Indolencia contra la corrupción
Los informes de observadores internacionales demuestran que la prevención del delito en política no ha sido una prioridad en España


Los sucesivos informes de instancias internacionales sobre la corrupción en la política española repiten una y otra vez, año a año, el mismo diagnóstico sobre la ausencia de controles potentes para evitar los comportamientos ilegales en el sector público. El último ha sido el informe de recomendaciones del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (Greco), que viene a constatar la desmoralizante falta de avances significativos en este ámbito desde que ese organismo emitió sus últimas recomendaciones, hace seis años.
Aquel informe, emitido en el primer año del Gobierno de coalición, hacía 19 recomendaciones a España para prevenir la corrupción y promover la integridad. Seis años después, el Greco concluye que “España no ha aplicado ni tratado de manera satisfactoria ninguna” de las recomendaciones. A pesar de que hay un reconocimiento de algunos avances (apenas tres se han ejecutado parcialmente), se trata de una afirmación demoledora, que viene a corroborar la percepción de que no solo hay cuestiones estructurales que favorecen la corrupción, sino que no ha habido voluntad para tapar agujeros en el sistema que son obvios: falta de regulación de los lobbies, reformar el aforamiento, reforzar restricciones a las puertas giratorias o algún control sobre la galaxia de asesores a dedo que rodean a los cargos públicos.
El caso Cerdán-Ábalos ha sido la prueba definitiva para demostrar que, aunque este Gobierno pueda presumir por ahora de menos escándalos que el de Mariano Rajoy, las facilidades para quienes quisieran aprovecharse del cargo han permanecido intactas, y la vigilancia ha sido deficiente. La lucha contra la corrupción no se puede fiar a la ética personal de cada cual, ni sirven los enunciados solemnes sobre integridad, que, por otra parte, son comunes a todos los partidos. La dureza del Código Penal tampoco parece tener el efecto disuasorio que se le supone, cuando las tramas delictivas ni siquiera se han sofisticado, sino que repiten conductas detectadas ya en los primeros años de la democracia. El problema es de fondo: corromperse resulta demasiado fácil. La estructura de límites y controles para prevenir el delito es claramente insuficiente.
Cualquier avance en estas cuestiones debe ser celebrado, aunque llegue tarde. El más tangible es la creación, por fin, de la Oficina de Protección del Denunciante, una figura que viene obligada por la UE desde 2019. Hasta el pasado mayo no tomó posesión su director, el catedrático Manuel Villoria, y está dando ahora los primeros pasos. La Oficina tiene potencial para ser un organismo transformador en la lucha contra la corrupción. Si es así, crecerá la tentación de limitar su campo de acción. Es necesario un compromiso absoluto de los partidos con vocación de gobierno con la protección de la independencia y la dotación presupuestaria de esta institución, aunque sea por interés propio.
Informes como los del Greco o Transparencia Internacional y las recientes observaciones de la Comisión Europea vienen a corroborar que el reproche de la corrupción mutua es una prioridad de los partidos políticos, pero la lucha contra la corrupción no. Este podría ser, sin embargo, un momento transformador. El plan de 15 medidas anticorrupción presentado por el presidente del Gobierno el mes pasado supone un punto de partida útil para un pacto que sería dañino políticamente rechazar. Cualquiera de ellas se podía haber presentado hace seis años, cuando la credibilidad del Ejecutivo en este ámbito estaba intacta y los problemas eran los mismos.
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