Regresión ético-cívica
¿Vamos a tirar por la borda logros civilizatorios indudables como el respeto de los derechos humanos por la iniquidad de algunos responsables políticos?


Esta ha sido la semana de lo de Torre Pacheco y también la de la imputación del exministro Montoro. Todavía no nos habíamos recuperado de los escándalos del trío Koldo/Ábalos/Cerdán, tan cercanos en el tiempo, cuando aparece el recordatorio de lo que cada vez se nos antoja más como una línea de continuidad en quiebras flagrantes de la ética pública. Por parte de “los de arriba”, claro está. Lo de Torre Pacheco, la llamada a emprender una “cacería humana” contra inmigrantes, cae también bajo algo parecido, otra ruptura incontestable de la convivencia cívica. En este caso, por parte de “los de abajo”, aunque los acontecimientos fueran instados por reclamos de irresponsables dirigentes políticos. El hedor que todo ello desprende es casi insoportable y mete a nuestra democracia en un ambiente irrespirable de acusaciones cruzadas sobre a quien quepa imputar la responsabilidad última de esta degradación.
Tengo para mí que, en mayor o menor medida, todos lo somos. Cada cual pone sordina a los escándalos propios y exagera o magnifica los ajenos. Lo que impide una auténtica resistencia frente a esta infamia es la polarización, la situación perfecta para que siempre encuentren un alivio los devaneos de los nuestros. Y, por tanto, para diluir responsabilidades aludiéndose a la tragedia de que se beneficien los otros. El partidismo como bálsamo que cura las ignominias del sistema. Si mañana el Gobierno fuera reprendido en el Parlamento por sus recientes escándalos, respondería con el caso Montoro, y viceversa. En realidad, deberían dejar esas tretas retóricas tan gastadas o el recurso a medidas o reformas puntuales y recordar que el único paliativo es la asunción de responsabilidades acompañadas de alguna que otra dimisión catártica y la cooperación interpartidista para implantar otra cultura política.
Se ha dicho que este espectáculo de degradación continua favorece a la antipolítica, a los Abascal/ Alvise/ Orriols de turno. Por lo que dicen las encuestas, algo de eso hay. ¿Pero puede ser el odio, el combustible del que se nutren sus representantes, una alternativa a lo existente? ¿Vamos a tirar por la borda logros civilizatorios indudables como el respeto de los derechos humanos por la iniquidad de algunos responsables políticos? Si hay algo positivo en lo ocurrido en Torre Pacheco, en ese conato de pogromo, eso que Canetti llamaba la acción de las “masas de acoso”, es que ha permitido sacar a la luz la visceralidad tribal de sus representantes. Quien piense que ahí puede haber alguna alternativa es que está ciego o le obnubila la animadversión hacia el otro.
No deja de ser curioso cómo en estos momentos de acelerado progreso tecnológico asistimos a la vez a una profunda regresión ética. Han rebrotado algunas de nuestras pasiones más atávicas, como el odio tribal o la codicia, la fuente tradicional de la corrupción, eso que los griegos llamaban pleonexia, la hybris o deseo desmedido de riquezas, honores y poder. Bajo esas condiciones el sentimiento de convivencia cívica se desmorona. Lo observamos ya en este mundo tan inclinado hacia la hegemonía de las plutocracias y con tintes darwinistas, como los Estados Unidos de Trump, pero comienza a expandirse también por otros sistemas democráticos. Signos de esta corrosión de la democracia, de la cultura cívica que la sostiene, son la indiferencia creciente ante las injusticias, la ya aludida permisividad ante los desmanes de los nuestros o la profunda ausencia de solidaridad ante quienes se van dejando atrás. El mal comienza a arraigarse en la sociedad y me temo que la solución solo puede venir de ella, de la toma de conciencia del rumbo que entre todos hemos emprendido. Esto no va solo de la política o los políticos.
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