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polvo de verano
Columna
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Polvo de verano: ‘La avidez’, por Elizabeth Duval

Una reunión de amigos y sus parejas al borde del mar. Los papeles repartidos y la sensación de ser inmortales. El agua, el sol, el alcohol y una pregunta como contraseña: “¿No es divertido ver cómo transforma el apetito a las personas?”. La respuesta son caricias y, al fondo, la timidez o tal vez la culpa

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Elizabeth Duval

Siempre hay un desliz, un instante en el que el otro desvela sin quererlo o queriéndolo que contra ti se sublevaría y de golpe en sus ojos no sólo es visible un reflejo, sino también el hambre. Es como darte cuenta de la estrategia que seguía desde que empezó la partida: ha cambiado algo y su mirada ahora baja a la boca y después la evita. No es un roce de los dedos, porque entonces sería en el tacto demasiado evidente, más bien aleación de avidez y cautela líquida. Queda la duda de por qué una no lo ha captado antes, duda luego suplantada por la conciencia de que antes quizás ese arrebato de voluntad no existía, o no aún: qué puede hacerse al encontrar la fuente de energía hasta entonces desconocida, a cuántos pueblos de costa podría proveer de luz sin esfuerzo, acaso serviría para escapar de la muerte, del mar, del frío; podría yo deshacerme en esas manos.

El bochorno era más soportable en movimiento, pensábamos, sentados en una furgoneta roja de otra época cuyos cinturones de seguridad no habían sido capaces de proteger a nadie, nunca, ni en esta vida ni en otras. Mi amigo Luis conducía feliz, como lo es quien está a punto de ser padre primerizo y vuelve a ver el futuro como una promesa. Ni Carlos ni yo lo habíamos visto en bastante tiempo, con menos frecuencia desde que el amor y una plaza de profesor de Filosofía de la Mente en la UAM Iztapalapa lo habían mexicanizado por completo. Rebeca, su mujer, nos esperaba en la casa de Port de la Selva, con una pamela que la hacía parecer guiri y no latina, la tripa por seis meses hinchada y las toallas preparadas para abalanzarnos sobre la espuma. Escaseaban los días por delante y temíamos que tras el amanecer soplara la tramontana. No podíamos perder el tiempo. Como todavía éramos jóvenes, pensábamos que nos sobraban neuronas que ahogar con cerveza y ratafía. Bromeábamos, creyéndonos listísimos y casi guapos; hacíamos planes para la próxima hora, cuando ya se hubieran secado nuestros cuerpos al sol; dejábamos que cayera la noche y volvíamos a la furgoneta para cenar pollo tandoori en un restaurante-cueva a las afueras. En todas las fotos que guardo aparecemos sonrientes, radiantes como inéditos dioses del mundo; nos encontrábamos gatos silvestres y les dábamos nombres nuevos.

Tuvimos suerte: cuando me desperté, tarde, ya las once, las cigarras, las gaviotas y el sol auguraban repetición. Carlos estaba sentado con un café en la mesa; me enseñó un subra­yado, en la página del libro que iba leyendo, sobre el ruido del agua entre las rocas como secreto y vicio. “Vete a saber qué discursos se deja susurrar una mujer como usted por el oleaje”. Me imagino lo que se dicen antes, cuando están abrazados. Contó que Luis había ido a Portbou a buscar a Ale, que se unía a nosotros tras sus propios días perfectos en la Costa Azul. Me sorprendió y extrañó esa visita. El plan de Luis era acercarse en Vespa después hacia una cala más apartada y rocosa; no quedaba lejos, así que podía alcanzarlos y darme un baño antes de comer si salía ya.

Sólo había que bajar dos o tres calles empinadas para llegar al puerto; saludé de paso en el Bar Gus, que tantas alegrías nos venía dando, y tomé el camino sinuoso de subida y bajada a la vera de la costa hasta llegar a la cala Tamarina. Desde el mirador pude ver el agua que el cuerpo de Ale arrastraba consigo al alzarse y cómo las gotas permanecían fijadas a su superficie como destellos mínimos de luz, las hebras de pelo mojado chorreando para deshacerse al contacto con el sol. No se percató de mi presencia; Luis sí, recostado sobre el pareo que habían colocado en una parcela más plana, y me saludó con complicidad. Entreví una oportunidad para la sorpresa cuando Ale volvió a zambullirse: dejé mi bolsa de tela con Luis, me quité las gafas de sol y me quedé en biquini de dos piezas, entré al mar sin sentir frío antes de que ella levantara los ojos, lo siguiente que vio de mí fue un cuerpo nadando sobre la espalda. Al salir, me salpicó con un manotazo al agua, me llamó idiota y me amonestó por casi asustarla. Dudé sobre si estaba más morena que la última vez que nos vimos o si simplemente no me había fijado tanto en el tono de su piel por la noche. El sol había marcado su nariz con pequeñas efélides; su bañador rojo, de escote halter, me parecía por mojado más oscuro que cuando contemplaba desde lejos las perlas de luz que desprendía.

