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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Un proceso sin garantías contra García Ortiz

El juez Hurtado toma meras elucubraciones por indicios y ha convertido sus conjeturas en evidencias sin pruebas

El juez Ángel Hurtado (a la izquierda) llega al Tribunal Supremo, el pasado febrero.
Xavier Vidal-Folch

Siempre hay un pecado original. También en el del proceso que hoy sacude al fiscal general, Álvaro García Ortiz. Lo cometió la Sala Segunda del Tribunal Supremo, presidida por Manuel Marchena. Ocurrió al principio, en el auto del 15 de octubre de 2024 que iniciaba el procedimiento.

Ese texto retorció y rebajó —en barroco vaivén tan de su estilo— el recuerdo de que el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (1981) permite a sus servidores “informar a la opinión pública de los acontecimientos que se produzcan”, siempre “en el ámbito de su competencia”, y con condiciones, como el respeto al “secreto del sumario” (artículo 4.5). Informar ¿para qué? “Para el interés de la Administración y para la causa pública”, según su sentencia 509/2016. O sea, para salvaguardar la eficacia de la tarea de los fiscales, elemento finalista clave que, ay, omitió; ese sesgo. Se trata de un derecho a informar, en este caso de la cúpula fiscal, pero también de su deber.

Claro que el auto también acertaba en algo esencial. En que “aparentemente, no hay información indebidamente revelada, ante el conocimiento público de los hechos” en la nota de prensa que hizo publicar García Ortiz. O sea, no había habido revelación ilegal de secretos. La auto confesión del novio de Isabel Díaz Ayuso, Alberto González Amador —declarándose delincuente fiscal— se conocía “horas antes” de esa nota, gracias a la prensa y la radio.

Incluso, aunque de forma manipulada, la había filtrado el asesor de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez, como acabaría confesando en el estrado, además de que había mentido inventando que el pacto con la Fiscalía que pretendía Amador para reducir su pena se había obstruido “desde arriba”.

Así que, en nuevo revés liftado à la Marchena, había que investigar si el tenor literal del correo esencial entre las partes sí había sido filtrado por García Ortiz. Pues solo accedieron a él “el afectado y la Fiscalía”, sostuvo la Sala: grave yerro prospectivo, según se ha visto en las testificales, pues hasta 500 personas podían haber accedido al expediente, según evaluó la Fiscalía madrileña.

Lo peor de este proceso es que carecía de objeto, es decir, que en realidad no hay caso. Porque no hay causa que lo provoque. Con datos fidedignos, mensajes previos y correos y minutajes precisos, media docena de periodistas —y de medios con idearios contrapuestos—, han explicado que conocieron las tripas del asunto contenidas en el correo antes de que llegasen a conocimiento de García Ortiz.

Un ejemplo: la Cadena SER lo detalló 26 minutos antes de que el fiscal general “cerrase el círculo”, lo difundiese, según la fértil imaginación del instructor, Ángel Hurtado. Este togado eludió o banalizó esas declaraciones, las calificó de meras “opiniones”. Y así hurtó la esencia de lo que es un no-caso, pues “los datos previamente revelados a los profesionales de la información” pierden su carácter secreto y reservado, a tenor de la sentencia 866/2008 del mismo Tribunal Supremo.

Si esa es la esencia de esta grave comedia de enredo, las anomalías que la acompañan han sido infinitas. Una, la orden de entrada y registro en el despacho del principal imputado, aunque la Sala la validase, fue desproporcionada: no logró allegar ninguna “prueba” de ningún delito, más allá de sospechas, inferencias o cábalas. Y fue un despropósito por sus consecuencias, pues la incorporación de datos sensibles al sumario (al que acceden las partes) propician su uso venenoso por aprendices de brujo: el afectado calculó que el material incautado (y en este caso sí, carente de protección como secreto) alcanzaba los 240.000 registros.

Dos, la insólita solidaridad del juez con Amador porque se le calificó de “defraudador confeso, sin serlo”, opinaba el magistrado; cuando en realidad así lo reconoció su abogado “de común acuerdo” con su cliente, según el relato de la Sala. Tres, las continuas negativas del instructor a citar al novio de Ayuso, hasta que la Sala de Apelación le obligó a ello.

Cuatro, el procedimiento ha resultado “inquisitivo”, según la Unión Progresista de Fiscales, pues el instructor “toma meras elucubraciones por indicios”. Cinco, convertía súbitamente sus sospechas en algo más serio: “Ha hecho desaparecer pruebas”, dijo Hurtado sin demostrarlo, cuando desconocía en qué consistirían tales pruebas. Pequeño detalle, puesto que sin ellas no hay condena, ¿verdad?

La negación o retrasos en practicar pruebas, o de convocar testigos, son materia inflamable para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos —con sede en Estrasburgo—, la mayor parte de cuya jurisprudencia se focaliza en apremiar a juicios justos con un potente derecho a la defensa.

Pero Hurtado va a lo suyo. Archivó la causa del asesinato del cámara de televisión José Couso, allanándose a tres militares sospechosos de EE UU. Pugnó por evitar que Mariano Rajoy declarase en el caso de corrupción Gürtel y discrepó de la condena al PP. Y propugnó como “aconsejable” que los jueces colaboren con los partidos para darles un ropaje “jurídico”, especialmente “si se tiene un pensamiento que guarda sintonía”. Dechado de imparcialidad que causará furor en Estrasburgo.

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