La huelga judicial vulnera la Constitución
Magistrados y fiscales no plantean medidas contrapuestas al proyecto del Gobierno; solo pretenden que el Parlamento no legisle sobre su profesión

La huelga de los hombres y mujeres de la magistratura es muy peculiar. No pueden sindicarse, pero sí pueden ejercer su derecho individual de forma colectiva, normalmente a través de las asambleas o juntas de jueces. En lo que sería una paradoja espontaneísta, quienes aplican, sin embargo, con mano de hierro la normativa legal preconstitucional sobre el derecho de huelga e incluso los preceptos penales, practican la autorregulación pura del derecho de huelga, defendiendo un fenómeno excepcional en la regulación del derecho de huelga en el ordenamiento jurídico español: la huelga de magistrados y jueces es la única acción colectiva en los servicios esenciales que no se regula ni heterónomamente, a través de la determinación de los servicios mínimos a mantener durante la huelga por el CGPJ, que jamás los ha prescrito, ni tampoco es objeto de una autorregulación negociada con los poderes públicos, como sucede en la práctica de las huelgas “comunes” de los servicios esenciales. Eso plantea problemas serios en orden a la forma de la convocatoria y sus consecuencias, dado que la posibilidad de convocar no reposa en las asociaciones profesionales sino en la Junta de Jueces y sus comités de huelga, que exigen una fijación de servicios mínimos por el CGPJ previo control de legalidad de los objetivos de la convocatoria, con repercusión inmediata sobre las deducciones salariales y eventualmente el castigo de abandono de servicio por acción colectiva ilícita.
Este es el punto en el que nos queremos centrar, en la condición de poder público del Estado de los miembros del poder judicial, que repercute necesariamente en la configuración de los límites del derecho de huelga por ellos promovido. La regulación vigente, de 1977 y concebida solo para el ámbito laboral, por más que ha sido reiteradamente interpretada por el Tribunal Constitucional, no ofrece pautas suficientes para dar respuesta a ciertas preguntas. Sin embargo, algunas se deducen claramente de la norma y de su relación con la organización política del Estado español.
Entre esos límites, uno de los más inequívocos se refiere a la no injerencia en la actividad de otros poderes del Estado y, muy en particular, del poder legislativo y del ejecutivo. La arquitectura de la Constitución, en la relación dialéctica entre sus Títulos III —de las Cortes Generales—, IV —del Gobierno y de la Administración— y VI —del Poder Judicial— excluye la más pequeña influencia de los integrantes de este último poder en la actividad legislativa y en la propositiva del Gobierno. Inmiscuirse en ellas implica una grosera violación de la propia independencia judicial —justamente lo contrario a lo que alegan las asociaciones judiciales que amenazan con la huelga— en la medida en que cuestiona la potestad legislativa y la acción del Gobierno, que el poder judicial debe respetar escrupulosamente.
Si ya indignó la manifestación de togados, revestidos de los ropajes formales de su potestad pública, contra la ley de amnistía como un ejercicio amenazante y corporativo del derecho de manifestación concebido como ostentación del disenso político frente a una ley, ahora es más preocupante el anuncio de una huelga sobre un proyecto de ley, anunciado pero aún nonato, para el acceso a las profesiones judicial y fiscal. No se articulan medidas contrapuestas a las que fija el proyecto de ley, sino que el elemento central de la protesta es lograr que el Parlamento no legisle sobre la profesión judicial, considerada como un ámbito de inmunidad autorreferente en el que la justicia no emana del pueblo, sino de la propia corporación.
La calificación de una huelga así planteada no entra dentro de la cobertura constitucional del legítimo ejercicio del derecho de huelga. Atenta directamente contra el orden constitucional de equilibrio de poderes del Estado. Al margen de los aspectos formales —las asociaciones profesionales no pueden convocar una medida de presión colectiva; solo las asambleas que agrupen a los funcionarios afectados (artículo 3 del Real Decreto-ley 17/1977, sobre relaciones de trabajo), al estarles prohibido el derecho de sindicación y no poder actuar a través de “representantes”—, el acuerdo de convocatoria expresa un ejercicio ficticio del derecho fundamental, que lo desdibuja y caricaturiza, para que sirva a una finalidad diferente de su esencia y razón de ser: la defensa de los trabajadores como clase social y no como reivindicación de un espacio de inmunidad frente a la potestad legislativa del Estado. Y ello al margen de la necesaria intervención del CGPJ fijando los servicios mínimos y controlando la legalidad de esta acción corporativa, que debería llevar aparejada la previsión de sanciones a quienes secunden una acción ilícita. Finalmente, sería de desear que la presidencia del CGPJ interviniera públicamente para defender en esta ocasión la vigencia del Estado de derecho y la capacidad del Parlamento de legislar sobre cualquier corporación por muy opaca y separada de la sociedad que, como sucede con la magistratura, quiera dotarse de sus propias reglas de acceso y estructuración despreciando las que le quiera imponer la voluntad popular de las mayorías parlamentarias.
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