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El debate | ¿Existe la meritocracia?

Solo un tercio de los españoles cree que las posibilidades de éxito dependen de los méritos personales. La percepción de que todo obedece a factores de clase social ajenos al esfuerzo individual es aún mayor entre los jóvenes

Noelia Núñez, durante un acto de ‘La ruta por la igualdad’ del PP, en marzo de 2024, en Logroño.

El caso de Noelia Núñez, la exdiputada del PP que dimitió tras descubrirse que había falseado su currículum, ha reabierto el debate sobre la meritocracia. Un término muy criticado en los últimos años por soslayar la importancia del origen familiar y la clase social tanto en el rendimiento académico como en el logro profesional, pero al que muchos todavía se agarran para confiar en un futuro mejor gracias al esfuerzo personal.

Los ensayistas Jorge Dioni y Estefanía Molina discrepan sobre la importancia de seguir defendiendo la cultura del mérito como base del ascensor social.


Las manos invisibles de la desigualdad

Jorge Dioni

Ojalá existiera algo parecido a la meritocracia. Hace días, una persona compartía la rutina que había seguido para preparar una oposición. Comenzaba a empollar a las 6.50. A las once, almuerzo. A las dos, comida, café y siesta antes de volver al estudio, hasta las 20.30. Dos horas para los conceptos “mujer, hijos, ocio, deporte”. A las once, dormir. Días después, ofrecía otra clave: “Con constancia, todo es posible”. Entendemos que es el nombre de su esposa. Constancia hacía esa cama y preparaba esas comidas. No preguntemos por el dinero.

Como las religiones espirituales a las que sustituyó gracias a la reforma protestante, el capitalismo es un sistema de creencias que ofrece sentido. En nuestro modelo ideológico, el mercado es la única institución que puede estructurar el mundo. Todo el mundo ofrece su producto. Puede ser capital humano, cultural, erótico, tecnológico o financiero, pero hay que hacerlo libremente y en igualdad. Por lo tanto, las leyes que tratan de equilibrar un poco la balanza distorsionan ese mercado, e incluso van en contra de la libertad y la igualdad. La evolución de estos dos conceptos enterrará el legado de la Ilustración.

La mano invisible del mercado, al igual que la divina providencia, ordena el mundo según unas fuerzas sobrehumanas y ofrece una narración en la que el protagonista exitoso puede sentirse depositario de la gracia borrando todo el contexto. Es decir, permite eliminar las explotadas manos invisibles sobre las que se sustentan casi todas las historias de triunfo y sustituir “el crimen que hay al inicio de toda fortuna” por talento, carácter, esfuerzo o constancia. Es más fácil arriesgarse si papá pone el capital inicial y te sostiene si fracasas.

Esa ideología permite decir “me lo merezco. Estoy aquí porque este es mi sitio natural”, y sirve para ese opositor o para países enteros. Incluso, para que todos los varones blancos borremos las manos invisibles de las Constancias. Eso es lo que hoy conocemos como “meritocracia”.

No hay historia. No hay circunstancias personales. Todo el mundo tuvo y tiene las mismas posibilidades para formarse y desarrollar su capital humano. Los análisis que señalan las manos invisibles de la desigualdad son calificados de radicales por el discurso de la polarización y, por tanto, las políticas que buscan subsanar esas injusticias y redistribuir son señaladas como extremistas o forzadas.

Insisto. Ojalá existieran la meritocracia y la cultura del esfuerzo. Una sociedad que valorase estos conceptos situaría en el centro el trabajo y la formación, la materia prima del futuro. Pero ambos han sido el capital de la clase trabajadora y la base de la movilidad social. Por eso, han sido devaluados en las últimas décadas y sustituidos por un modelo que privilegia la extracción de rentas pasivas hacia las élites. Es decir, el pasado.

Una sociedad que valorase el mérito y el esfuerzo debería, por ejemplo, restringir las herencias, como proponían Stuart Mill, Locke o Bentham. Cada generación debe poder mostrar su valía, ingenio y constancia. Una sociedad que valorase el mérito y el esfuerzo debería tener una única vía de formación donde se pudiera desarrollar la capacidad de cada persona redistribuyendo las manos invisibles a través de estructuras de diversidad, equidad e inclusión. No estamos ahí. La “meritocracia” son los padres, el código postal, la formación privada y, en España, haber estado en el bando ganador. Nadie lo resumió mejor que Mariano Rajoy: “La vida es tener suerte y que alguien te ayude”. Sabía de lo que hablaba. Montoro te lo apaña. La Fiscalía te lo afina. Otras manos invisibles.

