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Política colombiana
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Colombia y el déjà vu de las palabras proscritas

Parece como si una maldición se apoderara de la clase política, obligándola a repetir palabras como conspiración, defenestración, magnicidio, constituyente y reelección, que nos devuelven, caprichosamente, a épocas pasadas

Simpatizantes de Gustavo Petro, durante un mitin en Medellín, en junio de 2025.

La batidora está encendida y sigue sacudiendo la política colombiana. A un año de la primera vuelta electoral para escoger al sucesor del presidente Gustavo Petro, ni siquiera un genio podría predecir el futuro, ni conocer el nombre del ganador en 2026, porque es la incertidumbre el sello de nuestra realidad.

Vivimos tiempos en los que pareciera como si un poder sobrenatural pudiera jugar con el tiempo, con nuestra memoria y pesadillas, y mantenernos en un permanente déjà vu marcado por palabras que hoy están proscritas, especialmente para algunos sectores, como conspiración, defenestración, magnicidio, constituyente y reelección, por nombrar solo algunas, que, a su vez, nos devuelven, caprichosamente, a épocas pasadas. A fechas que marcaron nuestra historia, como 1948, cuando mataron a Gaitán y se desató la violencia; 1989, año en que Pablo Escobar ordenó el magnicidio de Luis Carlos Galán; 1991, cuando se convocó la Constituyente y se redactó la Constitución que nos rige; 2006, cuando Álvaro Uribe cambió un articulito y se reeligió, intentando quedarse indefinidamente.

Ese déjà vu es como si una maldición se apoderara de la mente de la clase política, obligándola a repetir palabras que algunas vez generaron paroxismo en la derecha, como conspiración, que recuerda cuando en 1997 el exconstituyente Álvaro Leyva acudió a las guaridas de los bandidos más peligrosos, en las selvas de Colombia -guerrillas, paramilitares y narcotraficantes- y a las elegantes oficinas de los partidos políticos de extrema derecha, los gremios económicos y de algunos cuarteles, para tratar de tumbar al presidente Ernesto Samper. Carlos Castaño, el desaparecido jefe de las AUC, en su libro biográfico Mi Confesión, desnudó al conspirador eterno.

En ese entonces, Leyva presentó una fórmula que hoy reedita usando copy-paste, para intentar defenestrar y sacar del poder, vivo o muerto, a Petro, de quien fue su canciller. Leyva argumenta, otra vez, sus tesis temerarias para desconocer el mandato de más de once millones de ciudadanos, con la supuesta bendición del gobierno norteamericano -que lo ha repudiado- y los aplausos de varios precandidatos presidenciales de extrema derecha, como Vicky Dávila, que se autoproclama demócrata mientras exige con odio la destitución de Petro. “Usted se va, porque se va”, decía.

La publicación de los audios secretos de Leyva por Juan Diego Quesada, en EL PAÍS, fue una bofetada a los ‘conspiretas’ versión 2025, que recuerdan a los cachacos periodistas y políticos que se levantaban todos los días a intentar derrocar a Samper, durante el llamado proceso 8000, en 1994-1998. Una época que marcó la historia de Colombia, en la que sobrevivió la democracia gracias a la tenacidad de líderes como Horacio Serpa, entonces ministro del Interior, quien inmortalizó el famoso “mamola”, que hoy se escucha pronunciar al presidente Petro en la plaza pública, para sintonizarse con las bases liberales hastiadas del poder hegemónico de César Gaviria.

Escuché a Serpa decir, en esos años en que demostraba su lealtad extrema a Samper, que le costaría luego sus aspiraciones presidenciales, que si Colombia se ponía a tumbar presidentes iba a terminar como Bolivia, cambiando de mandatario cada semana.

También se escuchan en estos días de vértigo palabras como reelección, al igual que en 2006, cuando el presidente Uribe cambió un “articulito” e impulsó una reforma constitucional exprés para intentar reelegirse de manera indefinida, a lo Hugo Chávez, luego de embrujar al país con su estrategia publicitaria de la seguridad democrática, con la que no derrotó a las Farc ni al ELN, pero sí permitió que más de 30 mil paramilitares entregaran las armas, a cuyos jefes después extraditó para silenciar la verdad de sus crímenes de lesa humanidad.

