La frustración del ‘cohete’ económico español
La izquierda ha sido capaz de paliar el pesar de las personas más humildes, pero no de devolver a la clase media sus ambiciosos sueños de mejora


El hundimiento de la clase media también golpea a la izquierda. Pedro Sánchez llegó a lomos de un ciclo político de grandes expectativas, pero siete años después cabe preguntarse si su cohete ha transformado realmente la economía española. Esta izquierda ha sido capaz de paliar el pesar de las personas más humildes, pero no de devolver a la clase media sus ambiciosos sueños de mejora. La inmigración es la otra cara del milagro del Gobierno.
Según datos del Banco de España, entre 2022 y 2024 el avance medio anual del PIB per capita (2,9%) vino impulsado principalmente por un aumento en el número de personas que trabajan. De ese incremento, una cuarta parte se debió a personas migrantes. Estos ocupan ya el 40% de los nuevos empleos, según Funcas; algo menos de la mitad tiene un nivel bajo de estudios, y más de la mitad están sobrecualificados para los puestos que desempeñan. Por tanto, nuestro país crece más por volumen de trabajadores que por incremento de la productividad: en 2024, esta solo contribuyó a un 1,1% del PIB (3,2%). Si lo miramos en perspectiva histórica, los sueldos, descontando la inflación, llevan prácticamente estancados desde 2008. Nuestro nivel de vida no ha variado sustancialmente en casi 20 años, aunque ahora nos felicitamos por tener más empleados, ya sean de aquí o de fuera.
Eso explica el ciclo de expectativas frustradas que ha causado la izquierda. Su deuda, cuando cambie el Gobierno, seguirá siendo con las viejas clases medias, hoy muy deslizadas a la baja: más de dos tercios de la población activa no llegan a cobrar 30.000 euros brutos al año. Nuestros jóvenes, los adultos de mañana, ya lo están somatizando: asistimos una generación que espera a heredar —quién sabe si con 50 años— como única forma de corregir su precariedad. Y, aun así, la peor herencia que les dejamos es la normalización de su pobreza. A saber, que la clase media también lo era porque podía soñar con una vida plena o mejor, no con ser un eterno niño castrado de autonomía hasta bien entrada la cuarentena.
Claro está, no todo es culpa del actual Ejecutivo: hay factores estructurales que condicionan nuestra economía y no se resuelven en siete años, menos aún si no se implementan reformas de calado. Se podrá alegar que Sánchez se ha enfrentado a un ciclo inflacionista, en parte capeado gracias a que esta vez la Unión Europea abrió el grifo del gasto. Ahora bien, esas ayudas solo han servido para que la gente no acabe todavía más empobrecida, a diferencia de lo que ocurrió en la crisis de austeridad de 2011, donde veíamos despidos masivos a diario. En cambio, nada de eso ha servido para resucitar a una generación con ilusión por un horizonte boyante.
La deuda de la izquierda con las viejas clases medias se ha vuelto de concepto. Habrá quien se felicite por los datos macroeconómicos, pese a los insuficientes salarios para hacer frente al coste de la vida —como la vivienda, que está desbocada—, y habrá quien se pregunte por qué el progresismo parece resignarse hoy a gestionar esa precariedad —o estancamiento del nivel de vida— con paliativos. En eso sí ha cambiado radicalmente nuestro imaginario en 20 años. Antes del 15-M, buena parte de la izquierda se abonaba a la idea del ascensor social, a las ansias de prosperidad muy vinculadas a la noción de la libertad personal para elegir un proyecto de vida. Actualmente, la mayoría de los discursos del PSOE, Sumar o Podemos pivotan sobre prometerle a la ciudadanía que, al menos, el Estado podrá rescatarles si caen en la pobreza. Ese soniquete resulta cada vez más habitual como forma de naturalizar un esquema de dependencia encubierta, lejos de los anhelos de emancipación real de antaño.
Es más fácil reconocer las medidas del Ejecutivo orientadas a las clases más humildes que los esfuerzos por recuperar a una verdadera clase media. Véase el aumento del salario mínimo —no muy lejos del salario más frecuente—, la extensión del ingreso mínimo vital o la protección frente a los desahucios. El Gobierno asume además que dos millones de personas no son hoy pobres gracias a tener a un pensionista en su entorno. Se promete incluso reducir la jornada laboral como premio de consolación frente a una realidad material seguramente más cruda y difícil de revertir.
En resumen, el hundimiento de la clase media en este país se ha vuelto estructural para las generaciones nuevas si nada cambia. Y tal vez, ello explique por qué la posibilidad de que gobierne el Partido Popular no abarrota las calles, viendo el pinchazo de su manifestación del domingo pasado. Muchos ciudadanos probablemente han llegado a la conclusión de que el bipartidismo defiende el mismo statu quo, que la alternancia política tampoco transformará el fondo de la economía española. Quizás por eso, se palpaba algo más de emoción en el Madrid Economic Forum, con sus aires ultraliberales, que secundando a Alberto Núñez Feijóo en la plaza de España. La motosierra es lo que uno ansía cuando llega a la sensación de que el sistema es irreformable. Paradójicamente, las expectativas frustradas que deja la izquierda también son responsables de ese deseo, por más que Pedro Sánchez se felicite por su tan aclamado cohete económico.
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