El debate | La resignificación del Valle de Cuelgamuros
El acuerdo sobre uno de los principales monumentos del franquismo ha suscitado críticas tanto desde quienes creen que el Gobierno ha cedido ante la Conferencia Episcopal y el Vaticano como desde quienes consideran que el pacto afecta a un lugar de culto

El pacto entre el Gobierno y el Vaticano no consigue cerrar la disputa en torno al gran monumento del franquismo y convertir el lugar que ocupó la tumba del dictador en un lugar de memoria.
El profesor de Historia Contemporánea César Rina Simón considera que ni la Iglesia ni el Gobierno han sido valientes para hacer una verdadera política de memoria. Para el director de la revista Ecclesia Fran Otero Fandiño, la presencia de la comunidad benedictina en la basílica está justificada por los acuerdos del Estado con la Santa Sede.
Cambiar el significado para que todo siga igual
César Rina Simón
El Museo Helga de Alvear de Cáceres expone los restos del Azor, el yate de Franco que el artista Fernando Sánchez Castillo ha convertido en bloques de chatarra. Lleva por título Síndrome de Guernica y me parece una forma muy sugestiva de afrontar la memoria: ¿queréis materialidad, conservación, didáctica? Ahí la tenéis. El franquismo hecho chatarra. A unos minutos del museo se eleva una Cruz de los Caídos de 13 metros, una de las más monumentales que ha resistido medio siglo de democracia. Cuando la Comisión Municipal de Memoria la incluyó en el catálogo de restos franquistas, miles de personas se movilizaron para salvarla, esgrimiendo opiniones sobre su más que dudoso valor artístico o sosteniendo que era un símbolo cristiano no politizado. Los balcones se llenaron de carteles con “La Cruz no se toca”. Ningún consistorio ha vuelto a plantear su retirada.
¿Por qué la misma ciudad tolera la exhibición del Azor hecho chatarra y defiende con uñas y dientes la cruz de los caídos? La respuesta puede estar en la simbología: veneramos la forma, la imagen, y no los significados. Es el mismo problema que plantea la resignificación de Cuelgamuros. Por la escasa valentía e imaginación de las instituciones, se ha propuesto un parcheo: la configuración del monumento como una muñeca rusa, una sucesión de capas en la que cada cual encuentre lo que vaya buscando. La sociedad de la pulcritud y la obsesión patrimonializadora le niegan al tiempo y a la naturaleza la posibilidad de hacer el trabajo que las leyes de memoria no se atreven a ejecutar: convertir el franquismo en una ruina fantasmagórica. Como hicieron los aliados en Alemania al finalizar la II Guerra Mundial, cuando levantaron pirámides de casquetes con los vestigios de la propaganda nazi. La ruina es la marca necesaria de la derrota.
A nivel institucional, los procesos memoriales en España se han centrado en la codificación legal, como si el recuerdo pudiera imponerse a través del BOE. Según esta lógica, cada Gobierno crea la memoria colectiva que mejor se ajuste a sus intereses demoscópicos. Sin embargo, no es tan sencillo, porque los monumentos y las estatuas, pese a su afán de inmortalidad, caducan. Inaugurados bajo una ilusoria proyección de unanimidad, pronto se convierten en lugares incómodos y disputados.
La tarea de las comisiones de memoria es complicada, más con un régimen que ocupó intensamente el espacio público. El nomenclátor está repleto de referencias del franquismo que hoy han perdido su sentido y de personajes cuyas biografías desbordan la dictadura: algunos fueron demócratas durante la Transición. La historia tiene esas manías: sistematizamos en un relato cabal procesos que fueron inciertos y que no encajan en la horma de las cronologías políticas. Otros vestigios se dan por resignificados sólo porque han cambiado de placa. Tampoco ayudan las expansivas excepciones de las leyes: marcadores históricos, valor artístico y patrimonial y simbología religiosa. A ellas se agarran algunas instituciones para salvaguardar una memoria que no les incomoda. El problema está en haber judicializado y tecnificado disputas que son políticas.
El Gobierno y el Vaticano han acordado conservar la mastodóntica cruz de Cuelgamuros y la continuidad de la comunidad benedictina. Resignificar para que todo siga igual. Hubiera sido interesante conocer la opinión de los católicos. No los que se manifiestan en la calle de Ferraz, sino los que participan en la vida parroquial y las asociaciones asistenciales de la Iglesia. Quizá la Conferencia Episcopal se hubiera llevado una sorpresa, como los periodistas que se acercaron a la basílica de la Macarena tras la exhumación de los restos de Queipo de Llano, que se encontraron con numerosos devotos satisfechos porque los restos del responsable de decenas de asesinatos ya no estuvieran allí. Es probable que muchos cristianos no se sientan cómodos con su símbolo legitimando una terrible dictadura. En cambio, Gobierno e Iglesia han preferido negociar con sobreentendidos y proponer un palimpsesto que está en las antípodas de las políticas de memoria no conservacionistas ni historicistas.
