El paro que detuvo la barbarie
Las imágenes de destrucción del país que esperaban los enemigos del Gobierno para acusar al presidente Petro de incendiar a Colombia no aparecieron. La calle fue una expresión de fortaleza de la sociedad civil

Es la primera vez que un paro nacional de dos días convocado por las centrales obreras contó con el apoyo del Gobierno nacional. Es un hecho inédito que marca un antes y un después en la historia de la protesta social en Colombia. Fue un paro no contra el Gobierno, ni para exigirle al presidente reivindicaciones salariales, cumplimiento de acuerdos o garantías políticas, sino organizado como un mecanismo de presión al Congreso de la República, para que apruebe la reforma laboral presentada por el Ejecutivo o dé vía libre a una consulta popular que garantice los derechos de los trabajadores.
El paro ha sido una nueva expresión de la polarización política, una acción de la sociedad civil contra el bloqueo legislativo del Congreso al Gobierno, y un enorme llamado del presidente Petro a las organizaciones sociales, para medir su capacidad de movilización y compromiso con las banderas del cambio. Y, además, una invitación a los empresarios para negociar las reformas aplazadas, ampliar la democracia y consolidar el espíritu de la Constitución.
La jornada de paro nacional y el llamado a una consulta popular han sido descalificadas por la derecha que las ven como escenarios de campaña política del presidente Petro, en su objetivo de garantizar que la izquierda democrática mantenga el poder en las elecciones de 2026. Para el Ejecutivo ha sido una demostración de su capacidad de imponer la agenda política y conectarse con amplios sectores sociales, con una bandera que une a la izquierda democrática, a las bases del partido liberal y las demás organizaciones tradicionales, a los jóvenes, las mujeres, los campesinos e indígenas, alrededor de la defensa de los derechos laborales.
Los dos días de protesta social, en este mayo de ruptura con la violencia, estuvieron precedidos de una enorme sombra de miedo, en una sociedad traumada por las heridas del pasado, en especial, del estallido social del período 2019-2021, que amenazó los cimientos de la democracia, puso a prueba la institucionalidad, demostró las enormes fracturas sociales y la vulnerabilidad de amplias capas de la población afectadas por la desigualdad, la pobreza extrema, la falta de oportunidades, y la invisibilización ante un Estado afectado por la corrupción y la descomposición de la clase política.
En un país golpeado durante más de 60 años por la confrontación armada interna y la teoría del enemigo interno, durante décadas la palabra paro fue demonizada por la extrema derecha y convertida en sinónimo de paralización de las ciudades, destrucción de la infraestructura y caos. En realidad, el paro estuvo asociado a la violación de los derechos humanos, detenciones ilegales de miles de personas, desfiguración corporal de los manifestantes por el uso de armas prohibidas, desapariciones y muertes. El paro fue, además, escenario de infiltración de la guerrilla, cierre de vías y bloqueos de amplias zonas del país, con los consiguientes daños a la economía nacional.
La sociedad civil fue debilitada y condenada por la estigmatización del Estado, que veía en toda movilización la mano siniestra de las FARC y el ELN. Durante más de 100 años, el país vivió bajo el Estado de sitio, la aplicación del artículo 120 de la Constitución de 1886, y la represión, que, precisamente, justificó el origen de las guerrillas en la década del sesenta del siglo pasado.
La Constitución de 1991, eliminó el nefasto artículo 120 de nuestra legislación, y en su artículo 37, convirtió la protesta pacífica en un derecho fundamental. Sin embargo, los rezagos del concepto del enemigo interno siguieron marcando la represión de la protesta social, dejando de lado el diálogo social como una forma de anticipar la detonación de esta. El estallido social, de 2019-2021, en el pasado Gobierno, dejó una huella imborrable en la memoria colectiva. El saldo de víctimas inocentes de esas jornadas son una herida que no sana y han merecido la condena de Colombia.
Un informe de la Defensoría del Pueblo, entregado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el 7 junio de 2021, revela la magnitud de la situación de vulneración de derechos humanos durante la protesta social sucedida entre el 28 de abril hasta el 3 de junio de ese año. En ese período se recibieron “417 quejas por presuntas vulneraciones a los derechos humanos en el marco de manifestaciones sociales. De esas, en 306 (73%) refiere como presuntos responsables a miembros de la fuerza pública: 300 (98%) a la Policía Nacional y 6 (2%) al Ejército Nacional”.
Esa protesta social afectó 320 municipios de los 32 departamentos del país. Un informe de Indepaz, de ese mismo año, revela que 80 personas perdieron la vida durante la protesta social, a manos del Esmad, la policía, civiles y sujetos sin identificar. Los mártires de esa época trágica de Colombia tuvieron nombre propio. La Defensoría del Pueblo coincidió con esa cifra, y señaló denuncias por desaparición de 466 personas. La Fiscalía señaló que solamente había comprobado 20 homicidios, de los ochenta, en el marco de la protesta social.
Todo esto parece ser parte del pasado. El Esmad ya no existe, los jóvenes ya no pierden los ojos por salir a la calle. El paro que acaba de pasar parece haber detenido la barbarie.
Por supuesto que, a un año de las elecciones presidenciales, la polarización política lleva a muchos a ver las cosas solo en el plano electoral. El mensaje al mundo es que en Colombia la gran ganadora es la democracia, que sale fortalecida. La protesta superó a los actores armados, que fueron aislados, porque no tienen nada que proponerle a la sociedad hastiada de la guerra. Las imágenes de destrucción del país que esperaban los enemigos del Gobierno, para acusar al presidente Petro de incendiar a Colombia, no aparecieron. La calle no fue escenario de muerte, sino una expresión de fortaleza de la sociedad civil.
Resulta apresurado, entonces, etiquetar de fracasado el paro porque fue pacífico. Quizá lo sensato es meditar sobre la madurez de la democracia, la mayoría de edad de los dirigentes sindicales, la capacidad de movilización de los trabajadores, la serenidad de los empresarios y el aislamiento de los actores armados ilegales.
También habría que pensar en la respuesta del Congreso de la República para revivir la reforma laboral y actuar en concordancia con los anhelos de los trabajadores, de los estudiantes del Sena, e incluso del propio Gobierno, que jugó a ganar en el Legislativo y en las calles. Colombia gana con esta protesta. En adelante, ningún otro Gobierno podrá ordenar a la Fuerza Pública atacar al pueblo, ni ninguna organización ilegal podrá suplantar los liderazgos sociales. El Congreso también hoy sabe que afuera del Capitolio hay un pueblo decidido a exigir sus derechos.
Los Gobernadores, alcaldes y personeros municipales cumplieron su papel. La Fuerza Pública acató la orden de su comandante en jefe. Los pocos hechos de orden público registrados dan fe de que la democracia en Colombia se consolida. Que protestar no pone en riesgo la vida, ni exigir los derechos es una condena de muerte. Hoy nadie está llorando muertos durante las protestas. Los únicos que están llorando son los enemigos de la democracia, que querían ver a Colombia en llamas para imponer una narrativa de odio.
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