Adictos virtuosos, humanos tóxicos
La estrategia de los creadores de contenidos digitales consiste en generar algo más fuerte que nuestra voluntad. Sin embargo, necesitar emocionalmente a una persona resulta sospechoso


Acabas de empezar este artículo y todo mi afán es que lo termines. Hay algo más difícil aún: que lo leas sin interrupción. En papel es más fácil, pero si lo lees en el móvil, lucho contra anuncios, notificaciones y todo tipo de invasiones que hacen de la lectura una experiencia incómoda. Quizá justo ahora asome a tu pantalla una alerta de última hora de este periódico: EL PAÍS distrayéndote para que dejes de leer EL PAÍS y vayas a leer EL PAÍS. No se puede negar que la competencia por nuestra atención es descarnada.
Será por eso que cuando encontramos una serie, un libro, una película, que concita toda nuestra atención durante unas horas, hasta el punto de hacernos olvidar otra pantalla, la recomendamos sin dudar. Por eso un “no podía dejar de leerlo”, es el mejor elogio para un libro. Si una serie nos roba horas de sueño, excelente. Y si domina nuestra voluntad, nos atrapa, nos secuestra, entonces hemos alcanzado el nirvana de los ciudadanos reducidos a espectadores en la economía de la atención: el sometimiento.
Sentirnos esclavos del contenido es una celebración, que promueven de forma oportuna el marketing del ocio y los medios. En una noticia titulada “los nueve libros más vendidos de diciembre de 2024”, encuentro “un thriller psicológico profundamente adictivo”. La revista Fotogramas celebraba en un titular las “15 series adictivas de HBO Max que enganchan”, con doble tirabuzón semántico para enfatizar la dependencia. Si nos dicen que un contenido “te enganchará desde el primer momento”, corremos a entregarnos a él. Nuestro deseo de engrosar la categoría de espectadores-vasallos tiene un motivo. Mientras nos absorbe una serie, no vagamos entre vídeos de dos minutos que hacen papilla nuestras neuronas. Mientras dura el enganche con un libro, no estamos dispersos en las aguas superficiales de la Red.
La estrategia de las grandes plataformas y de los pequeños creadores de contenido web es la misma: generar un contenido más fuerte que nuestra voluntad y nuestra somnolencia, un contenido cuyo consumo no podamos controlar, sino que nos controle a nosotros. Es decir, una dependencia.
En las adicciones digitales somos siervos voluntarios, como los definidos por Étienne de La Boétie en el siglo XVI. No sé si, como él sostenía, el sometimiento a los tiranos es culpa de los sometidos, pero desde luego la esclavitud digital no se sirve de la fuerza: solo del encanto, la subyugación, nuestro inocente deseo de distraernos y a la vez concentrarnos en una sola cosa. No sólo consentimos en atiborrarnos de “contenido”, sino que nos regocija encontrar la serie que nos anestesie, para escapar del mundo mientras dure el atracón. Hemos incorporado los hábitos de la economía de la atención con tanta rapidez que la palabra “aburrirse” está cayendo en desuso.
Siempre hay un nuevo video de TikTok o de YouTube que puede contribuir a nuestro “cerebro podrido”, ese brainrot que fue palabra del año en 2024. La putrefacción mental nos hace olvidar cómo era sentir la auténtica autonomía mental, o dicho con la gravedad que le puso De La Boétie: el “delicioso sabor de la libertad”.
Entretanto, los vínculos humanos se debilitan. Si sumamos las horas de ordenador, televisión, tablet y móvil, nuestro hábitat natural ha mudado: ahora es la pantalla, un lugar sin el riesgo de la conversación, que presenta el gran inconveniente de no poderse editar. Nuestros días transcurren en un extraño territorio moral, en el que ser adicto a Netflix es un orgullo, pero necesitar emocionalmente a una persona, resulta sospechoso: o bien el otro es una persona tóxica, o bien una misma corre el riesgo de caer en la dependencia afectiva (algo que revela una debilidad intolerable).
Hacerse adicto a un contenido revela virtud. Admitámoslo, sin esas adicciones virtuosas no funcionaría la economía de la atención. Lo tiene claro desde hace tiempo el consejero delegado de Netflix, Reed Hastings: “Al final, estamos compitiendo con el sueño”, dijo. Se le olvidó añadir que también supone una dura competencia para la amistad, el amor y el llevarse bien con los vecinos. Nuestra necesidad de conectar con otros y mantener relaciones auténticas pertenece a la vieja economía de siempre: la de los bares. Se monetizan los medios pero no el cariño entre personas, ya que si se monetizara dejaría de ser cariño.
La mayor paradoja es que mientras celebramos las adicciones digitales, etiquetamos como tóxicas las necesidades emocionales. Necesitar una serie que enganche está bien; necesitar ser queridos de forma incondicional por nuestra pareja… Um, esto ya tiene aristas problemáticas. Tal vez revele una debilidad en nuestro carácter, una relación de dependencia afectiva, o que el otro es un tóxico. Entretenernos siempre será celebrado, ahora bien, cuidado a la hora de vincularnos a la complejidad de otros seres humanos… “Bajo el tirano, han sido totalmente despojados de la libertad de obrar, de hablar y casi de pensar, y permanecen aislados en sus fantasías”, nos dice De La Boétie. Pero no le damos pena. Estaba convencido de que no deseamos la libertad, porque si la deseáramos, la tendríamos.
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