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verano
Columna
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Polvo de verano: ‘More ferarum’

Mateo y Tino, Mariché y Cuca, historias cruzadas, citas a ciegas y sueños húmedos e imposibles que desembocan no ya en lo posible sino directamente en el volcán del clímax. La magia del sexo. O así...

EPS 2550 INTRO POLVOS DE VERANO IWASAKI

“Ella no sabía que lo esperaba. Y él no sabía que iba a llegar. Pero se encontraron como si todo el universo se hubiera vaciado para que existiera ese momento”. Clarice Lispector, La hora de la estrella

Según la aplicación de citas, el encuentro no debía durar más de tres horas, pero la parejita ya llevaba casi una hora dentro y todo indicaba que todavía no había ocurrido nada de nada. Es lo que tienen las citas a ciegas. Si no hay química o magia, de poco sirven la belleza, la inteligencia o la educación. A Mateo le constaba, porque ligaba menos que un sevillista en la caseta de feria del Real Betis. Por eso le había ilusionado tanto acompañar al Tino a su encuentro galante, pues al menos uno de los dos iba a hacer un match. ¿Por qué no se escuchaba nada, con lo alharacoso que era el Tino cuando estaba dale que dale y toma que toma?

A Mariché le encantaban las aplicaciones de contactos, porque ya le daba pereza implicarse en una relación y tener que contar su vida otra vez. Antes de los 35 —quién sabe— quizá conservaba alguna ilusión, pero después de cumplir los 40 llegó a la conclusión de que todos los tíos sueltos en plaza eran desechos de tienta que no servían ni para la convivencia ni para la crianza, aunque algunos todavía daban juego para un finde, un viaje o un aquí te pillo-aquí te mato. Y lo que era bueno para ella debía serlo también para Cuca, porque Cuca era la más casera y sedentaria del mundo. Aunque cuando entraba en modo urgencia era capaz de empatarse con el primer bicho que se le pusiera por delante. Para eso eran buenísimas las aplicaciones: para ir a lo seguro o —en el peor de los casos— a lo menos chungo.

Mateo habría dado lo que fuera por estar en el lugar del Tino, dándolo todo con esa desconocida que encontró guapísima y de lo más estilosa. Tan pelirroja y distante como la pibona que la había traído en ese coche híbrido, igualito al que quería comprarse. Mateo lo tenía clarísimo: entre la pibona y el híbrido prefería el coche, porque estaba seguro de que le duraría más. Pero la pibona estaba de cómic. Como para terminar yonqui, aparcando coches frente a la Macarena.

Mariché se preguntaba si la Cuca estaría disfrutando. Si se quedaría traspuesta o si le daría cistitis, como le pasaba a ella cuando quedaba con alguien del tinder del crossfit. En la plataforma nadie sabía el nombre de nadie ni se perdía el tiempo conversando chorradas, porque una iba a lo que iba y mejor que los maromos no abrieran la boca, porque callados estaban más guapos. No se imaginaba hablando de teatro, novelas o viajes con Nabocop, Penetrator o Broca Rey, porque seguro que entonces los borraba de sus matches. Además, a Mariché tampoco le interesaba que descubrieran sus gustos y sus secretos. En el tinder del crossfit su nickname era M. J. Watson y punto. O sea, era ella y no era ella. ¿Pero la Cuca estaría disfrutando?

A Mateo no le había ido bien con las aplicaciones para ligar, pues del tinder cofrade lo echaron por agnóstico, del tinder friki lo eliminaron por antiguo, del tinder jondo lo corrieron por escuchar al Niño de Elche y del tinder rociero se salió cuando descubrió que el polvo del camino era el polvo del camino. En realidad, Mateo había ligado más cuando no tenía pensado ligar. Como aquella noche memorable en un garito de La Buhaira, en la que —sin queriendo, pero bebiendo— empezó a seguir el ritmo en la barra con un bellezón que se veía de lo más seria, aunque después del segundo gin-tonic resistió las miradas de Mateo sin dejar de sonreírle. Del contoneo cómplice y pasmarote pasaron a la pista de baile, donde Mateo siguió las pautas que aprendió de oído antes de echarse a perder leyendo libros de autoayuda: bailar rozándose despistado, mirar de soslayo socarrón y aguantar el test de Cooper de la música disco, la salsa caribeña y la rumba aflamencada, hasta llegar a los temas lentos de agarre y clavo ardiendo. Para entonces Mateo ya sabía que sólo era cuestión de tiempo, porque el bellezón se dejó hacer: primero apoyó una mano en la curva final de su espalda, luego le acarició los omóplatos, las escápulas y cada una de sus vértebras, hasta que logró desabrocharle el tercer corchete del sujetador. Y como no hubo resistencia, Mateo se mandó a besarla mientras el baile se convertía en un escarceo delicioso y frenético. Nunca lo habían exigido así. Jamás lo habían follado con tanta voracidad. Como decía una de las canciones que habían bailado: no hubo preguntas, nadie lloró. No hubo charloteo. Ella se limitó a repetir imperativa “continúa, continúa” y Mateo tocaba el cielo y todo lo que se podía tocar.

