Hacer la ley, hacer la trampa
Mi padre nos repetía las cosas como si fuéramos tontos, y lo éramos, sin duda, porque a pesar de pasarse la vida diciéndonos que el problema de España era la corrupción, jamás dimos crédito a que la cosa fuera sistémica


Fieles como somos al telediario de Alejandra Herranz nos sentamos cada día ante la tele sabiendo que nos acordaremos de mi padre. Es inevitable. Mi padre nos repetía las cosas como si fuéramos tontos, y lo éramos, sin duda, porque a pesar de pasarse la vida diciéndonos que el problema de España era la corrupción, jamás dimos crédito a que la cosa fuera sistémica. O tal vez es que las palabras de un padre no resuenan en la memoria hasta que se ha ido. Pero vuelven siempre como una resaca del recuerdo: hija mía, esto ya lo decía yo. Había otro detalle que solía añadir y que me sacaba de quicio. Decía mi progenitor que él podía decir bien alto y con orgullo que jamás había metido la mano en la caja. A mí me daba coraje que presumiera de algo tan común como no robar, y que convirtiera su honradez en un hecho extraordinario. Pues bien, de alguna forma era un hecho excepcional eso de ser honrado en el proceloso hábitat de las grandes obras públicas y más para un hombre que había llegado a un puesto relevante sin más ayuda que la de su inteligencia.
Ya lo decía el añorado economista Emilio Ontiveros, “¡Qué habría sido de España sin los contables!”. Porque no eran pocas las ocasiones en que la poderosa corriente de corruptos y corruptores tentaba a quien tenía que cuadrar los números a ser cómplice y partícipe: ahí es cuando el auditor debía ser antipático y optar por la honradez. Por eso el padre jubilado trataba de explicarte a ti, hija distraída, lo difícil que es en esta vida no participar de la fiesta cuando la fiesta es tan jugosa. Es curioso que su hermano, el coronel, no llegara a general tras la jubilación (algo que sucedía de manera casi automática) por las diferencias que venía manteniendo con Roldán, aquel que se hizo rico con los fondos reservados. El peligro crucial de todo esto es que abocan a los ciudadanos a concluir que los políticos son corruptos, y no es exactamente así, es esta una cultura de golpes de pecho, ligada de manera estrecha a la hipocresía católica, que es capaz de tolerar los tejemanejes y las corruptelas como algo inevitable, algo que se permite y se comprende, no ya en el ámbito político, sino en el cultural, en el social o periodístico. Ya se sabe, estamos aquí para defender lo nuestro y a los nuestros. De esa inercia, pocos se libran.
Cierto es que en el mundo de los corruptos hay clases: hay corruptos cuya oficina es un calco de la de Pepe Gotera y Otilio, y hay otros que para beneficiarse no dudan en cambiar las leyes y hacerlas a la medida de ese universo de privilegio en el que nacieron, crecieron y se desarrollaron, gente que solo quiere tener a un contable para que les cuadren las cuentas a su gusto, porque estos, los contables, son personas que deben domesticarse, allanar el camino a esos que teniendo mucho aún quieren poseer más.
No creo que la honradez se lleve en la sangre. Es posible que las arengas de mi padre nos hicieran mella, pero también influía el añadido melodramático: nos advertía de que antes de entrar en la cárcel o en un juzgado uno debería suicidarse. Te dicen eso de niña en la mesa y se te queda el bocado atravesado, sobre todo cuando a pesar de semejantes amenazas el señor mítico del Corte Inglés que se llevaba a los ladronzuelos al cuartillo te había pillado con el azúcar del donuts en los labios. El policía de niños perdonó aquello de robar para comer. Quiero decir que cuando la izquierda a la izquierda presume de honradez y asegura que personas de su tacha jamás meterían la mano en la caja, ni recomendarían a nadie, ni favorecerían a un amigo, ni premiarían a uno de los suyos y todos los etcéteras posibles deberían pensar que esto no va de que tú o yo no robemos sino de mejorar el sistema de control, de hacerlo transparente, de defender al funcionario para que le cuadren las cuentas y no pase un mal rato observando cómo sus superiores hacen la ley y hacen la trampa.
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