Puerto Sherry como meca del pijerío de fiesta: “No somos pijas, sino bien vestidas”
Cuatro ‘beach clubs’ de El Puerto de Santa María, en Cádiz, se convierten en epicentro del tardeo en España mientras los vecinos denuncian las molestias del turismo de borrachera

Elena, Pepi, Paula y Sara se bajan de un taxi poderosas y maqueadas de punta en blanco. Vestidazos de colores complementarios —verde, corinto, blanco y rosa—, pendientes y colgantes dorados, bien de maquillaje y sandalias de tacón. Cualquiera diría que el calor de las cinco de la tarde no pesa como una losa. Pero la fama nacional de los cuatro beach clubs de Puerto Sherry (El Puerto de Santa María, Cádiz) es que o vas bien arreglado o no pasas de la puerta. Así que ellas no se la han jugado: vienen en tren desde Córdoba dispuestas a estar 13 horas de fiesta y no quieren imprevistos. Escoger modelito ha costado lo suyo, confiesa Elena, pero dan el pego. Aunque Pepi aclara por si acaso: “No somos pijas, solo bien vestidas. Es que si no aquí ni entras”.
Entre 7.000 y 10.000 jóvenes se afanan en disfrutar, despreocupados, en una de las mecas del pijerío de fiesta del país de este verano. El ambiente es pura contradicción. Jóvenes de entre 18 y 30 años se torran al sol en un botellón entre coches y pinares cercanos a la playa, pero no hay nadie en bañador. Es un martes en mitad del verano, aunque más bien parece sábado, para desesperación de más de un vecino. Van casi uniformados: ellos, en pantalón largo y camisa, preferiblemente de lino y de tonos claros; ellas, con vestidos o dos piezas, enjoyadas y maquilladas. Es evidente que no todos son pijos, aunque parecen aspirar a ello o, por lo menos, a querer disfrutar como tal. Vienen aleccionados tras decenas de vídeos de influencers que, en TikTok, marcan el código de vestimenta de los codiciados chiringuitos a los que accederán poco después. “Y eso que en la entrada solo dice ‘etiqueta casual’. Se referirá a que es de bautizo y no de boda”, tercia Pepi entre risas, mientras saca de su bolso una botellita de agua rellena de ron.
“En este negocio, lo que no consigues que sea aspiracional no perdura en el tiempo”, avanza uno de los responsables de tres de los cuatro chiringuitos de la zona, Álvaro Pombo, que, con todo, elude la etiqueta de pijos que le achacan a sus clientes. Entre sus tres locales, PhiPhi Beach, Playa Canalla y Blu, además del Margarita, de otro propietario, han conseguido asentar un modelo de tardeo que comenzó a hacerse conocido en aquellos tiempos de pandemia en los que las restricciones horarias y el ocio al aire libre marcaron a una generación, la Z, que se incorporaba a la vida adulta. “El tardeo no lo inventamos nosotros, ya existía desde antes, pero tras la covid nos lanzamos a arriesgar un poco más, profundizar en la idea e invertir fuerte para que los locales estuvieran también bonitos por el día, y que al público le apeteciera venir”, añade Pombo, propietario junto a sus hermanos de más de 25 locales de hostelería entre Cádiz y Sevilla bajo la marca de Grupo Banban.
Cada espacio tiene su rollo. El Blu luce repleto de chavales recién cumplida la mayoría de edad con camisas desabrochadas hasta la mitad y peinado desordenadamente perfecto. El Playa Canalla sería para sus hermanos mayores, esos que se escapan de Madrid o Sevilla cuando su trabajo o doble grado se lo permite. El PhiPhi, el más antiguo desde 2017, es el más transversal y objeto de codiciado deseo por todos los presentes, junto al Margarita. La criba de quien entra y quien no ya comienza en la venta anticipada de entradas que hacen los relaciones públicas, seleccionados expresamente para atraer a un público objetivo concreto. Pero termina en los miembros de seguridad de la puerta. “No es un ambiente pijo, pero no hay canis ni gente en bañador. La gente se cuida para venir aquí porque acuden para ligar, para gustar”, defiende una persona cercana a la gerencia de los locales que pide anonimato.
Pijo ¿aspiracional?
