La mayor victoria de Pedro Sánchez
Esto no da más de sí: por el bien de su partido, de la izquierda y de la democracia, el presidente a quien muchos votamos debería dimitir


¿Debe dimitir el presidente Sánchez? Sin ambages: sí. Lo ha dicho Podemos, pero lo saben todos los partidos que apoyan al Gobierno, empezando por el PSOE: carece de legitimidad para gobernar un presidente cuyos dos colaboradores más estrechos durante una década están siendo investigados por integrar una organización criminal (uno de ellos acaba de ingresar en prisión), sin olvidar que también investigan por otros delitos a su mujer, su hermano y el fiscal general del Estado. El 7 de noviembre de 2023, el primer ministro socialista portugués, António Costa, abandonó su cargo en cuanto se supo que dos personas de su entorno político habían sido detenidas; Costa, actual presidente del Consejo Europeo, justificó así su dimisión: “La dignidad de las tareas de un primer ministro no es compatible con ninguna sospecha sobre la integridad, el buen comportamiento y menos aún con cualquier tipo de acto delictivo”. Al margen de las consecuencias políticas de la decisión de Costa, esto es una evidencia.
El presidente Sánchez afirma que no dimite porque entregar el Gobierno a la derecha y la ultraderecha sería “una tremenda irresponsabilidad”. La frase comporta el reconocimiento de que está gobernando sin el apoyo de la mayoría social, lo que resulta inquietante: ¿en democracia no debería gobernar quien cuenta con el respaldo de la mayoría, nos guste o no? ¿O preferimos que gobiernen los nuestros, aunque se hallen en minoría? ¿Qué es más importante: la izquierda o la democracia? Más aún: ¿sigue siendo izquierda una izquierda que cree en la democracia solo a ratos y solo si le beneficia? Yo no pienso que la izquierda sea moralmente superior a la derecha —esa es la idea más venenosa de cuantas circulan por el mercado político español, sobre todo para la propia izquierda—; yo pienso que la izquierda lleva razón por un hecho irrefutable, y es que décadas de socialismo democrático han engendrado en el norte de Europa las sociedades más prósperas, libres e igualitarias del mundo (si no de la historia); yo soy de izquierdas porque aspiro a que España sea una Noruega del sur, con sol y tapas. Pero, si la izquierda se desentiende de la democracia (o si su compromiso con ella se vuelve evanescente o retórico), deja de ser izquierda: la democracia es la condición de posibilidad de la izquierda; la radicalidad de la izquierda depende de la radicalidad de su compromiso con la democracia.
Dicho esto, es obvio que el argumento del presidente Sánchez contiene dos falsedades. La primera es que su Gobierno constituye el antídoto contra la ultraderecha. No es así: no porque, como dicen las encuestas, los escándalos del Gobierno estén engordando a la ultraderecha, sino porque la ultraderecha participa ya en el Gobierno; quien no lo sabe es porque no quiere saberlo: JuntsxCat procede de un partido de derecha que el procés transformó en un partido de ultraderecha (y haber hecho de ese partido un puntal básico del Gobierno fue el error original de la legislatura, lo que la volvió casi impracticable desde el primer día). La segunda falsedad es que PP y PSOE (e incluso Sumar) son partidos incompatibles entre sí, que poseen proyectos políticos del todo contrapuestos y abogan por modelos de sociedad antagónicos. A juzgar por las broncas apocalípticas que sacuden el Congreso, parece verdad; pero no es verdad: la prueba es que, cuando cambian los gobiernos, no se produce nada parecido a cambios de régimen o alteraciones drásticas en las políticas fundamentales; la prueba es que PSOE y PP llevan décadas gobernando coaligados en Bruselas, donde ambos toman conjuntamente en torno al 70% de las decisiones que nos afectan a todos (han leído bien: en torno al 70%).
Sobra decir que, si el presidente Sánchez dimitiese, no sería necesario que convocara elecciones, como pretenden PP y VOX; bastaría con que dejase su lugar a otro dirigente socialista, alguien capaz de obtener la confianza del Congreso, dar un sacudón al Gobierno y al PSOE, sacarlos del mal paso en que la corrupción y el abuso de poder los han hundido y permitirles llegar en las mejores condiciones posibles a las elecciones de 2027. Fuera cual fuese el resultado de estas, habría muchas maneras de impedir el acceso de la ultraderecha al poder, sin excluir la preferida por la mayoría de los españoles, de nuevo según las encuestas: no necesariamente un gobierno de gran coalición a la alemana, pero sí un entendimiento condicionado, variable y temporal entre PSOE y PP, que no cambiase el rumbo básico de la política económica y social —una política que ha dado buenos resultados, aunque no sea tan progresista como pregona el Gobierno ni como algunos desearíamos— y que acometa de una vez por todas las grandes reformas que el país necesita y que solo se pueden llevar a cabo mediante grandes acuerdos entre los dos principales partidos, empezando por una reforma que reduzca a lo irrelevante la corrupción (miente quien diga que eso es una quimera: las mejores democracias lo han conseguido; la clave no consiste en cambiar a los malos por los buenos, como creen o fingen creer los predicadores de la superioridad moral de la izquierda: la clave consiste en cambiar el sistema para impedir que incluso los buenos se conviertan en malos). Hay muchas fórmulas más, ya digo, pero me parece claro que, ahora mismo, ninguna incluye que el presidente permanezca en La Moncloa; al contrario, salta a la vista que, cuanto más tarde en dimitir, peor para la izquierda, mejor para la ultraderecha, peor para todos: con el país entero en vilo, pendiente de quién será el próximo corrupto que aparece en los audios de los corruptos, aumenta a diario el desprestigio nacional e internacional del presidente, de la izquierda española, de la democracia española. Esto no da más de sí: por el bien de su partido, de la izquierda y de la democracia, el presidente a quien muchos votamos debería dimitir.
¿Dimitirá? Lo único que desde Homero sabemos con certeza sobre el poder es que tarde o temprano nubla el entendimiento de quien lo ejerce, impidiéndole ver lo evidente (también sabemos que es muy difícil que quienes lo rodean le digan la verdad: el poder segrega aduladores); el anillo de El Señor de los Anillos, ese objeto que trastorna al que lo posee, es una metáfora demasiado palmaria de una verdad inapelable. Además, los acólitos, turiferarios y socios del presidente harán cuanto puedan para que no dimita, porque su prosperidad depende de ello. Así que todo sugiere que no dimitirá y que a los ciudadanos nos esperan meses agónicos, durante los cuales el presidente, su partido y su Gobierno se desacreditarán todavía más de lo que están, cosa que significa que tardarán mucho más tiempo en recuperarse del descrédito (y que la ultraderecha se acercará cada vez más al poder). La perspectiva es desoladora. Algunos aseguran que el presidente permanecerá a toda costa en La Moncloa porque, ante el temor de que su nombre aparezca en los audios de los corruptos, necesita para protegerse todos los instrumentos que la presidencia proporciona. Me niego a creerlo: eso significaría que ha dejado por completo de pensar en su país y ya solo piensa en sí mismo. Sería la peor forma de darles la razón a sus peores enemigos; entregarle el relevo a una persona que pueda tomarlo, en cambio, sería la mejor forma de quitársela, demostrando a todo el mundo que, al margen de los errores que haya cometido, siempre buscó lo mejor para su país; también sería la mejor forma de reivindicarse a sí mismo, como político y como persona. O quizá, a estas alturas, la única que le queda. Su aparente derrota sería su mayor victoria.
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