Por la gloria de Moscoso
El ministro ofreció a los funcionarios tiempo por dinero un año que el IPC subió un 12%. No solo no hubo huelgas, sino que casi lo sacan en andas


Tengo un joven colega —bueno, joven con 40 añazos a la chepa, también te digo, que aquí parece que solo vamos para viejos los boomers— que, hasta anteayer mismo, creía que “Moscoso” era un sustantivo, como “piedra” o “fuego”. Razón no le faltaba. El diccionario de la Real Academia recoge y define la voz “moscoso”, así, con minúsculas, de tal guisa: “En España, día de permiso de libre disposición que tienen pactados ciertos colectivos de trabajadores y funcionarios”. Así que, cuando el 16 de julio, a mi compañero, redactor de Economía para más inri, le tocó dar la noticia de la muerte de Javier Moscoso del Prado, a los 90 años, se le cayeron a la vez los palos del sombrajo y la inocencia del guindo. No le culpo. Para él, los moscosos son parte del paisaje. Nació con ellos puestos.
En 1983, Moscoso, ministro de la Presidencia del primer Gobierno de Felipe González, apagó un fuego con un agua de mayo, aunque no fuera mayo, que no ha cesado desde entonces. Como el Estado no podía repercutir la subida del 12% del IPC en el sueldo de los funcionarios de ese año, les ofreció, a cambio, seis días de asuntos propios. Tiempo por dinero. No solo no hubo huelgas, sino que casi lo sacan en andas por una audaz iniciativa que luego han seguido muchos convenios colectivos. Los moscosos, o los chupetines, como los llamamos por razones obvias en mi empresa, son esas treguas en la batalla del trabajo que te permiten cosas como poder ir al entierro de tu tío abuelo del pueblo sin ser familiar de primer ni de segundo grado. O acompañar a tu madre a la quimio sin sacrificar vacaciones. O sacrificar y velar al perro que te ha acompañado durante 17 años de tu vida. O, qué demonios, estar contigo mismo y tus circunstancias cuando lo necesitas.
Ahora que Francia va a eliminar dos días festivos del calendario para rearmarse y cumplir con sus compromisos con la OTAN, y aquí y ahora todavía hay trabajos donde tienes cinco minutos tasados para ir al retrete y, si la cosa viene dura, pasa el encargado a preguntar cuánto te falta, el legado de Moscoso se hace aún más enorme. Cuenta su hijo que murió plácidamente en su casa de vacaciones de Jávea y que la víspera se había bañado en el mar y libado su whisky en el chiringuito. Qué buena herencia. No hay ducado ni marquesado ni toisón de oro que iguale el patrimonio de ver tu apellido reconocido por la Santa Madre RAE como epónimo de la felicidad de tomarse un respiro. No se me ocurre mejor forma de pasar a la Historia.
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