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TRIBUNA
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La ‘petición de principio’ en el proceso al fiscal general

La causa contra García Ortiz asume como premisa de partida la hipótesis de los querellantes como única, para intentar confirmarla a toda costa en la instrucción

Tribuna de Perfecto Andrés Ibáñez sobre el proceso al fiscal general

Petición de principio es la falacia lógica consistente en asumir por premisa de un razonamiento aquello cuya certeza tendría que resultar de él como conclusión. En este caso, la afirmación de que el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, es el responsable de la difusión pública de la propuesta de conformidad con la inculpación de dos delitos contra la Hacienda Pública, dirigida en nombre del empresario Alberto González Amador —pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso— por su abogado a la Fiscalía.

Lo acredita, en primer término, el a todas luces injustificado tratamiento como delito, durante largos meses, de la nota informativa promovida por el fiscal general, saliendo al paso —como debía— del gravísimo infundio de que ese ofrecimiento de pacto había partido de la Fiscalía, para ser retirado seguidamente por orden del gobierno. Doble falsedad debida al jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid, con obvio acuerdo, o asentimiento al menos, del propio González Amador.

Pero, sobre todo, lo pone de manifiesto el en extremo unilateral modo de conducir la investigación exhibido por el magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado, consistente en asumir la hipótesis de los querellantes (la imputación) como única, para tratar de confirmarla, a toda costa, en el curso de la instrucción. Tal manera de operar se manifiesta con claridad en actitudes como la de practicar voluntariosamente todas las actuaciones de investigación de sentido inculpatorio, negándose a la vez, de forma drástica, a hacer lo propio con las solicitadas por la defensa. En el insólito reproche al encausado de falta de colaboración para generar prueba de cargo, cuestionando además el legítimo ejercicio de su derecho a mantener la reserva de las propias comunicaciones. En autorizar la injerencia en estas de forma irrestricta, cuando él ya tenía la condición de imputado (luego precipitadamente reconsiderada). En disponer el allanamiento de su despacho oficial (sin duda, una de las más graves medidas adoptadas nunca por un juez en España), en una resolución estereotipada y vacía, omitiendo el imprescindible juicio de proporcionalidad. E, incluso, en defender de forma oficiosa a González Amador del calificativo de “delincuente confeso” atribuido en algún medio.

Todos estos datos evidencian la renuncia a explorar las hipótesis alternativas, altamente plausibles por el hecho de extraordinaria relevancia de que la información de que se trata habría sido conocida, al mismo tiempo o incluso antes, por una pluralidad relativamente abierta de personas que, por tanto, pudieron haberla difundido. Entre ellas, algunos profesionales de la información que así lo declararon expresamente en sede judicial. Por cierto, este testimonio, inicialmente despreciado, sin más, por el instructor, ha sido ahora descalificado por la Sala de Apelación en razón —dice— de las “afinidades ideológicas” de los periodistas. Lo que implica atribuir, sin concreta justificación, genérica relevancia procesal a un parámetro de (des)valoración que igualmente podría proyectarse sobre el modo de actuar de los propios jueces, con la misma legitimidad y con similares efectos descalificadores.

Hay otra relevante particularidad de estas actuaciones, objetivamente relacionada con la aludida perspectiva de método, en la que vale la pena detenerse. Me refiero a la forma de articulación de las instancias procesales operantes en la causa y a sus negativos efectos previsibles sobre la calidad garantista de la tramitación. Me explico.

El fiscal general fue imputado por una sala —en adelante, la sala A— formada por cinco magistrados, entre ellos, como presidente, el de la propia Sala Segunda del Tribunal Supremo. Esta imputación determinó la entrada en funciones del instructor, cuyas resoluciones serían recurribles ante otra sala —en adelante, la sala B—, integrada por solo tres magistrados, obviamente distintos de los de la anterior. En línea de principio, el instructor, como juez, debería gozar de la constitucional independencia necesaria para actuar con exclusiva sujeción a la ley. Algo que aquí no se habría dado, porque la sala B (en auto de fecha 21 de febrero de 2025), al referirse a la relación del instructor con la sala A, la calificó de “órgano superior suyo”. Aserto sin duda expresivo en su caso de una posición jerárquicamente subordinada, ciertamente impropia.

Esta circunstancia abre una cuestión nada banal susceptible de concretarse en una pregunta: ¿podrá la sala B gozar de la autonomía imprescindible para conocer y decidir de modo independiente e imparcial sobre las resoluciones de ese peculiar instructor-comisionado de la sala A? De tomar en serio tal posición de superioridad jerárquica (repárese: formalmente reconocida en un auto por la propia sala B), habrá que decir que no, con la consecuencia de una preocupante degradación del derecho del imputado a impugnar en apelación las resoluciones de aquel ante un tribunal con plenitud de jurisdicción.

Así, si el modo de operar en la instrucción ha respondido, según lo expuesto, a la perversa lógica de la petición de principio, puede verse también un importante reflejo de esta falacia en la propia articulación orgánica del régimen de instancias. En efecto, pues la sala B, responsable de garantizar en plenitud el derecho del imputado a impugnar las resoluciones del instructor, habrá sufrido una efectiva reducción de su autonomía decisional, por la condición comisarial de este en relación con la sala A (de indudable mayor fuste dada su composición).

Tan singular relación entre instancias debería generar además —como imprescindible cautela preventiva de otras consecuencias indeseables— la consistente en considerar a los integrantes de la sala A inhabilitados para juzgar después al fiscal general como acusado, dada la falta de imparcialidad objetiva resultante del hecho de haber decidido antes su imputación. Ello, por la obviedad de que un pronunciamiento de esta índole equivale a una suerte de inevitable juicio previo, cuyos negativos efectos, aquí, vendrían a sumarse a la incidencia contaminante de esa posición supraordenada de la sala A, mantenida, como se ha visto, en la fase anterior a través de un magistrado instructor jerárquicamente dependiente, según la sala B.

Sucede también que en un proceso de esta clase, el propio de aforados, el tribunal del enjuiciamiento decide sobre la acusación en régimen de única instancia dentro de la jurisdicción ordinaria, con el efecto de hacer irrecurrible la sentencia eventualmente condenatoria. Lo que obliga todavía más a extremar la observancia del régimen de garantías en su composición.

Por último, a las deficiencias advertidas en el modo de proceder judicial en este caso tan desafortunado, habría que añadir otra: la imputación del fiscal general cuenta con el exclusivo fundamento de la sesgada interpretación reconstructiva de un embrollo de fechas e intervenciones. Y ocurre que —como lo acredita con incuestionable rigor el voto particular del magistrado Andrés Palomo al auto de la sala B del pasado 29 de julio—, semejante galimatías tiene una lectura alternativa de esos datos dotada de mucha mayor racionalidad y plausibilidad. Además, exculpatoria y, por tanto, en buen derecho, de obligado acogimiento como más favorable para el imputado.

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