La insistencia en esa meritocracia vacía es producto de una sociedad que apuesta por la desigualdad y el fin de las estructuras de redistribución. Frente a la movilidad social progresista, la jerarquía atrasista. Un mundo ordenado con la propiedad en el centro. Madrecita, que me quede como estoy. Si se sitúa a la clase media cerca del abismo, es más fácil que tema al que está debajo y no mire hacia arriba y, en esa guerra civil de la clase media asustada, perderemos la democracia.


Mantener el sueño aspiracional

Estefanía Molina

Es probable que hasta Pablo Iglesias crea en el mérito: expresó su desazón porque este año la Universidad Complutense de Madrid no le seleccionara para ser profesor asociado. Seguramente, Iglesias piensa que se lo merecía al tener un bagaje académico y político que le avala. La pregunta, entonces, es por qué la izquierda española ha renunciado a hablar de ese mismo sueño aspiracional a la gente humilde: un país donde el esfuerzo y los méritos del currícu­lo sean recompensados o tengan un impacto sustancial en mejorar el nivel de vida.

Al contrario, hace más de una década que el progresismo no menciona el ascensor social, por ejemplo, que ahora parece un malvado constructo neoliberal, pero que fue su proyecto por antonomasia. Era aquella idea de un individuo capaz de trascender a su situación de partida, la familia, mediante las oportunidades del Estado del bienestar, como la educación. El sueño de las viejas clases medias españolas siempre fue que sus hijos se formaran como símbolo de estatus, pero, también, como garantía de mejora de sus condiciones de vida. El problema es que eso se está resquebrajando. Un 37% de los padres dice haber ayudado a sus muchachos en el último mes a pagar facturas. Algunos tendrán estudios, pero no la recompensa esperada: no se pueden emancipar, tal que viven en una situación de dependencia donde la herencia acabará siendo, cada vez más, una vía para paliar su escasez económica.

Sin embargo, en vez de pensar sobre cómo reparar el sistema de incentivos sociales, la izquierda que nació de las plazas del 15-M se ha vuelto asistencialista y caritativa. Es fácil reconocer sus políticas de salario mínimo o ingreso mínimo vital, pero no qué piensan hacer para que tener 22 millones de trabajadores se traduzca en que los salarios reales no lleven tres décadas estancados. No solo afecta a Podemos o Sumar; el PSOE ha comprado ese marco de que poco se puede hacer frente a la precariedad estructural, más allá de ir parcheando el problema.

Por eso, el caso de Noelia Núñez del Partido Popular solo ha servido para reforzar la crítica al privilegio: estaba cobrando un jugoso salario sin haber terminado sus estudios. Aunque tanto repetir que “la meritocracia no existe”, afloran las carencias de nuestra clase política: la incapacidad de devolver el sentimiento de que el esfuerzo personal importa. A saber, que la gente de a pie no necesita que nadie le cuente que otros tendrán más contactos, dinero, o atajos. Nadie les tiene que revelar que el mismo esfuerzo no siempre lleva al mismo puesto. Tienen ojos en la cara, no merecen tanta condescendencia. Solo esperan que quienes dicen hablar en nombre del pueblo, al menos, trabajen por garantizar que siguiendo los conductos establecidos, sus hijos promocionen. La limpiadora puede echar horas fregando escaleras para pagarle el inglés a su hijo porque sabe que le dará mejores oportunidades laborales, pero a partir de ahí es el sistema quien debería propiciar que eso ocurra, que ciertos hitos sean bien valorados en el mercado.

Meritocracia no es mérito, pero es obvio que la clase trabajadora sigue creyendo en lo segundo, por más que se le niegue ese discurso. Fantasear con prosperar gracias al propio esfuerzo no es solo una ilusión de multimillonarios o streamers huidos a Andorra, como se intenta vender ahora. Al contrario, la gente humilde seguramente sea la que más crea en el esfuerzo porque, realmente, no tienen otra cosa que eso. De ahí que estén preocupados porque su hijo acuda a clase, o saber que cumple con los deberes que le piden sus profesores.

La indignación que ha provocado el caso Núñez es un síntoma del malestar latente: impacta especialmente en muchos jóvenes que tienen méritos pero ven que el sistema no les ha devuelto el bienestar que creían. Por eso, negar la meritocracia ya no es un acto de lucidez política: aunque no exista en puridad, su impugnación se está convirtiendo en una mera coartada para que la política siga sin hacer nada ante el hundimiento del sueño de mejora de las viejas clases medias y humildes. La frustración no viene hoy de saber que otros nacen con ayuda —siempre hubo ricos o favorecidos— sino de sentir que uno ya poco puede hacer por su cuenta para mejorar su situación de partida.

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