Una presencia pastoral, no política
Fran Otero Fandiño
Que la Iglesia permanezca en el Valle de los Caídos —oficialmente, Valle de Cuelgamuros— no es solo razonable, sino deseable. Esta afirmación se puede sostener sobre una base jurídica establecida en el seno mismo de nuestra democracia, pero también como constatación de la reconciliación realizada durante la Transición y la necesidad de seguir construyendo un futuro en paz. Desde ese punto de partida y hacia ese horizonte debería caminar todo el país, los poderes del Estado y la sociedad civil, entre la que está la Iglesia, pueblo de Dios dentro del pueblo.
Es razonable, por tanto, que la Iglesia, en la iniciativa del Gobierno de resignificar el Valle, defienda, ajena a cuestiones ideológicas, preservar los lugares sagrados y los símbolos religiosos, así como la permanencia de la comunidad benedictina, cuya labor es litúrgica y pastoral, además de educativa, artística y de custodia del patrimonio. Son puntos que se acordaron de forma general en las conversaciones entre el Gobierno y la Iglesia tras la visita de Pedro Sánchez al Vaticano en 2024.
Esta presencia eclesial está justificada legalmente y es legítima, en primer lugar, por la responsabilidad de custodia de un lugar sagrado católico. Así, las actuaciones que se vayan a realizar en el complejo deberían tener en cuenta los compromisos adquiridos y no incorporar, como se hizo de forma unilateral en las prescripciones técnicas para la presentación de proyectos, intervenciones en espacios de culto, como la Capilla del Santísimo, la Capilla del Santo Sepulcro o la cúpula.
Como templo católico, con arreglo a los acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979, se le confiere un carácter inviolable. Llevar a cabo modificaciones en las zonas mencionadas no solo interferiría en los actos religiosos, sino que reduciría a la mínima expresión la especificidad de un lugar que tiene consideración de basílica. Si, además, se había acordado respetar los espacios litúrgicos, parece claro que no cabe intervenir en aquellos que lo son.
Pero la cuestión trasciende lo jurídico o el eventual acuerdo de mínimos, que, en cualquier caso, no son asuntos baladíes. Porque la presencia católica en este lugar supone un cauce y una garantía para que la tentación ideológica —que puede ir en un sentido u otro en función del Gobierno de turno y de sus prioridades— quede al margen, de modo que sea un lugar de memoria que reconcilia. La propia Iglesia sabe de lo que habla, pues miles de fieles, sacerdotes y religiosos perdieron la vida en los años treinta por profesar la fe, ofreciendo el perdón a sus verdugos y siendo semillas de reconciliación.
¿Quién no querría hacer memoria sobre pilares como el perdón, la reconciliación, la entrega desinteresada y el amor? Son valores universales que emergen de la fe cristiana y que, en el caso del Valle, la presencia actual de la Iglesia custodia y recuerda. En sus espacios sagrados se acoge, auxilia y ora. Por todos. A través de la comunidad benedictina, que tiene como lema PAX, se garantiza que se celebre la Eucaristía y se siga rezando por todos los fallecidos en la contienda fratricida y por la paz. Todo esto en un templo, con una liturgia y símbolos religiosos. Un lugar donde se hace presente el mismo Cristo en nuestro mundo. Un Dios, sobre cuya existencia, como bien dijo Benedicto XVI en su discurso en el Bundestag en 2011, se desarrollaron conceptos como los derechos humanos, la igualdad de todos ante la ley, la inviolabilidad de la dignidad humana o la responsabilidad ante los actos propios.
No es imprescindible haber descubierto la fe para reconocer esto, como no se entiende, más allá de sesgos y oportunismos, el rechazo a que la Iglesia y los símbolos religiosos puedan estar en el Valle, en tanto universales a la par que patrimonio cultural de todos los españoles. Esta presencia trasciende ideologías e intereses particulares, es pastoral y no política. No está de más recordar las palabras atribuidas a Tierno Galván, alcalde socialista de Madrid, al ser cuestionado por la cruz de su despacho: “La contemplación de un hombre justo que murió por los demás no molesta a nadie. Déjenlo donde está”. Al respetar los lugares sagrados también se hace memoria y se pone en práctica una sana laicidad.
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