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ANÁLISIS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

García Ortiz: una causa criminal sin causa identificable

La pobreza de elementos incriminatorios aportados por la investigación contra el fiscal general es patente

El magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado.

En el principio, se recordará, fue la decisión de Alberto González Amador de ofrecer al fiscal, a través de su abogado, un pacto confesándose autor de un delito y aceptando una pena. Seguiría el tóxico infundio propagado por Miguel Ángel Rodríguez, consistente en atribuir falsamente al fiscal la iniciativa de esa propuesta y la supuesta posterior retirada por orden del Gobierno. El fiscal general —¿tenía otra opción?— hizo publicar una nota de rectificación, informando de lo realmente sucedido. Esta, calificada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo de “hecho delictivo” (!), ha sido perseguida como delito durante meses, hasta que (seguramente por la conciencia de lo inviable) se produjo un cambio del objeto de la persecución. Ahora: la publicidad de la estrategia y de la situación procesal de González Amador, imputada al fiscal general como filtración. Razón: se había interesado por todo lo relacionado con este asunto en el ámbito de la Fiscalía. Obviamente, algo imprescindible para la redacción de la nota.

Consta, además, que esos datos, con altísima probabilidad, habrían sido también accesibles a una pluralidad abierta de personas, en distintos medios institucionales y de comunicación. Pero el instructor, en vez de evaluar todas las hipótesis plausibles a tenor de los indicios para tratar de conocer lo ocurrido, ha buscado obstinadamente confirmar una sola: la suya personal, unilateralmente formada.

En efecto, pues las resoluciones emitidas se distinguen por la falta de transparencia; se ha limitado de un modo relevante el derecho de los imputados a aportar pruebas de descargo; se ha llegado a reprochar al fiscal general que no haya cooperado a la formación de la de cargo, y se le ha censurado por el ejercicio legítimo del derecho al secreto de sus comunicaciones. Y para justificar la injerencia en estas, se ha operado de un modo abiertamente tautológico: puesto que se trataba de saber del uso de los dispositivos utilizados, para intervenirlos había que allanar los despachos oficiales, formulando así una especie de juicio de funcionalidad, donde lo constitucionalmente imprescindible era un juicio equilibrado de proporcionalidad del recurso a la tremenda injerencia. Un juicio este que ha brillado por su ausencia.

El resultado, de una gravedad inusitada, fue la invasión de dos despachos oficiales donde conocidamente se custodia documentación ultrasensible relacionada con una infinidad de procesos, al altísimo precio de poner en riesgo su necesaria reserva. Todo, se dice en un auto, en aras de la reparación de los derechos de González a la presunción de inocencia y a la defensa, cuando él, con la propuesta de pacto, había dejado claro que ambos derechos tenían ya bien poco que perder. Y contribuido también, de la forma insidiosa que se conoce, a dar efectiva publicidad a su estatus de posible infractor fiscal.

Pero hay más, porque, según el Código Penal, el fundamento último de esta causa, tan peculiar, solo podría estar en el perjuicio causado a una Administración pública. Perjuicio del que aquí no hay rastro. Y prueba de ello es que en ninguna de las resoluciones dictadas figura razonamiento alguno al respecto. Algo obvio, pues los hechos objeto de la predicada filtración, a falta de un proceso en curso, discurrieron por el cauce informal de un correo electrónico con la propuesta de negociación aludida. Un modo de operar (de filiación made in USA) de dudoso carácter jurisdiccional, doctrinalmente muy cuestionado, para el que voces autorizadas reclaman, como mal menor, la publicidad y la luz que debe iluminar las actuaciones propias de un juicio oral conforme a principios.

En consecuencia, con la expuesta sólida base, cabe afirmar que la dichosa filtración, de haber existido, se habría dado sin daño para un bien jurídico público, sin perjuicio objetivable para alguna instancia oficial y sin perjuicio para el supuesto afectado, ciertamente indemne. Sin antijuridicidad material, por tanto. Pero es que, además, según se ha visto, la imputación de los fiscales, llevada adelante contra viento y marea, solo podría sostenerse una vez desvirtuadas las restantes hipótesis perfectamente plausibles, a cuya verificación, sin que conste el porqué, el instructor ha decidido renunciar.

A ello se debe la ostensible pobreza de elementos incriminatorios aportados por la investigación, a pesar de lo cruento del procedimiento y lo desmedido del esfuerzo incriminatorio. Y, según creo, nada lo ilustra mejor que una evidencia que brota de las propias actuaciones. Me refiero al dato, de notable potencia metafórica, de que la falta de rendimiento de las actuaciones procesales desarrolladas a ras de suelo, haya obligado al instructor a desplazar su esfuerzo persecutorio a la(s) nube(s). Por cierto, con el mismo pobre resultado, visto lo que se sigue de un expresivo informe de la UCO sobre la documentación recibida de Google y WhatsApp.

No obstante lo que resulta de las precedentes consideraciones, la Sala Segunda continúa avanzando en la persecución de los fiscales imputados. Una malísima noticia. Pero, por fortuna, si antes no se les hiciera justicia en otra instancia, hoy hay jueces en Estrasburgo.

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