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verano
Columna
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Polvo de verano: ‘Calufa’

El termómetro en los 38 ºC. Una corrala de vecinos. Y una pregunta: ¿por qué todos ellos, los de izquierdas y los de derechas, los jóvenes y los viejos, los heteros y las lesbianas, follan y yo no? La finalista del Premio Planeta, Beatriz Serrano, inaugura una serie de relatos alrededor del verano y el sexo

Insomnio produce monstruos y ganas de tener sexo
Beatriz Serrano

Leí en alguna parte que, en los países donde hace mucho calor, suele darse un mayor número de crímenes violentos. Pasa lo mismo en el resto de los países cuando llega el verano y aumentan las temperaturas. No se sabe muy bien el porqué de esta correlación, aunque una de las teorías psicológicas apunta a que sucede porque la gente duerme mal, suda mucho y está más irascible. Y entonces, claro, pasan cosas.

Tiene sentido. Imagina estar en uno de esos cruces de caminos urbanos ideados por el mismísimo demonio, donde la clásica cayetana-mencía-olivia con su Mini color verde botella, su superioridad moral lumpenburguesa y su rostro sereno de dormir a pierna suelta al fresco de las noches de Las Tablas tras “un bañito de última hora en la pisci”, te toca el claxon no una, ni dos, sino tres veces (pi pi piiiiiiiii) cuando el semáforo se pone en verde porque has tardado una unidad de milisegundo en poner en marcha tu triste Seat Panda del color de la desesperanza (es decir, gris clarito). No me extrañaría lo más mínimo, mucho menos después de la noche que has pasado revolviéndote en las sábanas húmedas de tu camita en tu piso abuhardillado de 35 metros sin aire acondicionado, que te bajaras del coche como un miura, con todas las ganas de España de meterle tal hostia a la cayetana-mencía-olivia de turno que le bajase el rubio de las mechas y le lanzase las Ray-Ban Wayfarer donde Cristo perdió el tabaco, el mechero e incluso la ilusión.

Pienso en esta reconfortante escena de lucha de clases mientras chupo un calippo sabor lima limón sentada en el butacón de mi cuarto con vistas a la corrala del edificio. Observo cómo plantas situadas en el descansillo desfallecen a velocidad dramática, como señoras victorianas sobre divanes de terciopelo. Hoy no se atreven a salir ni los mosquitos. El tiempo parece detenido; borroso y sofocante. Es la tercera noche de la cuarta ola de calor en lo que llevamos de temporada y cada gota de sudor descolgándose de mi nuca también me genera ganas de cometer actos violentos.

De las anteriores olas de calor he aprendido tres valiosas lecciones. Una: que ducharse antes de meterse en la cama y acostarse mojada sobre las sábanas solo ayuda los primeros minutos y, además, produce cistitis. Dos: que no existe somnífero en la Tierra tan potente como para conseguir que me duerma a más de 35 grados y, por tanto, la única opción recomendable es la espera paciente hasta que el sueño me arrope después de unas cuantas noches en vela. Y tres y más importante: que todos mis vecinos follan más que yo.

Leí en alguna otra parte que el calor también produce un aumento del deseo sexual. Tampoco se saben a ciencia cierta las causas. Leí que puede estar relacionado con la liberación de feromonas con el sudor, que nos produce una especie de excitación animal. O que podría estar relacionado con estímulos ambientales; básicamente, porque enseñamos más piel. Incluso con el aumento de la temperatura corporal, que se confunde con puro deseo. Sea como sea, lo cierto es que mi patio de vecinos parece confirmar esta teoría.

Absorbo con fruición lo que queda de calippo hasta dejar tan solo un bloque de hielo sin sabor y me recuesto en el butacón, con los pies apoyados sobre el alféizar de la ventana abierta de par en par, a la espera de que se produzca el milagro de la ventilación cruzada. Ya sé que el del sueño no llegará hasta bien entrada la madrugada. La única solución es tomarse las horas venideras con cierto nihilismo y disfrutar del espec­táculo que me regalan las noches estivales. En torno a las 22.22, al caer el sol y con el termómetro marcando 38,2 grados, empieza la primera función en el bajo A.

