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Política en Colombia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El eterno reciclaje del odio en la política colombiana

El sello de la política en Colombia no es el altruismo, sino el odio. Quienes dijeron sí al llamado de la Iglesia a desescalar el lenguaje de la política y hacer más sereno el debate, le estaban haciendo hostias al diablo

Marcha en apoyo a Miguel Uribe, el 15 de junio.

El atentado sicarial a Miguel Uribe Turbay, los ataques verbales del alcalde Fico Gutiérrez y el gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, al presidente Petro, por un evento de paz urbana en Medellín, y la descalificación de la candidata presidencial Vicky Dávila a la presencia de su competidor Daniel Quintero, en una cumbre nacional de personeros, organizada por el personero de Bogotá, Andrés Castro, han ratificado que el sello de la política en Colombia no es el altruismo, sino el odio. Quienes dijeron sí al llamado de la Iglesia a desescalar el lenguaje de la política y hacer más sereno el debate, le estaban haciendo hostias al diablo.

Las lecciones que ha dejado la violencia se olvidaron pronto. Los más de 700.000 muertos que han marcado de dolor y sangre los diferentes períodos de violencia, son el resultado de una manera de ejercer la lucha por el poder, el dominio de los territorios y las economías criminales, en la que los actores armados ilegales, llámense guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, bandas delincuenciales, han aplicado la perversa estrategia de la eliminación del contrario.

Los discursos políticos también han contribuido a la descomunal cifra de nueve millones de víctimas, entre desplazados, masacrados, desaparecidos. La promoción de una cultura de desprecio y eliminación simbólica o real del otro, le ha merecido a Colombia la medalla mundial en violación de los derechos humanos. La democracia es un sistema frágil de representación, que se sostiene en el papel y se vive en las grandes ciudades, pero en bastos territorios es solo una herramienta para hacer elecciones y garantizar que los corruptos se apropien de los recursos públicos. La intolerancia y la incontinencia verbal marcan el acontecer nacional. “Plomo es lo que hay”, dicen los uribistas. Un candidato presidencial, tratando de salir del anonimato con promesas disonantes, prometió “balín y muerte a partir de 2026”.

El Centro Nacional de Memoria Histórica, CNMH, puso sobre el tapete las dramáticas estadísticas de la violencia en los últimos 60 años. Esa institución creyó, ingenuamente, que esas estadísticas sacudirían la consciencia colectiva, fortalecerían la democracia, impactarían la agenda política, y generarían profundas transformaciones en la sociedad y en la manera de entender la sociedad y la democracia.

No ha sido así. Colombia sigue empantanada en el pasado. A pesar de los avances democráticos, las reformas logradas y la fortaleza de la institucionalidad, pareciera como si la sociedad desoyera los llamados al cambio de paradigmas y la solución definitiva de la cultura del odio.

El país no ha podido superar la profunda polarización que dejó el fallido plebiscito de Santos para aprobar los acuerdos de paz con las FARC. La guerra, la corrupción y la polarización siguen siendo monstruos de mil cabezas que mantienen al país asfixiado en la barbarie y el pesimismo.

El proceso con las FARC reveló que tan cerca ha permanecido Colombia de ser un Estado fallido, con una crisis profunda de liderazgos, sumido en una violencia interminable, incapaz de copar los territorios y derrotar la pobreza, con una clase política tradicional rapaz y corrupta, concentrada en apropiarse del erario, y un pueblo enfrascado en la lucha por la sobrevivencia y las conquistas sociales, que en los últimos tres años ha sido el eje de la narrativa del cambio del presidente Petro.

El odio sigue haciendo estragos. Los sicarios no duermen. El atentado criminal al senador Miguel Uribe Turbay, el pasado 7 de junio, devolvió al país al 18 de agosto de 1989, cuando el narcotráfico asesinó a Luis Carlos Galán, el disidente liberal que desafió a Pablo Escobar. El odio marcó, en 2025, de nuevo el territorio, como en esos años del siglo pasado en los que los magnicidios se repitieron, uno tras otro, como si no hubiera Estado, ni leyes, ni poder humano que lo impidiera.

En esa década de bruma y muerte, paradójicamente, no fueron las armas las que salvaron a Colombia, sino el poder soberano del pueblo, de los jóvenes estudiantes, que se organizaron e hicieron posible la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Este concepto hoy, igualmente, se recicla desde la Presidencia de la República, que usa, además, un elemento que no forma parte del actual sistema electoral -una octava papeleta-, pero que sí es esencial en las tesis de la “herejía jurídica”, que defiende el recién nombrado ministro de Justicia, Eduardo Montealegre.

Colombia vive un retorno cíclico al pasado. Las promesas de desescalamiento del lenguaje de odio fueron titulares de un día. Los pactos se rompieron tan pronto se firmaron. Los esfuerzos de reconciliación de la Iglesia de los últimos días se evaporaron. Lo ratifica las consecuencias de un evento de paz en La Alpujarra, en Medellín, el pasado 21 de junio, organizado por el Gobierno nacional para avanzar en el proceso de paz urbana con las bandas criminales del Valle de Aburrá, que se cumple en la cárcel de Itagüí.

Ese evento desató los demonios del pasado. En una tarde el país pasó de vivir en 1989 y su temporada de sicarios y magnicidios, a 2002, el año que marcó el poder elector del paramilitarismo, cuando esas organizaciones, como lo reconoce Mancuso, ayudaron a elegir como presidente a Álvaro Uribe.

El evento de La Alpujarra fue macondiano. Como todo en Colombia. En la tarima estaba el presidente Petro rodeado de su comitiva y líderes sociales, y, abajo, a su izquierda, en una carpa los jefes de las bandas criminales -escoltados por el Inpec y la policía-. Abajo, más de diez mil personas escucharon los discursos sin importar un fuerte aguacero que amenazó con sabotear el evento.

Ese acto se convirtió en detonante de un nuevo escalonamiento del odio político en Colombia. El alcalde de Medellín y el gobernador de Antioquia habían cuestionado la visita del presidente a Medellín. Petro impuso su autoridad y viajó a la ciudad, no solo a recibir honores militares a su llegada, sino para ratificar su plan de paz urbana. Donde el presidente vio un acto de reconciliación, las autoridades locales vieron amenazas a su vida, la institucionalidad y la democracia.

En medio del enfrentamiento, los jefes de las bandas criminales recordaron su apoyo a las campañas locales y regionales para elegir a gobernantes. No solo ahora, sino desde hace varias décadas. “He dicho siempre que si Antioquia cambia, cambia Colombia”, dijo Petro en ese evento. El gobernador respondió airado desde sus redes sociales: “¡Si Antioquia resiste, Colombia se salva!”.

El odio visceral contra Petro no da tregua en Antioquia. Ni en Bogotá. Vicky Dávila se robó el show en un evento de personeros, no por sus propuestas para garantizar la vida de los agentes locales del ministerio público, que son amenazados, desplazados y perseguidos por los actores armados ilegales y muchos alcaldes municipales, sino por usar el escenario para atacar la presencia de su rival Daniel Quintero, aliado del petrismo. Poco importaron las denuncias de los personeros. Lo importante eran el titular y los likes.

Falta un año para las elecciones presidenciales, y la campaña presagia ser una tormenta de insultos, odio y trinos desafiantes. La falta de partidos organizados y democráticos produce este fenómeno, en el que la intolerancia marca la campaña política, no las propuestas. Las balas de los sicarios y la gritería de los candidatos son, hasta ahora, una sordina insoportable, que beneficia a Petro, el gran elector de 2026.

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