Torre Pacheco y la histeria narrativa
Para la extrema derecha, la localidad murciana no es un lugar real sino un set de rodaje para la próxima temporada de su serie personal

Como colonos llegando a tierras lejanas para extraer oro o especias, un nuevo tipo de saqueadores recorre España buscando algo muy valioso en la economía digital: conflicto emocional. Quiles, Desokupa, Hamburguesito98… llegan a Murcia con la misma maleta: cámaras, micrófonos, la necesidad desesperada de contenido que monetizar. Torre Pacheco no es un lugar real con sus problemas y habitantes, sino un set de rodaje para la próxima temporada de su serie personal: “España colapsa: denme su dinero”. El modelo de negocio es simple: su audiencia no paga por análisis político sino por melodrama. El pueblo se convierte en su plató particular. A las 19:30, Desokupa sale del garaje circulando lento para las cámaras; a las 19:45, Quiles da una rueda de prensa y explica su “retirada heroica”; a las 20:30, hablan influencers que ningún vecino conoce. Cada movimiento está pensado para generar clips virales. Los vecinos son extras de un show sobre su propio municipio protagonizado por forasteros.
El show pierde fuerza y cambian el relato: la policía nos echa, el pueblo está adoctrinado, los medios manipulan. Se victimizan, culpan a la población, atacan a los testigos. La narrativa se adapta para mantener la coherencia del producto. No hablan de problemas migratorios sino de su lucha personal contra el sistema. Su audiencia no es pasiva, son soldados digitales de una cruzada. Sin drama que alimentar, buscan el siguiente “epicentro del odio” y Torre Pacheco vuelve a su ritmo habitual, como si nada hubiera pasado. Turistas del conflicto, llegarán a otro pueblo a crear la siguiente “crisis nacional” y cada trance fabricado aumentará la polarización, creando una simbiosis tóxica entre influencers y medios que amplifican las narrativas ultras, validándolas como fuente de conflictos auténticos mientras la gente acaba sin saber en qué confiar. Los políticos reaccionan a pseudoeventos, distraídos de los problemas reales, generando más fatiga democrática. Los ciudadanos, agotados del drama constante, desconectamos de la política real.
Vivimos un ciclo de dependencia mutua. Los influencers crean contenido polémico, los medios lo amplifican y prende, sobre todo en los jóvenes. Los ultras ofrecen una sensación de control: “Deportaciones masivas” es un eslogan simple, comprensible, parece ejecutable. ¿La respuesta? Datos y condena moral: eres un racista. No hay más que contar. Del lado progresista hay historias potentes para mujeres y minorías, pero un abismal vacío narrativo masculino que Vox llena con nostalgia, señalando un rostro al que odiar y la promesa de restaurar el orden natural. Frente al lenguaje inclusivo y la sensibilidad de género sirven en bandeja chivos expiatorios: enemigos claros.
A la crisis de sentido se suma la precariedad: menos oportunidades, vivienda inaccesible, trabajo precario y futuro incierto. Los ultras capitalizan la frustración sistémica, pues nada sucede en el vacío. Es como cuando pagas tu seguro durante años y, cuando lo necesitas, descubres la letra pequeña, exclusiones, trámites interminables. No está cubierto, falta un documento, espere seis meses. Cuando alguien dice “las aseguradoras son una estafa, quemémoslas”, ese discurso valida tu experiencia: sí, te han estafado. Los ciudadanos pagamos nuestras cuotas democráticas ―votos, impuestos, confianza―, pero cuando necesitamos que el sistema funcione (sanidad, vivienda, futuro) descubrimos que no está cubierto. Nos explican que es muy complejo, que hay marcos normativos, que seamos pacientes. Y ahí encuentra Vox su oportunidad.
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