Lo cierto es que no hubiese imaginado que el señor Antonio y la señora Margarita siguiesen teniendo relaciones sexuales a estas alturas de su vida. Y no se trata de edadismo, es que él va en tacataca y ella no es capaz de caminar sin emitir un quejido hondo acompasando cada uno de sus pasos (ay, ay, ay, hija, qué mal los cuerpos). Fue durante la primera de las olas cuando escuché por primera vez el metódico chirriar del somier durante no más de diez minutos, pero no menos de cinco, culminado con un animalesco brrrrrrrr, un rebuznar gutural como de borrico terminando de beber agua de un cubo metálico, brrrrrr y, finalmente, tras unos segundos de respeto, un “Antonio, un poquitito de agua fresca, hazme el favor”. Por alguna razón, al principio me negué a creerlo. Aquellas momias no podían tener una vida sexual tan activa en su diminuta cripta mientras que yo era incapaz de cerrar una cita en Tinder, incluso rebajándome a quedar con un calvo. Pero, al final, tuve que rendirme a la evidencia sonora: clac, clac, clac, clac, clac, brrrrrrrrrrrrr, “Antonio, un poquitito de agua fresca, hazme el favor”. Y así noche sí, noche no. El descubrimiento me hizo mirar de otra forma a mis vecinos cuando me los cruzaba en el supermercado, o al verlos pasear del bracito bien temprano, antes de que subiera el calor. Con admiración, sí. También con envidia. Tantos años y seguir así. Hace poco, abrí una conversación en Bumble contándole a un tipo en cuya foto salía abrazando a un koala justo esto, y me bloqueó después de llamarme pervertida: “¿Te gusta escuchar follar a tus vecinos de 80 años?”. “No es eso, hombre del koala”, quise decir, “es que me parece romántico, eso es todo”. Por eso no me incomoda escucharlos follar. Como si fuera el ruido blanco. Clac, clac, clac, clac, brrrrrrrr.

Lanzo los restos del calippo a la papelera cuando la señora Margarita pide el vasito de agua. Trato de adivinar en qué otro piso estarán a punto de darse un homenaje y pienso en el tercero C. Los vecinos del tercero C son menos regulares que los octogenarios, pero según mis cálcu­los ya llevan más de cinco días sin follar, así que hoy tocaría. Son jóvenes, atractivos y de izquierdas. Y esto lo sé principalmente por las banderas que cuelgan de su balcón: una bandera morada con el eslogan #NiUnaMenos cuando se aproxima el 8-M, una bandera arcoíris todo el mes de junio. Ahora, una bandera de Palestina. Cara a cara no he hablado mucho con ellos, más que un hola y adiós y alguna conversación sobre el tiempo o el paso de las estaciones. Él es de ese tipo de personas que utilizan palabras como “fluir” o “vibrar” sin ápice de ironía. Ella practica, me comentó en una ocasión, danza del vientre. Así que la primera vez que escuché follar a este par de memes andantes salí al rellano para comprobar que, efectivamente, habían sido ellos y no otros. No es que sean excesivamente escandalosos. Digamos que lo normal para una pareja de su condición sociodemográfica. Algún ¿te gusta, puta?, algún dame más fuerte. Algún cachete, algún escupitajo. Nada del otro mundo en Villa Vainilla. Salvo que él, cada vez que se corre, grita ¡arriba España!

Una ligera, ligerísima brisa entra por la ventana y decido aprovecharla para tumbarme en la cama. Quizás escuche antes al hombre del tercero D. Alto, fornido, con un espeso bigote y camisetas de grupos de rock para adultos como Queen que trabajan en oficinas. De este señor solo tuve conciencia cuando se mudó la pareja de izquierdas y entonces él colgó una bandera de España con el aguilucho en su balcón. Vive solo, jamás recibe visitas y pone la televisión tan alta como el grandes éxitos de Bruce Springsteen. También el porno. Suele ponerlo en torno a las once de la noche y le gustan las películas que tienen cierto argumento. La mayoría de las veces las sigue viendo después de correrse, como si quisiera saber si la chica del bukake con 16 personas y el repartidor de pizzas que la encuentra de esa guisa terminan enamorados. Me produce cierta ternura pensar que incluso el hombre más solitario y facha del mundo, a oscuras en su saloncito y con la berenjena todavía colgando fuera de los calzoncillos, necesita creer en los finales felices.

Hay una pareja de lesbianas en el segundo a quienes no les hacen falta sardinas para beber agua. Aunque ellas, que trabajan desde casa, suelen preferir el día a la noche para tener relaciones sexuales. Tomás, en el primero, lo dejó hace no mucho con Lorena y ahora se pasa la vida en apps de ligar. Suele follar de madrugada, después de una de esas citas de cervecitas por La Latina o Malasaña, y aguanta hasta el amanecer. Nunca deja que sus ligues se queden a dormir y no suele repetir con la misma. En el fondo, echa de menos a Lorena. Lo sé porque de vez en cuando le oigo llorar.

Cierro los ojos y pienso en todos mis vecinos follando. Quizás ellos se pregunten por qué nunca oyen a la chavalita amable y educada del último piso correrse, ya sea sola o en compañía. Hoy, que el patio está tan tranquilo, podría ser la noche adecuada para demostrarles que yo también estoy aquí. Viva. Como ellos. Llevo mi mano derecha a mis bragas sin mucho convencimiento. De golpe, mis brazos pesan y soy incapaz de abrir los ojos. No me resisto. Por fin, después de tres noches, me sobreviene un inesperado vaivén que me mece hacia el más profundo de los sueños.

Lo último que escucho antes de irme a otro lugar es ¡arriba España!

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Sobre la firma

Beatriz Serrano
Beatriz Serrano es periodista y escritora. Ha publicado las novelas ‘El descontento’ y ‘Fuego en la garganta’, esta última finalista del premio Planeta 2024. Su podcast ‘Arsénico Caviar’ ganó el Ondas Global del Podcast 2023 a mejor conversacional.
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