Trabajar (aún) menos
La subida del salario mínimo y reducción de la jornada laboral suponen un paso loable hacia la liberación de un bien escaso: el tiempo


Al filósofo Byung-Chul Han se le puede atribuir el mérito de haber popularizado una conciencia sobre la sociedad del cansancio, esa en la que el sujeto del rendimiento se explota a sí mismo hasta reventar y cree que se está realizando. En un bar cercano a mi casa, un camarero al que llamaremos Paco me cuenta que él es feliz con su jornada de 40 horas semanales, pero lo sería infinitamente más si las cotizara todas, porque legalmente sólo le pagan 10; las otras van en negro. Entre los despachos de la filosofía bien remunerada y premiada con el Princesa de Asturias y los azulejos roídos de una taberna de provincias habita un problema importante, el trabajo, que en nuestro país adquiere tintes de maldición a pesar de las recientes mejorías. La subida del salario mínimo, por ejemplo, ha aliviado algunas economías domésticas, y la reducción de la jornada laboral —si se acaba implantando— supondrá un paso loable hacia la liberación de tiempo, un elemento escurridizo por el que compiten grandes y pequeñas empresas, pero también el bebé que necesita cuidados, y nuestro propio derecho al descanso o a la fiesta. Sin embargo, mucho me temo que la historia se encuentra dando unos brincos tan radicales que la política institucional debería responder con una profunda reflexión sobre esa vorágine que arrastra a los cuerpos empleados, triturándolos a su paso, también emocionalmente.
El trabajo ha mutado, para una gran mayoría, de lugar donde desempeñar sus virtudes a cambio de unas coordenadas vitales dignas a la obligación de alquilar ese paréntesis que es la vida entre el vacío anterior al nacimiento y la muerte —decía Séneca— sin apenas recompensa. Valorando los puntuales aumentos en la nómina, el poder adquisitivo de la ciudadanía ha sido mermado a lo largo de las múltiples crisis, lo cual ha contribuido a un fenómeno más acuciante si cabe en los jóvenes: la completa disociación del empleo y la identidad. Quién se quiere deslomar para el patrón cuando los mecanismos de la meritocracia, antaño más o menos funcionales, se han caído por las grietas conformaría una buena encuesta ahora que todo ha de medirse en números. En otras palabras, un empleo sin proyección de futuro, para el que el currito es mera pieza dentro de un engranaje desigual e injusto, no genera ningún compromiso; sí fabrica cantidades ingentes de frustración y una alienación dolorosa que ya contó Simone Weil. El sendero hacia adelante y hacia arriba se truncó; el dinero ni se ajusta siempre a la formación ni consigue en ocasiones pagar bienes básicos como la vivienda; la inestabilidad de los contratos se suma a la del mundo mismo mientras Paco contempla que los ricos continúan aumentando su fortuna sin esfuerzo.
Aquí yace una emboscada perfecta que, en Estados Unidos, ha desencadenado lo que se llamó “dimisión silenciosa”: realizar las tareas mínimas para evitar el despido, pero cuidando no involucrarse demasiado con una oficina, o un bar, considerados parásitos de nuestros latidos. A eso han de añadirse al menos dos factores más que complican la ecuación: las mudanzas tecnológicas en torno a la Inteligencia Artificial prometen automatizar sectores enteros; además, si en algún momento nos tomásemos en serio la transición ecológica, esta debería forzosamente alcanzar el carácter de transición laboral, pues buena parte de los puestos de trabajo son insostenibles, contaminantes, dañinos para la biodiversidad y nuestras vulnerables anatomías. No es de extrañar que Sam Altman, el inventor y jefe de ChatGPT, haya propuesto la implementación de una renta básica universal ante los riesgos que su criatura entraña para la supervivencia de mucha gente; una medida que, desgraciadamente, cuenta con escasa presencia en el imaginario colectivo. Tampoco resulta descabellada la recomendación que lanzó la Agencia Internacional de la Energía al comienzo de la guerra en Ucrania: más teletrabajo, por favor, para ahorrar gasolina y luces, pero también con fines medioambientales. El presentismo, siendo posible la flexibilidad hogareña, esa que promueve asimismo la conciliación, carece de anclaje lógico hoy en día.
Así que algo estamos haciendo bien, pero algo muy pequeño. La miga de un pan gigante no llena el paladar, queremos el bocadillo; a poder ser, uno elaborado con trigo limpio y sin pesticidas, capaz de prevenir famélicas legiones en el futuro y de subsanar los retazos de hambre laboral que ya existen. Aminorar significativamente las horas de dejarse la piel a favor de sanarla con amigos y familiares; transformar una cultura de obediencia acrítica y mal remunerada en otra de desempeño útil cargado de derechos sociales; ajustar la innovación tecnológica al bien común en lugar de ir a remolque, parcheando sus fallos mientras nos reemplaza; simplemente, priorizar la vida (ese paréntesis) y no la dominación jerárquica, como hemos aprendido quienes leemos a Byung-Chul Han y escuchamos a Paco el camarero, sería una manera de empezar a pensarnos en la vorágine. No es tan difícil activar la imaginación política, sacudirle el polvo y enlucirla; ha ocurrido muchas veces en esa Europa que ahora todos encumbran, la del Estado del bienestar y los derechos humanos.
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