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TRIBUNA
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Lo que la izquierda no quiere ver abre el paso a la ultraderecha

La incapacidad de los progresistas para articular un discurso que entienda el malestar social en cuestiones como la migración deja el campo abierto al ascenso de la extrema derecha

Lo que la izquierda no quiere ver abre el paso a la ultraderecha. Cristina Monge
Cristina Monge

Las recientes elecciones en Portugal, Polonia y Rumania han vuelto a confirmar la tendencia al alza de la ultraderecha en Europa. Aunque hay excepciones y países que ya han vivido subidas espectaculares y posteriores bajadas de estos partidos, el curso general desde hace más de un lustro es de un incremento progresivo de los apoyos electorales a tales formaciones, una mayor penetración de su discurso y una influencia cada vez más clara en las derechas sistémicas. En ocasiones, ni siquiera es necesario que la ultraderecha gobierne para que se impongan sus políticas. Basta con que sus votos sean necesarios para la gobernabilidad, como ocurre en España en aquellas comunidades autónomas y ayuntamientos gestionados por el PP con apoyo de Vox, o con que consigan asustar a quienes ocupan el poder ejecutivo, como en Francia.

Más allá de constatar el fenómeno, intentar entrever las amenazas que suponen estos planteamientos políticos para las democracias y preguntarse por la irreversibilidad de estos procesos, urge entender los motivos que llevan a un número creciente de ciudadanos de democracias liberales representativas a optar por estos partidos para dar un corte de mangas al sistema. Lo planteaba en estas páginas recientemente Erika Staël von Holstein: “A los extremistas no hay que intentar convencerlos, sino escucharlos” en aras de poder entenderlos.

Lo que vamos conociendo del apoyo a la ultraderecha remite a una suerte de malestares difusos que tienen de telón de fondo la incertidumbre que envuelve el presente y el futuro, la inseguridad y su correlato el miedo, así como una serie de desigualdades estructurales que se manifiestan de forma cada vez más clara en una profunda división entre las élites políticas, económicas y culturales por un lado, y el conjunto de la sociedad por el otro. En muchas ocasiones, el territorio aparece como base material de esa división.

En este contexto, la desconfianza en los órganos de intermediación de la democracia corroe las instituciones democráticas hasta el punto de cuestionar su capacidad para hacer frente a los desafíos del día a día e imposibilitar que cumplan sus funciones. ¿Cómo pueden los partidos políticos agregar las preferencias sociales, formar y seleccionar a quienes nos han de representar o formular propuestas políticas si menos del 10% de la población dice confiar en ellos, según los últimos Eurobarómetros? ¿Cómo pueden los medios de comunicación articular la conversación pública si apenas 3 de cada 10 ciudadanos creen en la información que leen o escuchan? ¿Cómo aportar argumentos desde conocimientos expertos si estos expertos están cada vez más cuestionados y, en muchos casos, denigrados? Lo peor de la batalla de Trump contra Harvard ya no es tanto el hecho, coherente con su discurso y su política, como la certeza que tiene de que no sólo no le va a pasar factura, sino que, más bien al contrario, le va a ayudar a cohesionar sus apoyos. Por supuesto que Trump defiende a las élites, pero a aquellas que se encuentran en las antípodas de lo que Harvard representa.

Esta profunda desconfianza hacia todo lo que suene a sistema, a poder instituido, abre las puertas a una ultraderecha especialmente hábil a la hora de detectar las brechas de las estructuras institucionales. Cabalgando a lomos de las desigualdades, y aunque de forma distinta y con tiempos diferentes en cada Estado, estas fuerzas han demostrado tener una enorme facilidad para avistar los fallos del mecanismo democrático y colarse por ellos en una maniobra de destrucción desde dentro. Han sido capaces de identificar —y manipular, y exacerbar— los problemas que crea una gestión errónea y cruel de la migración, especialmente en los barrios y territorios más pobres; han olfateado el miedo y la inseguridad que sienten no pocos jóvenes varones ante el avance de un feminismo que cuestiona, como es necesario, los patrones históricos de la masculinidad, y han tenido la astucia de detectar el fondo de indignación que subyace en quienes consideran que su territorio vuelve a ser sacrificado para que otros acumulen riqueza, antaño inundando valles para producir electricidad, ahora con instalaciones de energía renovable ajenas a las realidades y demandas de desarrollo de cada región.