Al amanecer el bellezón se dio una ducha, se vistió y antes de irse le dijo: “Sólo has poseído mi cuerpo, no mi alma”. A Mateo no se le escapó su anillo de casada y le hubiera gustado saber su nombre, pero le compensó ignorarlo porque el mejor polvo de su vida había sido posible gracias al pacto de silencio que ambos sellaron después del segundo gin-tonic. Sólo Tino compartía su secreto. Y entonces comprendió que el match de Tino lo había puesto soñador.

Mariché envidió a Cuca, porque la Cuca era incapaz de enamorarse. No como ella, que se había colgado del mamonazo ese, que seguía casado con su parienta por temor a las consecuencias sociales del divorcio. Mariché resopló su flequillo con visible fastidio. ¿Cómo se pudo dejar engatusar por semejante cabrón? No era guapo. Tampoco rico. Ni siquiera tenía poder. Pero el julái la embobaba cada vez que conversaban, hablándole de sus dudas, sus problemas, sus planes y sus sueños imposibles. Aunque, para imposibles, los que tenían que ver con ella, porque no hay futuro posible cuando los únicos planes consisten en programar encuentros de dos horas. Por lo tanto, de escapadas ni hablaban. Con la de viajes que se pegaba el hijoputa, porque le mandaba mensajes, audios y postales desde las ciudades más inverosímiles, lamentándose siempre de su soledad, del vacío sentimental y de su zarrapastrosa vida sexual, tan sólo redimida por los escasos momentos que habían disfrutado juntos. ¿Disfrutar? Disfrutar, lo que se dice disfrutar, habrá disfrutado él, porque a Mariché no le bastaba con el “durante”. Ella necesitaba el “antes” y sobre todo el “después”. Su flequillo flameó rojo como una llama, tras otro resoplido. Se imaginó a Cuca lamiendo y siendo lamida, y recordó cuánto le gustaba que el mamonazo se enchufara entre sus piernas para lamerla, besarla, sorberla y chupetearla goloso, como si ahí tuviera un helado, un altramuz o un algodón dulce. Los máquinas del crossfit siempre le reclamaban la mamada de rigor, pero nunca le comieron el shosho como se lo comía ese tontaina cabrón. No tenía ni que pedírselo, pues solito se iba al tajo y se prendía como un cachorro durante un tiempo que no era capaz de mensurar, porque se le hacía interminable y vertiginoso a la vez. Su pose favorita era lamerla perpendicular (“Te voy a hacer un kivin me softly”); ni siquiera cuando le venía la regla se arredraba (“Te voy a hacer el beso del payaso”) y presumía de ser “académico de la lengua” del sillón “CH” (“de chocho, chupar y Mariché”). Seguro que a Cuca también la estarían lamiendo riquísimo.

En esas cavilaciones estaban cuando la pareja rompió a jadear, gemir y enloquecer.

Mateo y Mariché apenas se habían dirigido la palabra, pero el repentino fragor del polvo los conminó a buscarse con la mirada. Fue como reflejarse en un espejo, pues cada uno pilló al otro provocando una alteración en la fuerza, dándole que te pego a la segunda ley de Newton. Mateo se imaginó a Mariché en La Buhaira y Mariché se imaginó a Mateo con la sonrisa del payaso. Match, too much.

En aquel instante Cuca chilló alborozada y Tino bramó de placer.

Mariché deseó que Mateo no abriera la boca y estropeara ese momento mágico. Mateo hubiera querido invitarle un gin-tonic a Mariché y hacerla bailar por Niño de Elche. Pero ninguno se atrevió a rasgar el silencio tirante que los erizaba. No era por interrumpir a los amantes, sino para que la electricidad que ambos habían acumulado siguiera chisporroteando. La tercera ley de Newton estaba en punto de caramelo.

Para entonces la Cuca sollozaba y Tino soltó el típico aullido que indicaba el explotío de su polla.

Mateo sabía lo que estaba pasando. ¿Se le habría hecho un nudo al Tino? Se acordó, por ejemplo, de cuando estaba en el colegio y se hacía pajas con una botella de gaseosa, hasta que un día terminó en urgencias porque el botellín hizo vacío en el momento cumbre y casi le explota el nabo. Pero la pelirroja no era una botella y el Tino estaría colocao de puro gustito.

Mariché suspiró complacida cuando escuchó suspirar a Cuca, porque era como si las dos estuvieran conectadas. La imaginó relajándose y enganchada todavía al cuerpo de su pareja. Qué maravilla era sentir cómo algo tan sólido y enorme se reducía y reblandecía entre las piernas, hasta quedar como los calamares que rellenaba cuando ayudaba a su abuela en la cocina. Por eso no le gustaban los amantes que se ponían piercings: porque la caricia rica siempre duraba menos que el asquito que le daba sentir que tenía encajada una canica pinchada en un chipirón. Así, en la casilla de la app que decía “piercings y perlas en el pene”, Mariché siempre marcaba “no”.

Cuando Cuca y Mariché se subieron al coche de sus deseos, Mateo se acordó del bellezón de La Buhaira y se arriesgó a formular una pregunta:

—¿Te parece que vayamos a medias con los cachorros?

—No te equivoques. Al dueño del macho sólo le toca uno. Míralo en la aplicación.

Y cuando las dos se fueron a híbrida velocidad, Mateo se arrepintió de no haberle preguntado si le sobraba una bolsita para las cacas, porque el Tino se iba a cagar seguro.

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