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tribuna
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Pedro, yo sí te creo

Aunque no es imposible que dos estrechos colaboradores del presidente del Gobierno le hayan ocultado sus engaños, se encuentra en una posición difícil

Pedro, yo sí te creo. Ignacio Sánchez-Cuenca

Al final, la estrategia de atacar al Gobierno por todos los flancos ha dado sus frutos. Tiraban la red a ver qué recogían; hasta ahora era género chico o inservible, pero al final han pescado una pieza mayor. La campaña persecutoria ha llevado a Pedro Sánchez a blindarse frente a todas las acusaciones, a no dar crédito a ninguna de ellas, cometiendo un error fatal al fiarse de la palabra de su número dos en el partido, Santos Cerdán, pese a rumores y advertencias en contrario.

La opinión pública no suele creerse que, en casos así, el presidente no supiera nada. ¿Cómo no se enteraba de las irregularidades que estaban cometiendo colaboradores muy cercanos? ¿Acaso desconocía los entresijos de su partido y su Gobierno siendo él el máximo responsable?

No es la primera vez que cuando un presidente del Gobierno se ve en la tesitura de tener que dar explicaciones por escándalos de corrupción, declara que no sabía nada de lo que estaba sucediendo en el partido. Lo ha hecho Sánchez estos días, pero lo hicieron también en su día Felipe González, José María Aznar y Mariano Rajoy (José Luis Rodríguez Zapatero nunca ha tenido que dar explicaciones por estos asunto). Los presidentes suelen recordar que cae sobre sus hombros la pesada responsabilidad de la gobernación del país, por lo que no pueden estar al tanto de todo y menos de asuntos internos del partido.

Pese al escepticismo reinante, creo que este mensaje presidencial, tan reiterado, de que ellos no sabían nada, puede ser (parcialmente) cierto. Incluso en el caso de Mariano Rajoy, cuyo nombre aparece más de 30 veces en los apuntes contables de la caja b del partido. En el caso de Sánchez las cosas también se complican porque Cerdán es el segundo secretario de Organización que está en el centro de la trama, de la que formaba parte con su antecesor, José Luis Ábalos. Esto significa que dos de sus más estrechos colaboradores le estuvieron ocultando sus abusos de poder durante años. Pues incluso en circunstancias tan extremas, no es imposible que el engaño se haya producido.

No estoy diciendo con ello que haya que rebajar en lo más mínimo la exigencia de responsabilidades. En seguida podrá comprobarse que mi argumento no es exculpatorio. Más bien, pienso que se ha ido consolidando en la política española un reparto del trabajo en virtud del cual la figura máxima de la organización se desvincula cuanto puede de los asuntos turbios que manejan los partidos políticos. El presidente prefiere no ver ni saber: es perfectamente consciente de que la política tiene una dimensión siniestra, piensa que es imposible evitarla, pero opta por dejar hacer a gente de su confianza siempre y cuando no le involucren. Si alguna vez surge el escándalo, el líder queda al margen.

Esta división del trabajo es lo que quizá explique un patrón bien llamativo de la política española del que nunca se habla: me refiero a la decisión de los presidentes del Gobierno de poner a sus secretarios de Organización al frente del ministerio de Fomento/Transportes/Obras Públicas (el nombre cambia), en el que hay suculentos contratos públicos en infraestructuras. Ocurrió así en la época de Aznar (con Francisco Álvarez-Cascos, secretario general del PP, equivalente a secretario de Organización, entre 1989 y 1999, vicepresidente del Gobierno entre 1996 y 2000 y ministro de Fomento entre 2000 y 2004), en la de Zapatero (con José Blanco, secretario de Organización entre 2000 y 2008 y ministro de Fomento entre 2009 y 2011) y en la de Pedro Sánchez (con José Luis Ábalos, secretario de Organización entre 2017 y 2021 y ministro de Fomento entre 2018 y 2021). Son tres casos muy llamativos. Durante el mandato de Rajoy, la secretaria general fue María Dolores de Cospedal, que ocupó el cargo de ministra de Defensa, en un ministerio que también cuenta con un presupuesto importante, aunque un poco por debajo del de Fomento. En la larga época de Felipe González, en la que hubo gran abundancia de escándalos de corrupción, el modelo era algo distinto, pues el número dos del partido, Alfonso Guerra, era también el número dos del Gobierno y ejercía un férreo control sobre muchos ministerios.

En los gobiernos de la democracia el número de ministerios ha oscilado entre 13 y 22. Con tantos puestos a repartir en cada Ejecutivo, ¿no es curioso que los secretarios de Organización tengan que encargarse precisamente del ministerio de las obras públicas, con lo que eso supone de partidas enormes de gasto y licitaciones con grandes constructoras? ¿Por qué han de ir los responsables de los asuntos internos de los partidos a ministerios como Fomento o Defensa y no a Educación, Justicia, Consumo o cualquier otro de los muchos que hay cuya actividad principal no consiste en hacer contratos con empresas?

Este nexo entre el aparato del partido y la obra pública es muy delicado. Por decirlo suavemente, se abre la puerta a prácticas dudosas, ya sean de financiación irregular o de tramas clientelares con enriquecimiento personal. El problema surge cuando se producen interferencias entre la dirección del Estado y los intereses partidistas, es decir, cuando se pone la gestión de los fondos públicos al servicio de una organización política o de sus principales dirigentes. Si se produce esta interferencia y alguien la denuncia, el escándalo está servido. A partir de ese momento, el guion se repite: el líder asegura que no tenía noticia de que estuvieran pasando esas cosas, se compromete a regenerar el partido, se endurecen las leyes, se ponen más medios… hasta el siguiente presidente, que volverá a colocar al responsable del aparato del partido en algún ministerio suculento. El hecho de que esta práctica se repita indica que no es una decisión inocente, sino que responde a una cierta división del trabajo.

Pedro Sánchez se encuentra en una posición especialmente difícil porque han caído dos secretarios de Organización seguidos y porque llegó al Gobierno con un mensaje potente de limpieza política. Muchos piensan que la única reacción aceptable pasa por convocar elecciones. No es bueno tomar decisiones en caliente. Creo que la convocatoria anticipada es una solución drástica y exagerada mientras el Gobierno conserve los apoyos parlamentarios (y no haya nuevas revelaciones que agraven la situación, por ejemplo si parte de las comisiones acababan en el partido). El Gobierno, recuérdese, no es sólo del PSOE. Sumar desempeña un papel importante y hay además múltiples proyectos en curso que son importantes para el desarrollo del país. Por otro lado, las raíces del problema están en el PSOE, no en el Gobierno, por más que haya acabado afectando al Ministerio de Transportes.

Con esto no quiero decir que el escándalo haya de quedar impune. Hay otras soluciones que creo que tienen más sentido. Una de ella, que apenas se menciona, es que Sánchez renuncie a ser candidato en las próximas elecciones y abra un proceso de renovación en el partido. Creo que esta opción es digna de consideración. Cerraría el paso a la acusación de la oposición de que Sánchez es un tirano que quiere perpetuarse en el poder. No se llevaría por delante al Gobierno. Y precipitaría los cambios en el Partido Socialista. Por si esto fuera poco, mostraría que la corrupción tiene consecuencias políticas.

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