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El debate | ¿Hay que reducir los aforamientos en España?

Limitar el número de cargos con un fuero especial fue una promesa estrella de la nueva política. Diez años después, solo se ha concretado en algunas comunidades autónomas. Los casos de corrupción vuelven a poner el asunto sobre la mesa

Sesión de control al Gobierno en el Congreso el pasado día 18.

Casi todos los partidos han prometido alguna vez acabar con la figura del aforamiento. Y casi todos tienen ejemplos de cargos que han recurrido a ella, como el líder del PSOE en Extremadura, Miguel Ángel Gallardo, imputado por prevaricación y aforado tras una turbulenta toma de posesión del acta como diputado autonómico. O el presidente valenciano, el popular Carlos Mazón, quien por su condición de aforado no ha tenido que declarar ante la jueza que investiga la tragedia de la dana.

Estos y otros casos recientes de corrupción han vuelto a poner sobre la mesa la figura del aforamiento. La exvicepresidenta del Congreso Gloria Erizo enmarca su posible mantenimiento dentro de una reforma más ambiciosa que refuerce las instituciones democráticas. El catedrático y abogado penalista Esteban Mestre aboga por su eliminación o, al menos, reducirlos al mínimo imprescindible.


Pueden defenderse, pero no para cualquier delito

Gloria Elizo

Uno de los peores incentivos para responder adecuadamente a las fracturas del sistema democrático es sin duda la ruptura de la confianza en la representación pública, la terrible desafección vivida de forma generalizada por la ciudadanía, que tiene una causa directa en la corrupción; una lacra que se ha convertido en un arma de desmovilización política y de descrédito para las instituciones democráticas.

Si bien los privilegios procesales no apuntarían a una quiebra de los principios de justicia e igualdad, sí hay ciertos elementos que nos obligan a construir un nuevo cuadro para el fortalecimiento ético de nuestras instituciones: la estructura es mejorable, la instrucción del proceso penal va a ser otra en breve —terminará siendo impulsada por los fiscales y no por los jueces— y necesitamos reordenar nuestro sistema normativo para que el juego democrático se vea fortalecido y crezca la credibilidad en sus mecanismos.

Reordenar la figura del aforamiento pasa por eliminar su mayor parte —ni diputados, ni senadores, ni parlamentarios autonómicos, ni miembros del poder judicial tienen por qué estar aforados—; por mantener el fuero específico para la presidencia del Gobierno y sus ministros así como los presidentes de las Cámaras legislativas y los miembros de sus Mesas, y por limitar su alcance a los delitos relacionados directamente con el ejercicio del cargo público y solo para el proceso penal. En definitiva, acotar nuestra pulsión histórica por el privilegio procesal al derecho de los países de nuestro entorno.

Debemos hacer además una reflexión sobre la suerte material que han corrido algunos procedimientos que, por el aforamiento, han recaído precisamente en tribunales cuyos miembros han sido seleccionados a través de discutibles acuerdos políticos, como los altos tribunales del Estado. Tal vez, antes de tener una discusión sistémica sobre los aforamientos, debiéramos aclarar algunas cuestiones previas sobre la organización del poder judicial y, de paso, analizar esa “división de plata” donde los nombramientos de esos jueces recorren los conciliábulos de la magistratura.

Y claro que podría defenderse —pero no aceptarse sin más— no dejar al albur de un juez predeterminado a aquellas personas esenciales para los cargos más importantes o quienes encarnan proyectos políticos que coyunturalmente representen a partes fundamentales de la ciudadanía. Y no les faltará razón a los que observen que en la sociedad del espectáculo basta un juez activista y un medio de comunicación bien engrasado para envolver en sospecha la carrera política de cualquier candidato. Pero en ningún caso eso puede suponer que aquellas personas que merezcan un fuero deban ser juzgados por un tribunal elegido por el partido al que pertenece. Y mucho menos que dicho fuero se extienda a cualquier tipo de delito, incluso una vez comprobado por el órgano privilegiado que la acusación carece de motivación, causa u objetivo político. Para evitar el aforamiento político existen muchas fórmulas —jugar con los plazos, reforzar los requisitos, permitir la recusación por motivos tasados...— que se pueden discutir e implementar sin grandes dificultades.

