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Tribuna
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La última aventura del espejo ladrón

Si nuestra imagen digital es ahora nuestra verdadera identidad, la pregunta es de qué punto partimos para reclamar nuestros derechos

La última aventura del espejo ladrón. Santiago Alba Rico
Santiago Alba Rico

Hace unos días, leía que 25 personas han sido detenidas por consumir y distribuir pornografía infantil generada de cero por la inteligencia artificial (IA). Confieso que la noticia me suscitó variadas inquietudes en racimo. La primera, y más evidente, tiene que ver con la explotación sexual de la infancia, que, por desgracia, no revela ninguna novedad que obligue a razonar más allá de la enésima expresión de repugnancia moral. Aquí la cuestión se complica por dos vías concomitantes. Por un lado, nos hallaríamos ante el caso infrecuente de un delito sin víctimas, pues no solo no se ha visto dañado ningún niño real, sino que ni siquiera ha habido ninguna agresión metonímica, como sí las hay, en cambio, en las llamadas deepfakes, donde son utilizadas imágenes de personas realmente existentes, a las que se obliga de esta manera —se las fuerza tecnológicamente, digamos— a proporcionar placer sexual a los que las confeccionan o las contemplan. Al mismo tiempo, y esto sí es novedoso, este concreto “delito sin víctima” presupone la atribución de realidad independiente y material (no “ficticia”, como la de las películas o las novelas) al mundo de la fantasía digital.

Si no me equivoco, la cuestión de los delitos sin víctimas (sin “cuerpo del delito”, si se quiere) no es nueva en el derecho, al que siempre ha generado algún malestar. Las legislaciones menos democráticas, por ejemplo, pueden limitar la libertad de expresión alegando que, en ciertos casos, como el de la blasfemia, el bien afectado es una categoría teológica (Dios) o una comunidad abstracta (la de los que profesan un determinado credo). Las dictaduras, en efecto, suelen invocar la defensa de la Sociedad o de la Tradición cuando persiguen la libertad sexual o la igualdad de género; y tienden a establecer, en paralelo, una relación directamente proporcional entre la publicidad y la gravedad de un delito. Recuerdo cuánto me impresionó hace años, mientras vivía en El Cairo, que los tribunales y los medios de comunicación egipcios, frente a un caso de violación y otro de abuso (para que se me entienda más allá de nuestro Código Penal), considerasen de manera unánime mucho menos punible la violación, cometida en un paraje solitario, que el abuso, infligido a su víctima en una plaza céntrica: “En el primer caso”, decían, “se ha violado a una mujer; en el segundo, a la sociedad egipcia”.

En el derecho democrático, ¿puede haber realmente delitos sin víctima o, si se prefiere, delitos sin “cuerpo del delito”? Se puede discutir hasta qué punto está justificado o no prohibir fumar en las terrazas, pero cuando hablamos de delitos contra la salud pública, por ejemplo, la víctima no es una entidad abstracta sino cada uno de los cuerpos potencialmente afectados por el consumo individual de tabaco, cuya nocividad física nadie puede negar. Lo mismo ocurre, no sé, con los delitos ecológicos, cuyas víctimas, más allá del discutible sujeto llamado naturaleza, somos todos los cuerpos potencialmente dañados por un vertido industrial o un incendio provocado. E incluso con los crímenes contra la humanidad, que se cometen sobre cuerpos concretos a los que, bajo esta figura penal, se reconoce horizontalmente emparentados con el mío y con el de todos y cada uno de los miembros de la especie humana.

Ahora bien, ¿se puede castigar como delito una práctica visual, por muy abominable que sea, que no ha dañado ni física ni emocionalmente a ningún niño concreto? No hay que olvidar que los crímenes contra la infancia, según la definición de Unicef, conciernen a la violencia física, sexual o emocional, la explotación laboral y el abandono. Si alguna criatura tiene realmente cuerpo, esa es el niño, y quizás por eso la sola idea de la violencia nos conmociona de tal manera que nos urge perseguir, en efecto, la “idea” misma o, si se quiere, incluso la fantasía privada de la pornografía infantil. Muy pronto será posible, según parece, visualizar nuestras imágenes más íntimas a través de sofisticadas intervenciones neurocientíficas: ¿deberíamos animar a la ciencia en esa dirección, confiando en que estas técnicas solo serán utilizadas contra los violadores de niños?

