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Tribuna
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El debate | ¿Criticar a los jueces socava su independencia?

Las continuas polémicas por diversas resoluciones en los tribunales han colocado al poder judicial en el centro de la discusión sobre su autonomía

Sede del Tribunal Constituconal en Madrid.

La resolución del Tribunal Constitucional sobre la ley de amnistía y algunos dictámenes del Supremo han desatado tal avalancha de comentarios que se plantea la duda sobre la frontera entre la legítima opinión y la presión a los magistrados

Para el catedrático de Univesidad de Gotemburgo, Víctor Lapuente, cruzar la línea y llegar a esparcir sospechas sobre la imparcialidad de policías y jueces tiene consecuencias peligrosas. Por su parte Mariola, Urrea, catedrática de Derecho Internacional y de la UE de la Universidad de La Rioja, considera que todos todos los poderes del Estado deben estar en disposición de rendir cuentas por lo que hacen y por cómo lo hacen


Con amor a los jueces y juezas

VICTOR LAPUENTE

Fue la crónica de una sentencia anunciada. Todo el mundo sabía no sólo el resultado del fallo del Constitucional avalando la polémica ley de amnistía, sino también el reñido marcador, un 6-4 más fácil que acertar que un set entre Alcaraz y Sinner. Pero eso no fue óbice para que se desatara la cacería habitual contra los magistrados: son títeres sin criterio profesional propio (en este caso, comisarios políticos del gobierno; en otros, marionetas de la derecha) al servicio de una conspiración política (aquí, el blanqueo del golpismo, el asalto definitivo al Estado y el ataque brutal a la separación de poderes; allí, echar al gobierno más progresista de la historia).

Cuando el Tribunal Supremo de EE UU recortó el derecho al aborto, la izquierda norteamericana protestó con vehemencia contra el fallo, pero no cuestionó la legitimidad de unos jueces que, por razón de coyuntura política, ahora son mayoritariamente conservadores. Se entiende que la voz del Supremo es y solo puede ser política, como corresponde al máximo intérprete de la Constitución. En cambio, nuestro Constitucional, en lugar de ser naturalmente visto como un órgano político, se tilda despectivamente de “politizado”.

En EE UU no dijeron que los togados eran una banda de mariachis a las órdenes del ejecutivo. El presidente Trump sí deslegitima a ciertos jueces, acusándolos de formar parte del deep State o Estado profundo —casi una traducción al inglés de “cloacas del Estado”, porque seguramente hemos usado este concepto más que ellos. En esto, no seguimos a los populistas, sino que les precedemos.

Si cambiamos de continente, de EE UU a Europa, y de deporte, de la política al fútbol, vemos que tenemos casi un problema cultural para aplicar la máxima de San Agustín de “con amor a las personas y odio a los pecados”. En otros países, las críticas a decisiones cuestionables de los árbitros, como la mano de Cucurella que el colegiado del España-Alemania no consideró penalti, no son menos intensas que las que se dan en un Real Madrid-Barcelona (o Celta). Siguen abucheando al lateral español cuando juega en un estadio alemán. Pero, más allá de los Pirineos, de un hipotético error arbitral casi nadie infiere una mala fe del colegiado, o una conspiración orquestada. El ánimo crítico no degenera en espíritu conspiranoico. Aquí es difícil que no suceda con cualquier decisión del árbitro de turno, sea en el fútbol, en la justicia o en la CNMC sobre una fusión bancaria.

La disección pública a la sentencia del Constitucional no sólo es legítima, sino necesaria. Sustantivamente, hay temas problemáticos en la ley, como los votos particulares o la Comisión Europea han dejado entrever: de los motivos espurios y la “auto-amnistía” a la erosión del principio de igualdad ante la ley. También algunas actuaciones contra familiares del presidente del Gobierno son cuestionables. Pero inferir una mala intención de decisiones dudosas es un salto cualitativo que, primero, se ha revelado erróneo en la mayoría de las investigaciones: todo apunta a que no eran insidias propias del lawfare, sino presunciones bien fundadas.

Y, segundo, esparcir sospechas sobre la imparcialidad de policías y jueces tiene consecuencias peligrosas. Según el CIS, nueve de cada diez españoles cree que la justicia no es igual para todos. Y, según el Eurobarómetro, entre quienes creen que la justicia funciona mal en España, dos de cada tres lo achacan a las interferencias del gobierno y los políticos. Unas cifras notablemente más altas que la media europea.

Si, como han advertido históricamente expertos en política comparada, como Guillermo O’Donnell, la percepción ciudadana de que la justicia no tiene color político es esencial para la calidad de la democracia, la sociedad española está entrando en un terreno inquietante.

