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Tribuna
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Una explicación del retroceso de las izquierdas en Europa

Para muchos ciudadanos, el izquierdista se ha vuelto un personaje insoportable por sus aires de superioridad moral

Tribuna Sánchez-Cuenca 27/05/25

En los países de Europa occidental, las izquierdas en su conjunto obtuvieron un 43% del voto en el año 2000. En 2025, el apoyo global se sitúa unos diez puntos por debajo, un 32,8%. Se trata de una disminución muy considerable. Dentro de la izquierda, es sobre todo la socialdemocracia la que sufre las pérdidas: ha pasado de un apoyo medio del 32,3% en 2000 al 19,5% en la actualidad. El otro grupo, formado por las izquierdas alternativas y los verdes, ha crecido ligeramente, del 10,7% en 2000 al 13,4 % en 2025. Esta modesta ganancia, sin embargo, no compensa las grandes pérdidas de la socialdemocracia.

La tendencia general ha quedado bien reflejada en las recientes elecciones portuguesas. Con respecto a las elecciones del año pasado, el Partido Socialista ha perdido casi cinco puntos de voto (del 28% al 23,4%). Y las izquierdas alternativas suman un 9,2%, repartidas en tres grupos (Livre, el Bloco y el histórico Partido Comunista). A su vez, las derechas portuguesas superan ampliamente el 50% del voto.

Se han ensayado muchas explicaciones del declive general de la izquierda en el mundo occidental: los cambios en la naturaleza del trabajo y el modelo productivo, la pérdida de influencia de los sindicatos, el sesgo conservador o derechista de los medios de comunicación, las redes sociales, la hegemonía del pensamiento neoliberal... en fin, los sospechosos habituales. Voy a intentar abrir aún más el debate sugiriendo una interpretación algo distinta.

Los dirigentes y organizadores de las izquierdas siempre han tenido una relación complicada con su comunidad de apoyo. Pensemos por un momento en la clase obrera del siglo XIX. Los trabajadores no nacían socialistas. Su conversión al socialismo y su participación en la lucha obrera no era un proceso espontáneo ni natural. Sin un aprendizaje práctico en la protesta y la reivindicación y sin un cierto adoctrinamiento, los trabajadores no se volvían socialistas. No había un “instituto natural” que favoreciera el socialismo. Bastante tenían los trabajadores de entonces con sobrellevar una vida durísima, con numerosas privaciones, sacrificios y humillaciones. A pesar de todas las dificultades, las organizaciones sindicales y los partidos de izquierda fueron forjando un movimiento internacional extraordinariamente exitoso que cambió la evolución del capitalismo y de la democracia en casi todas partes.

Esta necesidad de articular y organizar una clase obrera socialista tuvo siempre un elemento paternalista. Según la vanguardia del movimiento, aquellos trabajadores que no se sumaban al movimiento estaban alienados, carecían de conciencia de clase; no entendían ni sus intereses verdaderos ni el papel revolucionario que les había reservado la historia como clase universal. Los líderes de la izquierda no se limitaban a luchar por la mejora de las condiciones de vida de sus representados; pretendían abrir los ojos de los trabajadores, que entendieran que eran víctimas de la explotación capitalista y que, unidos y concienciados, tenían un poder inmenso de transformación.

En una época que ya no es revolucionaria, la izquierda sigue exigiendo un compromiso fuerte de sus seguidores. Incluso en condiciones económicas y políticas muy distintas a las de finales del XIX o principios del XX, ser de izquierdas no es tan sencillo, requiere una conciencia amplia y alerta sobre los temas más variados. Ahora no se trata de descubrir los orígenes de la plusvalía ni la oposición entre capital y trabajo, o no solo eso. La persona de izquierdas desarrolla posiciones bien definidas en muchos ámbitos: desde la destrucción del planeta hasta los derechos de las minorías sexuales, desde la lucha por la igualdad efectiva de género hasta los problemas de la vivienda, desde los derechos de los trabajadores hasta el uso de los pronombres y los sufijos, sin olvidar la solidaridad internacional con los pueblos oprimidos. Cada uno puede combinar en grado variable todos estos elementos y muchos más que no caben en un artículo como este.

A cambio de tanta concienciación, la persona de izquierdas recibe una gran recompensa, una más que merecida superioridad moral sobre el resto de los mortales, quienes viven sometidos al sistema y no se rebelan contra sus iniquidades. Hoy, como ayer, el izquierdista no puede dejar de considerar una aporía que haya asalariados que no sean de izquierdas. En la formulación poco académica del exalcalde de Getafe, Pedro Castro, “¿Por qué hay tanto tonto de los cojones que todavía vota a la derecha?”

Esta forma en la que la izquierda se dirige a quienes no comparten sus presupuestos se ha vuelto especialmente antipática en nuestros días. No digo que esta sea la causa principal del declive de la izquierda, pero sí creo que aquí se toca una fibra sensible. Es algo que va más allá de la retórica. Estoy pensando en lo siguiente: vivimos una época de individualismo empoderado; a diferencia de otros tiempos, en los que la gente estaba dispuesta a mostrar cierta deferencia hacia líderes, referentes, sabios y otras personas con autoridad moral o intelectual, hoy muchos ciudadanos han eliminado cualquier reserva a la hora de expresar opiniones y actitudes de todo tipo. A esas personas que se sienten dueñas de sí mismas y que intervienen con contundencia sobre cualquier asunto que se ponga a tiro, el izquierdista le resulta un personaje insoportable con sus aires de superioridad moral.

Como he tenido oportunidad de argumentar en otras ocasiones, asistimos a una crisis generalizada de los mecanismos de intermediación, crisis que afecta de modo muy pronunciado a la democracia y, sobre todo, a su dimensión representativa. En un momento en el que vale tanto la opinión de un youtuber como la de un experto (ya sea sobre el apagón, la política económica o el feminismo) y donde nadie quiere que se le diga lo que tiene que pensar, el líder político sólo tiene éxito en la medida en que se ponga al mismo nivel que sus seguidores. Cualquier intento de adoctrinarlos, de influir en sus creencias, se encuentra con una fuerte resistencia. Ay, por ejemplo, del izquierdista que intente convencer a sus seguidores de que la inmigración tiene sus ventajas, o que los inmigrantes deben gozar de unos derechos mínimos. Muchos potenciales seguidores huirán despavoridos hacia partidos que abrazan la xenofobia sin complejos. Este es solo un ejemplo entre otros muchos. ¿Recuerdan el jaleo que se montó cuando el ministro Alberto Garzón trató de concienciar a la gente de que convenía reducir el consumo de carne roja?

En un mundo en el que las instancias de intermediación están cuestionadas y nos aproximamos a lo que he llamado el grado cero de la representación, es decir, una representación puramente horizontal, en la que el representante no puede reclamar un juicio superior al de sus seguidores, las izquierdas se encuentran asfixiadas, sin espacio para realizar la tarea de concienciación y proselitismo que tanto éxito tuvo durante un periodo muy largo que va de la Revolución Francesa a finales del siglo XX. La propia tarea de inculcar valores de justicia y solidaridad se ha convertido en un esfuerzo heroico. Por supuesto, sigue habiendo poderosas organizaciones de izquierdas y también se mantiene la transmisión generacional de principios morales y políticos, pero cada vez cuesta más. Las condiciones objetivas, como antes se decía, no son demasiado favorables: dichas condiciones, curiosamente, se refieren a las formas contemporáneas de la subjetividad, que lo han puesto todo en contra.

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