Esa verdad que hoy se conoce gracias a los Tribunales de Justicia y Paz, nacidos de los mencionados acuerdos con las AUC, en 2003, y, además, a la Justicia Especial para la Paz, JEP, que surgió de los acuerdos de La Habana con las Farc en el Gobierno Santos. Una verdad que sale a flote, también, por el convencimiento de los otrora señores de la guerra de que es necesario castigar a otros responsables de la masacre de miles de colombianos, que ellos cometieron en connivencia con agentes del Estado, militares, empresarios y políticos corrompidos, que convirtieron a Colombia en un cementerio sembrado de falsos positivos, desplazados forzados y desaparecidos.

Otra palabra proscrita para la derecha en estos tiempos es reelección. Una palabra que se escucha en las plazas públicas donde el presidente Petro convoca a las comunidades para hablarles de sus logros sociales, pero sobre todo para subrayarles que el 7 de agosto de 2022 ganaron el gobierno, pero no el poder, y que deben reelegir su proyecto político para garantizar la continuidad de su agenda de reformas.

Pronunciar la palabra reelección les genera a los enemigos de Petro una profunda repulsión, acidez en el alma, y una pesadilla con tan solo imaginar al presidente repetir las maromas reeleccionistas de Santos o Uribe. La gran incógnita que ronda en Colombia no es si Petro quiere reelegirse, sino el mecanismo que podría explorarse para cumplir la herejía jurídica de cambiar la Constitución. Ya el pastor Alfredo Saade, el nuevo hombre fuerte de la Casa Nariño, expresó sin atajos ni edulcorantes que él sueña con la reelección, una Constituyente y que su jefe se quede 20 años en el poder. En el universo paralelo de la extrema derecha, Saade es el nuevo profeta de la reelección, y Armando Benedetti, el ministro de Dios que, como Lázaro, revive los proyectos de ley en el Congreso.

Lo curioso de Colombia es que este déjá vu se vive en medio de una cascada de acontecimientos, que en una sola semana dejarían sin aliento a otra nación, pero que en Macondo son parte de la cotidianidad. Conspiraciones, golpes blandos, el envalentonamiento de la ilegalidad. Todo ello mientras la opinión pública es bombardeada por las redes sociales, y busca oxígeno tratando de escapar del espiral de odios de la clase política y el mundo aún escucha los ecos de la guerra de Irán e Israel, el llanto de los niños masacrados en Gaza, y trata de sobrevivir al garrote arancelario que define la política internacional.

La cascada de acontecimientos internos está centrada en el campo internacional. Y se resume en el estallido de la más aguada crisis en las relaciones con Estados Unidos en cien años, que se superó gracias al profesionalismo del embajador de Colombia en Estados Unidos, Daniel García Peña, quien tramitó con éxito la carta de excusas del presidente a Trump, por sus alusiones al secretario de Estado, Marco Rubio, en relación con la conspiración de Leyva y la extrema derecha para tumbar al Gobierno.

El encargado de negocios de la embajada de los Estados Unidos, John McNamara, cerró ese episodio con su regresó al país. Como lo testificó la foto sonriente con su sombrero blanco texano al lado del presidente Petro, en la inauguración de la Feria Internacional Aeronáutica de Rionegro. Todo ello, al tiempo, que el país vive un nuevo capítulo del contrato maldito para la elaboración de los pasaportes, que le ha costado la cabeza a tres cancilleres; y la declaración del presidente expresando su desconfianza en la transparencia de las elecciones de 2026.

El déjà vu, finalmente, ratifica la ausencia de liderazgo en Colombia. La encuesta de Guarumo muestra un proceso electoral en el que hay 75 aspirantes y el gran ganador es un candidato que lucha por ganarle la apuesta a la muerte. Ello evidencia un país sumido en el dolor y la desesperanza.

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