La paradoja es que quienes dicen defender la democracia criticando a jueces supuestamente dóciles (u hostiles) al gobierno, la están socavando con cada ataque personal a los árbitros del sistema. A ver cuándo imponemos el “con amor a los jueces y odio A las sentencias”.


Todos los poderes deben rendir cuentas

MARIOLA URREA

En una democracia ningún poder esté blindado a la crítica, ni tampoco libre de la obligación de rendir cuentas por lo que haga o diga. Algo así no se discute cuando nos referimos al legislativo, ni tampoco al ejecutivo, pero ¿qué pasa con el poder judicial? En España hemos aceptado con naturalidad que la actividad jurisdiccional quede fuera de todo control democrático so pena de interpretar cualquier crítica como un atentado a la independencia judicial. Así ocurre cuando quien plantea el reproche es un miembro del Gobierno, pero también si se hace desde el Parlamento o, incluso, desde un medio de comunicación. De hecho, el CGPJ se ha mostrado muy beligerante para salir al paso de toda opinión que cuestione de manera frontal una decisión o actuación judicial. Pero, ¿qué justifica esta hipersensibilidad del poder judicial a la crítica? ¿no caben más fórmulas de control que las derivadas de una acción por responsabilidad civil, penal o disciplinaria? Y, más relevante aún, ¿se acomoda este planteamiento a las exigencias de una democracia plenamente asentada?

La respuesta a la primera pregunta conecta, claro está, con la necesidad de garantizar a todo órgano judicial un ecosistema libre de presiones para desarrollar su función sin más servidumbre que la que impone conocer el derecho y aplicarlo de acuerdo a los criterios establecidos por la ley. Hasta aquí no hay reparo, máxime cuando esta exigencia se ha visto correspondida con un esfuerzo de autocontención de jueces y tribunales para no deteriorar la percepción de imparcialidad objetiva y subjetiva que legitima su trabajo. Pero sin entrar ahora en esta última cuestión, el debate sobre el alcance de la crítica legítima a la función jurisdiccional pasa por precisar qué debe entenderse hoy por actos de injerencia a la independencia judicial y si la crítica del poder legislativo o ejecutivo a la actuación de aquél son ejemplos de ello. La respuesta, para ser válida, exige un ejercicio sutil de contextualización sobre la madurez del ecosistema democrático en el que dichos poderes interactúan.

Así, limitar la reprobación a las actuaciones judiciales puede ser una fórmula necesaria cuando una incipiente democracia necesitaba apuntalar la estabilidad de sus instituciones. De hecho, la necesidad de proteger este «bien superior» ha configurado en España una suerte de blindaje que libró a jueces y tribunales del reproche directo de actores políticos, pero también de los medios de comunicación. Algo así no solo protegió la función jurisdiccional, también relajó la percepción de quien ejerce jurisdicción sobre la necesidad de justificar sus decisiones más allá de lo estrictamente técnico. En un contexto como el descrito, a los poderes públicos solo les cabía aceptar cualquier decisión judicial que les afectara directa o indirectamente y convertir el anuncio de un derecho al recurso, en la fórmula sutil para evidenciar el reproche. Bajo esta lógica se fueron asentando en nuestra cultura política declaraciones en boca de ministros encaminadas a recordar que “las decisiones judiciales se respetan” y, si se está en desacuerdo, “se recurren”. ¿Cabe solemnizar una obviedad democrática mayor sin ruborizarse?

La jurisprudencia del TJUE ha perfilado bien las injerencias del poder contrarias al Estado de Derecho por afectar directamente a la independencia judicial. Los asuntos que han afectado a Polonia, Hungría, Rumanía, Bulgaria o Malta permiten perimetrar las actuaciones que generan motivo de alerta y preocupación. Se trata de medidas adoptadas por gobiernos y parlamentos que impactan en las condiciones laborales de los jueces, en el modelo de selección o cuestiones vinculadas con el régimen disciplinario, entre otras. En ningún caso se ha planteado un reparo jurídico por críticas de actores políticos al poder judicial. Tal aproximación bastaría para poder resignificar lo que hoy representa la crítica democrática a las decisiones o actuaciones judiciales sin que tal cuestionamiento se percibiera como una vulneración de la separación de poderes. Más aún, en un Estado que por mandato constitucional aspira a ser tan democrático como de Derecho, todos los poderes deben estar en disposición de rendir cuentas por lo que hacen y por cómo lo hacen. Ya no hay justificación que admita blindajes, ni áreas restringidas que impidan a otros poderes suscitar legítimamente una duda, una crítica o un reproche.

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