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COLUMNA
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Malestar judicial y comodidad política

Tanto para el Gobierno como para la oposición, el comienzo del curso, con todas las miradas en los tribunales, no puede resultar más confortable

El Rey, este viernes en la apertura del año judicial en Madrid. Con él, desde la izquierda, el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz; la  presidenta del Supremo y del Poder Judicial, Isabel Perelló; el ministro de Justicia, Félix Bolaños; el vicepresidente del Supremo, Dimitry Teodoro Berberoff, y el presidente de la Sala Civil del Supremo, Ignacio Sancho Gargallo.
Víctor Lapuente

Es el papel más relevante en lo que llevamos de curso. Y no, no es el informe de Caixabank diciendo que faltan más de medio millón de viviendas en España. Tampoco los Presupuestos, que ni están ni se les espera. Pero dejemos de hacer demagogia fácil y vayamos a lo relevante: al análisis del discurso de la apertura del año judicial a cargo de la presidenta del Tribunal Supremo. ¿Ha sido, como esperaban muchos, una crítica nítida a la presencia del fiscal general del Estado, una enmienda contundente a la reforma de Bolaños y una dura respuesta a Sánchez por sus palabras sobre los jueces?¿O más bien ha pasado de puntillas y se puede entender como una acusación velada al plantón de Feijóo, como deseaban otros? ¿Cuál de las dos Españas se ha sentido mejor representada en el discurso de Isabel Perelló?

El resultado de la interpretación de esas palabras es tan determinante como el examen de las entrañas de oveja que el arúspice le hacía al emperador romano. El veredicto ya se había adoptado antes. Cualquier palabra, cualquier silencio, serán vistos como desdén pasional por unos y aplomo profesional por otros. Lo que interesa a nuestros césares, de toga roja o azul, es que se hable de las hojas de un discurso que, como las de té, den lugar a lecturas tan misteriosas como favorables a sus intereses.

La inauguración más incómoda del año judicial —con un fiscal imputado, asistentes taciturnos y ausentes vocingleros— es la apertura más confortable del curso político. Para la oposición, es el símbolo tangible de la situación insostenible del fiscal general del Estado y la señal inequívoca de la deriva autoritaria del país. Y tiene razón en lo primero, pero no en lo segundo. Álvaro García Ortiz debería haber dimitido al ser imputado, a pesar de la insoportable levedad de la causa en su contra. La legitimidad de un cargo público no deriva de la estricta legalidad de sus actos, sino de su ejemplaridad. Sumemos a eso la doble extravagancia legal de que el máximo responsable de perseguir los delitos vaya a sentarse en el banquillo y el encargado de acusarlo sea su subordinado.

Y lo que en circunstancias normales sería un complejo problema para un Gobierno (la no dimisión de un alto cargo que ha sido imputado) supone una fácil solución para un Ejecutivo con respiración asistida: el mejor tema de discusión es García Ortiz. Las dos conversaciones alternativas (la legislatura estéril, sin Presupuestos desde 2022 y la corrupción alrededor de Cerdán, Ábalos y Koldo) son peores. Las (supuestamente) débiles pruebas contra el fiscal sirven de sólidas evidencias de la conspiración político-judicial contra el Gobierno progresista.

Entre unos y otros, hunden la imagen de la justicia. Según un estudio de Metroscopia para el CGPJ, el 66% de los españoles creen que los jueces reciben presiones, sobre todo (el 89%) de los políticos. Pero la realidad es que el 90% de los jueces dicen que nunca han recibido presiones. Y sólo el 1% dice sentirse presionado por el Gobierno.

En nuestra justicia faltan recursos y sobra burocracia. Hay que minimizar los tiempos para las resoluciones judiciales y maximizar las oportunidades de las personas jóvenes con talento, y sin recursos, para acceder a la judicatura. Pero que los oportunismos de la clase política no nos oculten la verdad, que se aproxima más a un haiku castizo: la situación de la Fiscalía es una anomalía, pero el poder judicial no está mal.

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