Son solo tres ejemplos, pero analicen el discurso de los líderes de la ultraderecha y comprobarán cómo la migración, el feminismo y la transición ecológica son tres de los ejes que, operando sobre ese contexto populista de un pueblo que desconfía de unas élites cada vez más alejadas, y unas desigualdades —no sólo económicas— que se tornan estructurales, están abriendo profundas brechas por donde se cuelan los discursos xenófobos, machistas y negacionistas. Se puede pensar, y así lo certifica la historia, que todos estos rechazos forman parte de la reacción ante cambios sociales y avances de enorme calado. Cierto. Pero de nada servirá esa explicación si se queda ahí y no busca las causas de fondo para hacerles frente.

Las brechas por las que se cuela la ultraderecha se agrandan en la medida en que el resto del espectro político, y muy en especial la izquierda, se muestra incapaz de articular un discurso que, en lugar de limitarse a descalificar a quienes apoyan a los populismos neorreaccionarios, dirija su esfuerzo a entender el malestar social. Por temor a ser malinterpretada, la izquierda arrastra muchas dificultades para asumir y constatar, por ejemplo, que la migración, que jamás debe ser concebida como un problema sino como un fenómeno —por cierto, tan antiguo como el ser humano—, si no se gestiona de forma adecuada puede llegar a generar, ahora sí, problemas, especialmente en los barrios y ciudades más pobres, donde la miseria pone a pelear al penúltimo contra el último. Entender esos conflictos es el primer paso para intentar encontrar una salida en clave democrática, tanto para los migrantes como para los que sienten y manifiestan rechazo.

De la misma manera, intentar entender las razones por las que no pocos varones jóvenes encuentran un refugio confortable en los discursos machistas de regreso a la familia tradicional es un paso imprescindible para desmontar falsos mitos y desterrar los miedos que genera el cuestionamiento de los roles tradicionales, al mismo tiempo que permite abrir una vía que lleve a hacer entender que una sociedad más igualitaria es una sociedad en la que todos, nosotras y ellos, podemos vivir mejor. ¿En qué momento se olvidó que la política en democracia es un ejercicio de seducción?

Finalmente, calificar de reaccionario y egoísta nimby —no en mi patio trasero— a todo el que se opone a la instalación de plantas de renovables en sus territorios impide entender el sentimiento de agravio construido durante décadas en algunas zonas e imposibilita plantear políticas que lleven a construir un paradigma de ganar-ganar en la instalación de estas tecnologías verdes, a la par que hace tabula rasa y obvia la diversidad de razones que pueden llevar a esta oposición, incluidas las de la manipulación política o las malas prácticas empresariales. Ejemplos no faltan.

Hasta que la izquierda no se deshaga del miedo a ser malinterpretada por los suyos y señalada por quienes se pretenden más puros, y consiga abrazar la complejidad de los matices tanto en el diagnóstico como en la búsqueda de alternativas, será difícil que pueda cerrar las brechas por las que se está colando la ultraderecha y en las que cae, cada vez con más asiduidad y menos reticencias, una derecha institucional y sistémica que no acaba de encontrar su sitio.

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Sobre la firma

Cristina Monge
Imparte clases de sociología en la Universidad de Zaragoza e investiga los retos de la calidad de la democracia y la gobernanza para la transición ecológica. Analista política en EL PAÍS, es autora, entre otros, de 15M: Un movimiento político para democratizar la sociedad y co-editora de la colección “Más cultura política, más democracia”.
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