En resumen, como en tantas otras facetas, nos falta lo más importante: verdadera voluntad política. Y si es verdad que tenemos un problema con la politización de la justicia, no es el aforamiento ante los jueces nombrados políticamente lo que lo va a resolver. Y si es indiscutible que tenemos un grave problema con la corrupción de nuestros gobernantes, el aforamiento en vez de especializarse en combatirla, ha tendido precisamente a taparla, condonarla y —sobre todo— dejar fuera del reproche penal a sus principales responsables, perpetuando un sistema donde solo se sacrifican los peones.

Necesitamos discutir sobre los aforamientos, sobre la independencia del poder judicial, pero también sobre la independencia de los poderes ejecutivos, sobre la participación legislativa, sobre la transparencia, sobre el acceso a la Administración en general y a la Administración de justicia en particular.


Deben desaparecer, salvo contadas excepciones

Esteban Mestre

El aforamiento es una anomalía para el principio de igualdad ante la ley penal, que incluye obviamente la equidad en los criterios para determinar el juez o tribunal competente para la instrucción y para el enjuiciamiento del delito. Además, las maniobras que, en algunos casos, el presunto responsable de un hecho delictivo realiza con el único fin de estar aforado han generado una obvia desconfianza ante el funcionamiento de la Justicia, pues parecería que existieran órganos judiciales más favorables que otros para ese acusado. En esta medida, y teniendo en cuenta el elevadísimo número de personas a las que puede aplicarse el aforamiento, soy partidario de eliminar la institución o, en su defecto, de reducir muy significativamente su ámbito de aplicación.

Frente a esta posición, se han mantenido diversos criterios para respaldar el aforamiento. En primer lugar, que cuentan con respaldo constitucional, pues el ar­­­tí­­cu­­lo 71 de la ley fundamental lo establece para diputados y senadores ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, y su artículo 102 lo prevé igualmente, ante el mismo órgano, para el presidente y los miembros del Gobierno. Además, diversas leyes orgánicas han extendido esta figura a la Familia Real, los magistrados del Tribunal Constitucional, a los vocales del Consejo General del Poder Judicial, al Presidente y consejeros del Tribunal de Cuentas, al Defensor del Pueblo, al Presidente y consejeros del Consejo de Estado, a los jueces, magistrados y fiscales, y a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, nacionales y autonómicas. Igualmente, distintas normas autonómicas han establecido también el aforamiento de los diputados y miembros de los gobiernos autonómicos.

Además, los órganos a quienes compete la instrucción o el enjuiciamiento de los delitos imputados a los aforados forman parte de la jurisdicción ordinaria, y la atribución de estas competencias no alteran su régimen ordinario de funcionamiento ni cuestionan el contenido ordinario de sus resoluciones. No se aprecia tampoco que estas reglas especiales de competencia afecten a los derechos de las partes.

El aforamiento viene también respaldado por una larga tradición en nuestro ordenamiento jurídico: ya se previó en la Constitución de 1812 y se mantuvo en las posteriores leyes fundamentales de 1837, 1845, 1869 y 1876. Su fundamento es la salvaguarda del correcto ejercicio de la función pública que desempeña la persona contra la que puede dirigirse una acción penal. Se dice, finalmente, que tampoco la jurisprudencia ha objetado nada en contra de la esencia de esta institución.

Ninguno de los criterios citados ante­riormente me parecen suficientes, sin embargo, para compensar la imagen de desi­gualdad entre los ciudadanos que generan los aforamientos, ni la desconfianza injustificada que genera hacia los órganos de instrucción o enjuiciamiento ordinarios, cuya actividad no afecta, de por sí, más al ejercicio de una función pública que la que puede derivar de la actuación del Tribunal Supremo o de un Tribunal Superior de Justicia. Y ello, sin perjuicio de que el afectado pueda estimar que un órgano colegiado aplica más técnicamente las normas que otro unipersonal, o valorar las estadísticas que reflejan que los juzgados de Instrucción son más propensos a la imposición de medidas cautelares que aquellos órganos de superior rango.

Opino, por ello, que los aforamientos deben desaparecer, salvo (por el criterio del mal menor) en los contados casos en los que pudiera acreditarse que el desarrollo del proceso penal en los órganos ordinarios pudiera afectar al desempeño de las funciones públicas encomendadas a alguna autoridad o funcionario. Y deben ser los distintos legisladores los que lleven a cabo esta transición normativa, de la que no excluyo siquiera al texto constitucional.

De no hacerlo con rapidez, se contribuirá al descrédito de la Administración de Justicia y de las propias autoridades y funcionarios públicos concernidos, pues la sociedad seguirá aceptando aquel dicho de que “al indiferente, la legislación vigente”.

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