Comimos en el club náutico cogiendo directamente de la paella el arròs negre, algunos introduciendo con más cuidado la cuchara que otros. Aún notaba mi piel y ropa húmedas, pero los camareros conocían a Luis, sabían que éramos sus invitados y no exactamente turistas, o al menos no extranjeros, así que nos trataban con cierta permisividad. Ale explicó que había decidido estirar sus vacaciones para volver a Madrid a la vez que su novio, que había volado directamente de Marsella a Sevilla para pasar unos días con su familia. Apreciaba a los suegros, prefería un chapuzón. Rebeca enseñaba su tripa y todos los nombres que Ale sugería le parecían abominables: Tatiana, ni hablar; Valentina, no tiene un pase; Sofía, ¿en serio?; la modernez insinuada por Carlos de buscar un nombre neutro, por si las moscas, tampoco parecía convenirle. Estuvimos riéndonos un rato hasta que quiso descansar; cerramos la cuenta, nos trajeron los digestivos, abrimos otra cuenta, y Luis acompañó a Rebeca a casa con la promesa de que nos reencontraríamos todos a la noche como tarde, entre guirnaldas, cerca de los chiringuitos de playa del pueblo. Aún conscientes, esperaba.

En la sobremesa, cuando Ale se reía, inadvertidamente acariciaba con un mechón mi hombro o notaba yo el tanteo del tacto de una mano. Quizá saldríamos de esta siendo amigas. Atardeció. Ni rastro de Luis y Rebeca, quién sabe si seguirían dormidos. Carlos ojeaba a un chico joven de melena rubia y surfera, sin camiseta, vestido sólo con unas bermudas; el olor a porro que este desprendía hacía difícil saber si había hallado en él a un camello o a una presa. Los altavoces de la plaza hacían sonar el último hit del verano, otra canción de Bad Bunny, clásicos de hoy y de ayer; en algún momento todos los demás desaparecieron mientras nosotras dos nos movíamos con la mezcla de torpeza y compostura inverosímil que trae consigo el alcohol. Creo que fue la primera vez, desde que nos presentaron, que nos quedamos a solas.

No alcanzo a recomponer la escena hasta saber cómo nos hallamos las dos a la orilla de un espigón mientras se oía distante la música. “Los pasos son fáciles”, le decía, sin tener realmente ni idea de los pasos; los pies adelante y atrás, giros, vuelta y pausas. Cuando fracasábamos nos reíamos. “Menos mal que no estamos haciéndolo difícil”. Al fumar yo, ella, que nunca fumaba, hacía un gesto para que le colocara el cigarrillo entre los dedos y poder describirlo luego como un mareo pequeño. Mi espalda rozaba el apoyo de los cantiles. Le pregunté qué sería exactamente hacerlo difícil y me fijé en el final de perversión que se le escapaba de la comisura. “Hacerlo difícil sería meternos en un lío”. Pero me gusta saber que soy capaz de provocar este efecto en ti. Su otra mano había estado acariciando mi espalda durante los últimos segundos, que yo registraba con retardo. “La novia de tu colega, a la que miras por encima del hombro; ni de lejos tan lista como todos vosotros”. Sentí la respiración acelerándose mientras sus labios rozaban la porción de piel entre mi mandíbula y el cuello. “¿No es divertido ver cómo transforma el hambre a las personas?”, susurró mientras yo notaba primero la caricia de dos dedos por debajo de mi bañador levantado, ahogó mi voz besándome al introducirlos dentro de mí e ir palpando lentamente hasta dar con algo más rugoso; acerqué su cuerpo al mío mientras ella seguía moviendo la muñeca, chocaron sin querer nuestras frentes, lamí por los bordes su oreja, mordí su lóbulo, sentí una pequeña victoria y un desconcierto al oír cómo ella jadeaba e inevitablemente mis manos también empezaron a buscarla. Pensé en su cuerpo bronceado desde el mirador como si fuera entonces la primera vez que lo había visto; fui conociendo con el tacto lo que con la vista había podido intuir, querría haber bajado mi boca a su pecho, temblé al notar cómo el movimiento se convertía poco a poco en descarga.

Al día siguiente marchó a Madrid. No volví a ver a Ale hasta octubre. Álvaro regresó en septiembre de la estancia de investigación que lo había mantenido ocupado en Londres y yo agradecí como nunca la recomposición acelerada de nuestro domicilio conyugal. Llegamos de la mano al Ambigú del Pavón, donde Carlos celebraba su cumpleaños; cerca del escenario, conversando con otras personas sobre otras cosas, estaban lado a lado Ale y su novio, y no supe si en el gesto de ella lo que había era un quiste de timidez y frialdad o la conciencia cruel, pegajosa como sus dedos en la playa o el agua del Mediterráneo, de cómo se cernía sobre nosotros, como se cierne siempre, la red del hambre y la avidez, aleación de saliva y sombra líquida, que escribe con sus antojos las escenas que hacen y deshacen los veranos.

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