Se dirá con razón que, en el caso que nos ocupa, esas fantasías no habían permanecido en las cabezas de los detenidos; se habían materializado y compartido. Aquí reside, me parece, la otra faz inquietante de este “delito sin víctimas”. Porque el “progreso” exponencial de las ciencias aplicadas ha descabalado por completo nuestro viejo concepto del derecho terrestre. La IA, en efecto, tan útil en ciertos campos, permite generar un misteriosísimo espacio paralelo, emancipado totalmente de los cuerpos humanos y, sin embargo, real y material. “Real” aquí es lo contrario de “ficticio”, cuya definición misma presupone la conciencia y la distancia; quiero decir que la “ficción”, al revés que la realidad, no puede mentir. “Real” es el conjunto de hechos, informaciones y datos que comparte la mayoría de la sociedad, por lo que un fake es tan “real” como cualquier otro acontecimiento. Las imágenes generadas por la IA son, por tanto, reales, aunque carezcan de cuerpos.

El cuerpo nunca ha residido solo en sí mismo. Como he dicho otras veces, de cuerpo presente solo están los muertos; los vivos estamos siempre en otra parte, repartidos en un bullicio de representaciones. Desprendemos, sí, signos físicos que, de algún modo, escapan a nuestro control, como lo prueban prácticas atávicas tan dispares como el fetichismo o el vudú, que creen operar sobre el objeto a través, por ejemplo, de un mechón de pelo. Durante siglos, hemos tenido cuerpo y alma, y el alma, localizada en el interior, emitía en el exterior un aura, a veces llamada “honor” u “honra”, y luego, en el siglo XX, “imagen”. La tecnología ha ido emancipando esa “imagen” de su ancla corporal, y tanto es así que hoy las imágenes artefactas han dejado de ser la prolongación metonímica de nuestros cuerpos para convertirse en su doble. Hasta hace 50 años éramos aún dueños de nuestras fotografías, encerradas en un álbum reservado a ciertas visitas; luego la digitalización e internet multiplicaron el número de las imágenes, las cuales empezaron a circular a velocidad sideral, despachadas por nosotros mismos, de tal manera que han acabado por sustituir a nuestros cuerpos como depósitos de nuestra identidad real. Nuestros cuerpos, quiero decir, son tocados e interpelados muchas menos veces que contempladas y juzgadas nuestras imágenes, lo que explica que maquillemos y cuidemos más nuestras imágenes que nuestros cuerpos. Nuestros dobles son ahora nuestros verdaderos originales. O de otra manera: nuestro espejo nos ha robado la imagen y ha echado a volar sin ataduras. ¿Con qué consecuencia? La de que en Occidente las imágenes se han vuelto mucho más vulnerables que los cuerpos, como lo demuestra el mencionado fenómeno de los deepfakes, tanto de uso sexual como político. Por muy graves que sean el problema de la vivienda o el de la sanidad en Europa, nuestros cuerpos están todavía bastante protegidos en este lado del mundo; nuestras imágenes, en cambio, viven a la intemperie. Ahora bien, si ellas son ahora nuestra verdadera identidad, ¿desde dónde reclamar nuestros derechos? ¿Desde un cuerpo lento y lejano que se les parece sólo remotamente?

El caso de los condenados por consumo y distribución de pornografía infantil generada por IA señala ahora otro salto adelante: el de la creación de nuevas identidades que, al contrario de lo que ocurría con la fotografía, no tienen a este lado de la pantalla ninguna correspondencia, ningún cuerpo original al que asemejarse. No tienen cuerpo, pero son reales y materiales, y no ficciones literarias o cinematográficas. No dependen ya de nosotros, pero nos vuelven aún más vulnerables. La cuestión es: ¿cómo puede el viejo derecho terrestre, con sus honradas y chapuceras garantías, abordar este nuevo mundo sin estropear aún más el primero?

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Sobre la firma

Santiago Alba Rico
Santiago Alba Rico es escritor y ensayista. Fue guionista en los años ochenta del mítico programa de televisión 'La bola de cristal' y ha publicado más de 20 libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños, un poemario y una obra de teatro. Sus últimos libros son 'España' y 'De la moral terrestre entre las nubes'.
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