Eustaquio Gutiérrez, estudiante malagueño de 18 años, está de acuerdo en lo de que viene “a pillar cacho”, pero no en que no sea un ambiente cuidadosamente escogido para él, que se considera pijo. “El ambiente es buenísimo, es de nuestro rollo”, asegura, acompañado de Mario, Antonio y David, todos de la misma edad, formación y estilo. Gutiérrez asegura que tiene amigos que se disfrazan de lo que no son para poder ir a Puerto Sherry, pero, a punto de acceder a Blu, no está para entrar a definirse. Entre otras cosas porque el apelativo pijo tiene tantas connotaciones y matices que bien dio para que la periodista Raquel Peláez escribiese su ensayo Quiero y no puedo. Una historia de los pijos de España. Hay de muchos tipos —de Vox, de cuna, pijipi y creativo, identifica Peláez—, pero quizás la clave está en “que todas las categorías pijísticas tienen que ver con lo aspiracional, es decir con el deseo de aparentar la posición social a la que se aspira, la que se desea, se ocupe realmente o no”.
PhiPhi, por dentro, es la encarnación simbólica de ese deseo. Lo que el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen llamó con tino el mecanismo de emulación pecunaria o “lo que lleva a las clases sociales inferiores a consumir para intentar imitar a las superiores”. Vestido para la ocasión —sí, el reportero se vistió también de lino por si las moscas—, por un precio que va de 15 a 30 euros por entrada, más 9,50 la copa, uno penetra en un universo en el que todo es atractivo a la vista, colorido, cambiante (la decoración muta cada día) y, sobre todo, instagrameable. La baja valoración de sus reseñas en Google Maps da pistas de la frustración que produce haberse quedado en el camino de esa dulce emulación. “Solo comentan los reventados que no han podido entrar”, defiende la misma persona cercana a los locales.
“Al final, uno suele salir donde se encuentra con su entorno, con gente de su edad, con personas afines en gustos, música, ropa…. Podemos decir que la gente se encaja ella sola, uno solo hace ayudar a que se encuentren”, apunta Pombo, como resumen de esa estrategia medidamente buscada que parece haber salido bien en ese rinconcito de Puerto Sherry, una urbanización que ya de por sí representa todo ese mundo aspiracional que se vive dentro de los locales. El idílico entorno, que todavía se cura las heridas de esa crisis del ladrillazo de los 2000, nació en los años ochenta en torno a un puerto deportivo como refugio más asequible para una clase media-alta que no podía permitirse parar en el lujoso residencial de Vistahermosa.
La carretera entre pinares de ese enclave es un peregrinar de chicos vestidos “de bautizo”, que diría Pepi. La mayoría habrá llegado horas antes a El Puerto cargados de maletas y looks en perchas (para que no se arruguen), a la caza de un apartamento turístico. Habrán soltado el equipaje, repostado víveres y alcohol en el supermercado más cercano, se habrán cambiado y buscado a primera hora de la tarde el codiciado taxi que les lleve a vivir su experiencia de verano. Terminado el tardeo, otro taxi o bus de vuelta para seguir la marcha nocturna, ahora en discotecas del centro o de Vistahermosa que son propiedad de esos mismos beach clubs.
“Lo que es bueno para unos es malo para otros. Esto es un turismo barato. El dinero que dejan es en Mercadona o aquí”, se queja Miguel Ángel Gónzalez, vecino y taxista que acaba de hacer la enésima carrera del centro a Puerto Sherry para dejar a otro grupito de chavales. No es el único disconforme. Apenas un día antes, ese mismo aparcamiento que sirve de botellón previo acogió una manifestación en la que más de un centenar de vecinos gritaron “¡basta ya!” al turismo de borrachera. Se quejaban de los problemas derivados, desde la proliferación de taxis pirata —los oficiales son incapaces de absorber tanto flujo de personas—, el ruido, las peleas y la suciedad de madrugada en las calles o el aumento de viviendas turísticas ilegales.
Pombo, consciente de que los ánimos están caldeados, hace mutis ante esas quejas. Desde el entorno de los locales se defienden alegando que lo suyo “no es turismo de borrachera, ya que en los locales no se hace promoción del alcohol”. “La gente hace botellón, pero no se nos puede atribuir esos daños colaterales”, alegan, mientras sacan pecho de haber colocado a El Puerto en el mapa del turismo nacional y portugués. Tanto que este año los números de clientes han crecido con respecto al anterior y ya van cinco de aumento constante desde la pandemia. El fenómeno aún no da síntomas de agotamiento en un sector, el del ocio, que se mueve por modas constantes. En la meca del pijerío juvenil del tardeo se quedan con eso, no quieren oír hablar de problemas. Solo cabe la belleza, eso sí, siempre que vaya vestida con camisa pastel de lino.
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