadas.

Después de 67 días de audiencia, oír a 37 testigos de la contraparte y 70 testigos de la defensa, Colombia sabrá el destino de Uribe. En un país marcado por la polarización y donde el odio es el sello de la política, la decisión, más allá del respeto a la autonomía judicial, tiene dos caminos: podría convertirse en símbolo de madurez política, solidez institucional y consolidación de la democracia o ser el detonante de una profundización del ataque de la derecha y la izquierda contra el poder judicial, al que el uribismo siempre ha querido doblegar, para usarlo a su favor, y al que la izquierda radical señala de corrupta y entregada al servicio de las mafias. La impunidad ha sido el sello de la justicia y su mayor vergüenza.

Una tercera vía sería que se convierta en elemento central de una gran reflexión nacional, serena, pacifica y propositiva, sobre un anhelo colectivo: un gran acuerdo para la reforma de la justicia y de punto final, en el que una Constituyente sea una alternativa cercana, que podría tomar forma en el debate presidencial de 2026.

En Colombia los expresidentes han gozado de inmunidad e impunidad. La última vez que un tribunal decidió la suerte de un exmandatario fue en 1959, hace mas de sesenta años y se trataba del exdictador Gustavo Rojas Pinilla. Ningún presidente colombiano en las últimas décadas ha sido destituido, condenado o encarcelado, como en Perú, Argentina y Ecuador. Y mucho menos se ha enjuiciado a un exjefe de Estado por graves casos de corrupción, o por las alianzas con los causantes de la tragedia humanitaria que sacude el país y ha dejado cientos de miles muertos.

Uribe es juzgado por un caso de manipulación de testigos, que ordenó investigar en 2018 la Corte Suprema de Justicia, luego de fallar la demanda que el exmandatario presentó, en 2012, contra el senador de izquierda Iván Cepeda, quien lo acusó, en un debate en el Congreso de la República, de ser fundador del Bloque Metro de las Autodefensas. Han sido 13 años de litigio de Uribe y Cepeda, en el que se han conocido, gracias a la tenacidad de periodistas como Daniel Coronell, las pruebas en contra del exmandatario, sacadas de las entrañas de las cárceles.

En el juicio han desfilado abogados, paramilitares y bandidos de toda clase, en una larga lista de testigos de la defensa, y muchos medios, públicos y privados, han transmitido en vivo y en directo las audiencias acusatorias. Ningún critico puede decir que no ha habido garantías en ese juicio, ni que la justicia ha sido inferior al reto de juzgar al hombre más poderoso de la ultraderecha en Colombia en las últimas décadas, con peligrosos aliados en el exterior. La tesis del lawfare en este caso, es fuego distractor.

Si la jueza absuelve a Uribe, la izquierda radical gritará impunidad y profundizará los argumentos en su narrativa de la necesidad de una ambiciosa reforma constitucional a la justicia; si lo condena, la derecha desatará los monstruos de la intolerancia para desacreditar el fallo, acusar a la jueza de estar al servicio del Gobierno, presionar la absolución en la segunda instancia, exigir la demolición de la justicia, y hasta pedirle a Trump, que al igual que en Brasil, amenace con imponer aranceles exorbitantes a Colombia si no se exonera al condenado. Todo ello impactará de frente la campaña electoral de 2026. La propuesta de recorte de ayuda a Colombia, del senador ultraconservador Díaz Balart, en el Congreso de Estados Unidos, quizá lleve ese mensaje implícito.

De ser adverso para el acusado, además, las redes sociales se convertirán en el campo de batalla ideológico de victimización de Uribe y ataque feroz contra la jueza, el senador Cepeda y el presidente Petro, al que buscarán vincular como influyente en la decisión judicial. La narrativa de la derecha buscará que Uribe quede en la historia como víctima y no como condenado.

El juicio a Uribe es, en sí mismo, un hecho histórico que, sin embargo, no se ha convertido en tema de conversación recurrente de los colombianos del común, pero es de esperar que una vez conocida la sentencia, sea el tema central del debate político.

Para el acusado seguirán otras instancias hasta que quede en firme la sentencia y, en todo caso, sigue siendo impensable aún para la mayoría de los colombianos ver al exmandatario, como lo pinta el influyente caricaturista Matador, vestido con piyama de rayas y una bola de plomo atada en un tobillo. Al fin y al cabo, Colombia no es Perú, ni Uribe es Fujimori. Lo evidente es que la derecha buscará convertir un fallo favorable en una carta ganadora en las elecciones de 2026.

El expresidente Uribe no es cualquier acusado. Se trata de uno de los más destacados protagonistas de la política nacional en los últimos años. Aupado en su popularidad, tuvo el coraje de cambiar la Constitución para reelegirse en 2006, y de no haber sido por la valentía de la Corte Constitucional, se habría hecho elegir indefinidamente, cambiando la Carta Política a su antojo y perpetuando la guerra y la violación de los derechos humanos como sello de su poder intimidatorio.

Uribe ha sido el gran elector desde 2002. No le bastó ejercer el poder dos períodos, sino que eligió a Juan Manuel Santos en 2010. Y cuando este lo traicionó, al restablecer relaciones con Venezuela, buscar la paz con las Farc y reelegirse en 2014, Uribe le declaró una férrea oposición y enemistad eterna e impulsó la carrera política de Iván Duque, entonces un novato senador, a quien recuperó de la burocracia del BID en Washington. Duque fue elegido en 2018 y sufrió el estallido social, que fue el gran detonante que permitió la elección presidencial de Gustavo Petro, en 2022, el mayor adversario del ideario ultraconservador de Uribe.

El presidente Petro, durante su mandato ha buscado guardar prudencia frente al juicio a Uribe. A pesar de su enorme distancia política, intentó al comienzo de su gestión tender puentes con el exmandatario, explorando un gran acuerdo nacional que permitiera acelerar las grandes reformas económicas, políticas y sociales que le propuso al país. Esos acercamientos terminaron abruptamente, y, desde entonces, le ha tocado padecer el bloqueo de la oposición en el Congreso.

Frente a este transcendental proceso judicial, precisamente, Petro trinó el pasado 22 de julio: “Nunca, siendo presidente, me he pronunciado en el caso judicial que se sigue al expresidente Álvaro Uribe Vélez”. Y subrayó que “quien ejerza el oficio de juez, hombre o mujer, tiene el deber y el derecho de actuar con total imparcialidad, independencia y objetividad. Mi deber es proteger esa decisión, cualquiera que sea y a la persona que la profiera”. Uribe ha insistido en los últimos días en provocar la reacción de Petro, quizá buscando vincularlo con el fallo.

Estos dos lideres, Uribe y Petro, son hoy los dos grandes electores en Colombia. En sus manos está el futuro de la institucionalidad y la justicia, una vez se conozca el fallo. Ojalá Colombia no pierda el juicio. Y la decisión de la jueza no se convierta en una honda falla tectónica de la democracia, que derrumbe la confianza en el futuro.

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