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Política
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los jóvenes nostálgicos del machismo temen el deseo de las mujeres

El neotradicionalismo pretende recoger las pulsiones en contra del sistema y se vende como contestatario y rompedor. Pero para las mujeres supone retroceder varias décadas

Una madre y sus tres hijas durante la merienda, en 1956.
Oriol Bartomeus

Si uno se asoma a algunos espacios de las redes sociales, ese universo paralelo en el que habitan las nuevas generaciones, debe llegar a la conclusión de que el futuro es el pasado. Lo moderno, lo que se lleva, lo rompedor hoy en día es un remiendo de los aparentemente felices años cincuenta, una época en la que se supone que todo era mejor, desde la seguridad hasta las perspectivas económicas. Lo curioso de los discursos de este tipo, nostálgicos, es que no provienen de atildados señores con bigotito ni de señoras envueltas en una nube de laca que mantiene erguido su peinado “arriba España”, ni aparecen en columnas de ajados periódicos de derecha o emisoras episcopales. La nostalgia por el mundo de ayer se desparrama por las redes y sus voceros acostumbran a ser jóvenes influencers, podcasters y toda la fauna digital.

Es un fenómeno mundial, la parte doméstica de la creciente ola reaccionaria, que tiene en las fuerzas nacionalpopulistas de la extrema derecha a su correlato en la arena electoral. En este ámbito también se produce un efecto de disonancia cognitiva entre mensaje y emisor. En política, la extrema derecha es la que se muestra más rompedora, al menos en las formas. La rebeldía hoy parece estar en la derecha (como apunta Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derechas?) más que en la izquierda, que tradicionalmente ha sido el campo político contestatario contra el orden establecido. La extrema derecha ha conseguido colocar su mensaje de que el mundo está dominado por el “consenso progre”, una especie de sistema opresor contra el que se levantan los ultras, enarbolando la libertad de expresión.

De ahí que se dé la paradoja de que hoy entre una parte de la juventud lo rompedor sea loar a Franco y cantar el Cara al sol (como escribió en este mismo periódico Jordi Amat) como símbolo de liberación de la supuesta opresión de lo políticamente correcto, enarbolado por la izquierda. Lo dicho, el futuro es el pasado, lo nuevo es lo viejo, el franquismo es libertad. Puro Orwell.

No es posible entender el éxito de este nuevo discurso reaccionario entre una parte nada despreciable de la juventud sin aludir al desasosiego existencial que sufren los jóvenes ante un futuro sombrío. El malestar juvenil no es nuevo, es algo constitutivo de esa etapa vital. La diferencia respecto a generaciones anteriores es que hoy esa angustia no es acogida por las izquierdas sino por las derechas. Hoy como ayer, la salida a este desasosiego típicamente juvenil sigue siendo la confrontación con “el sistema”, pero lo que nos deja perplejos es que esta pulsión antiestablishment se postula desde posiciones reaccionarias, de la misma manera que desde 1968 se había hecho desde posiciones de izquierda radical.

De ahí que lo nuevo, lo rebelde, lo radical, hoy sean las tradwifes, el movimiento de base digital que defiende el retorno de la mujer tradicional, aquella que se realiza en el cuidado del hogar, al servicio de su marido y de sus hijos, un imaginario muy de los años cincuenta, pero del que podríamos encontrar las raíces en la tradicional “Kinder, Küche, Kirche” de los nazis (niños, cocina, iglesia) o en las enseñanzas de la sección femenina de Falange. Este discurso tradicionalista, sin embargo, se presenta bajo la forma moderna de las redes sociales y con la etiqueta de una auténtica liberación individual, la emancipación de la nueva mujer de la “dictadura progre” que supone que la mujer liberada es la que se realiza profesionalmente fuera del hogar. El reverso de 1968 llega en forma de retorno del “ángel del hogar”, modelo de virtud y de entrega servicial al marido.

Mientras a ellas se les exige que se sometan a las necesidades de su pareja, de ellos se espera lo contrario. La “machosfera”, esa red de voceros antifeministas que pueblan los teléfonos de nuestros jóvenes, define muy claramente el estereotipo de cada género: un “hombre de valor” es aquel capaz de tener cuantas más compañeras sexuales mejor, mientras que una “mujer de valor” es la que restringe su actividad sexual a una sola pareja (masculina, obviamente). Los datos demuestran hasta qué punto este planteamiento, bajo el pretexto de una liberación, representa una regresión a un pasado que las mujeres han dejado atrás.

Según los datos de la encuesta del CIS sobre relaciones sexuales y de pareja, la propuesta “rompedora” de estos supuestos rebeldes liberadores significa, en el caso de las mujeres, retroceder varias décadas, precisamente hasta aquel instante (afortunadamente superado) en el que existía una estricta brecha entre hombres y mujeres en lo que respecta al sexo y las relaciones afectivas. Desde entonces el cambio entre las mujeres ha sido mayúsculo, como detecta el CIS. La gran mayoría de las nacidas antes de 1960 declara haber tenido una única pareja sexual a lo largo de su vida, algo que solo ocurre con menos de la mitad de los hombres de su misma edad. Entre las mujeres nacidas a partir de 1985, por el contrario, más de la mitad han tenido ya más de cinco parejas sexuales distintas, prácticamente el mismo porcentaje que sus contemporáneos masculinos.

Por lo que respecta a las prácticas sexuales, el CIS pone en evidencia el cambio espectacular de las mujeres en las últimas décadas. En prácticamente todos los aspectos la brecha de género ha desaparecido, y en algunos casos hasta se ha revertido. Es el caso de la masturbación entre los menores de 25 años, donde son más ellas que ellos los que declaran practicarla, aunque aquí puede haber un efecto de expresión, en el sentido de que no se haya producido tanto un incremento de la práctica entre las mujeres como una normalización a la hora de declarar que se practica. En cualquier caso, ya sea porque hay más mujeres que se masturban o porque tienen menos reparos en explicarlo, estamos ante un cambio de fondo.

Y es precisamente por ello que la propuesta de las tradwifes y sus adláteres digitales no sólo se muestra como lo que realmente es, un retroceso en toda regla de la libertad femenina, sino que parece una proposición destinada a estamparse de cabeza contra un muro infranqueable. Porque ¿cuántas mujeres querrán renunciar a tener una vida sexual propia, sin más límite que su criterio y gusto? ¿Cuántas aceptarán callarse? A tenor de los datos no parece que muchas mujeres comulguen con la idea de volver al pasado, por muy “rebelde” que lo pinten. Y es ahí donde la reacción, esa ola global que parece no tener freno, puede empezar a encontrar sus límites y quién sabe si, con ellos, se encuentra con su primer revés.

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