Promesas hechas, ¿promesas cumplidas?: entre la realidad y el teatro, Trump avanza en su senda autoritaria
De la política exterior a la economía, la inmigración o los derechos civiles. Un repaso, un año después de su victoria en las urnas, a los avances de la revolución conservadora del presidente estadounidense

“Promesas hechas, promesas cumplidas”. Donald Trump no es el primer político que emplea un sencillo eslogan que ya usaron Ronald Reagan o Bill Clinton, pero tal vez sí el que con más ahínco lo ha repetido desde que ganó en las urnas en noviembre pasado, un triunfo del que este miércoles se cumple un año en mitad del cierre del Gobierno más largo de la historia por el desacuerdo entre demócratas y republicanos para financiar la Administración. Es una de sus maneras de vender, a menudo faltando a la verdad, que está cumpliendo con la agenda que lo llevó de vuelta al poder en enero.
Con él, nunca es fácil separar el teatro de la realidad. Pero hasta en el terreno del simulacro ha demostrado una rapidez y una crueldad a la hora de llevar a cabo su programa y de operar un cambio profundo de la sociedad estadounidense y del lugar de su país en el mundo que han cogido por sorpresa a casi todos en Washington.
Las prisas se deben a que esta vez llegó a la Casa Blanca mucho más experimentado que en su primer mandato (2017-2021), además de rodeado de un equipo extraordinariamente fiel, que no pone objeciones a su asalto a las instituciones.
Aunque su senda autoritaria, un ordeno y mando que tiene su mejor metáfora en la demolición sin pedir permiso a nadie del ala este de la Casa Blanca para construir un salón de baile, no solo está libre de obstáculos en el seno del poder ejecutivo; el Partido Republicano controla el legislativo y ha demostrado tanto una recia fidelidad al líder como una casi nula intención de revolverse contra sus políticas, incluso si estas afectan a sus votantes. En cuanto al judicial: el Supremo cuenta con una supermayoría conservadora de seis jueces frente a tres, dictó el año pasado una sentencia que amplió la inmunidad del presidente en el ejercicio de sus funciones, y está demostrando una robusta tendencia a darle la razón cuando le toca decidir sobre sus políticas extremistas impugnadas en los tribunales.
Trump tiene, además, el tiempo en su contra. Con 78 años, fue el presidente de más edad en jurar el cargo. Y aunque fantasea con la idea de volverse a presentar en 2028, pese a que la Constitución lo prohíbe, es, hasta que se demuestre lo contrario, lo que en política estadounidense se conoce como un lame duck, un pato cojo. Dispone de poco más de tres años para cumplir con el programa de máximos ultraconservador fijado por el Proyecto 2025.
A continuación, un repaso de lo que en este año ha sido capaz de hacer (y lo que no):
Aranceles para todos
La palabra más bonita en la lengua inglesa, según Trump, ha estado en boca de todos desde su triunfo. Y con más vaivenes que una montaña rusa. Apenas jurado el cargo, impuso gravámenes del 25% contra México y Canadá por su supuesta inacción en la lucha contra el fentanilo, para aplazarlos casi de inmediato un mes. También por esa época decretó cargas sectoriales al acero y al aluminio, que acabaría doblando, al 50%, y extendiendo a los automóviles y al cobre.
El gran fiasco llegó el 2 de abril, el día que el presidente había dado en llamar “de la liberación”, cuando anunció con toda fanfarria aranceles “recíprocos” por un mínimo de un 10% para todos los países y territorios −incluido uno solo habitado por pingüinos−. Y de ahí, para arriba: hasta un máximo del 50% para aquellos Estados con superávits comerciales con Washington. El caos desatado en las Bolsas fue tal que los gravámenes superiores al 10% quedaron en pausa durante 90 días, para negociar decenas de acuerdos bilaterales con sus principales socios, incluida la Unión Europea.

Los aranceles definitivos entraron finalmente en vigor en agosto. Y un tribunal de apelaciones los declaró ilegales ese mismo mes. La decisión final corresponderá ahora al Supremo, que escuchará los argumentos de las partes este miércoles. Trump dice que si se los tumban, la economía “se irá al demonio”. Hasta el final del año fiscal 2025, que concluyó el 30 de septiembre, Estados Unidos había recaudado 195.000 millones de dólares en aranceles, según el Departamento del Tesoro. El presidente calcula destinar ese dinero a enjugar el déficit y cubrir los recortes de impuestos ya aprobados.
Venganza contra los enemigos
La venganza fue uno de los argumentos de la campaña electoral de Trump. Contra sus enemigos; los reales y los percibidos. Contra aquellos a los que culpa de sus problemas judiciales en los últimos cuatro años. Y contra unos oponentes a los que confiesa “odiar”. Desde su regreso a la Casa Blanca ha hecho todo lo posible por imponer represalias, mientras ha indultado a sus simpatizantes encarcelados: desde los asaltantes del Capitolio el 6 de enero de 2021 a condenados por fraude millonario, como Changpeng Zhao, culpable de lavado masivo de dinero a través de su negocio de criptomonedas.
En algunos casos, la venganza se ha limitado a bromas pesadas, como la representación de su predecesor, Joe Biden, como una máquina de firma automática en la galería de retratos presidenciales de la Casa Blanca. En otras, ha ido mucho más allá: desde septiembre, tras un mensaje en redes sociales en el que ordenaba a la fiscal general, Pam Bondi, que forzara llevar a juicio a algunos de sus enemigos políticos, ya han sido imputados dos de los que mencionaba explícitamente en ese texto: el exdirector del FBI James Comey y la fiscal de Nueva York Letitia James, así como su antiguo consejero de Seguridad Nacional John Bolton.
Las represalias se han extendido también a las ciudades y los Estados que le rechazaron en las elecciones de noviembre pasado. Ha ordenado el despliegue de soldados de la Guardia Nacional en cinco ciudades gobernadas por los demócratas (Los Ángeles, Washington, Memphis, Portland y Chicago, aunque en estas últimas los jueces lo han paralizado temporalmente) y amenaza con enviar más tropas, del Ejército o la Infantería de Marina. Mientras tanto, el Pentágono acelera el adiestramiento de la Guardia Nacional en tareas de control de disturbios civiles. Y Trump, en un discurso ante centenares de altos mandos militares, sugirió utilizar las ciudades como “lugares de entrenamiento” para las Fuerzas Armadas.
Mano aún más dura contra la inmigración
Una de las grandes −y más populares− promesas de Trump durante la campaña fue la de deportar a millones de inmigrantes irregulares, y sumarísimamente a “lo peor de lo peor”, a aquellos con un historial de delitos graves. En la práctica, el presidente, que en su primer mandato no dudó en separar familias y encerrar a niños en celdas, ha seguido una política contra la inmigración aún más dura.
Las redadas y las deportaciones exprés se han perpetrado de manera indiscriminada: muchos de los expulsados a toda velocidad no contaban con historial delictivo, y han llegado a verse hostigados incluso ciudadanos estadounidenses. Trump y su equipo de Seguridad Nacional han reforzado las filas de la temida agencia de Control de la Inmigración y Aduanas (ICE), el organismo encargado de hacer cumplir las leyes migratorias, desplegada en ciudades declaradas santuario y en contra de la voluntad de las autoridades locales, como en Chicago. Han recurrido a aviones militares para las deportaciones. Han llegado a acuerdos con terceros países, en su mayoría remotos, para que reciban a los detenidos a los que Estados Unidos no puede −o no quiere− expulsar a sus países de origen. El más notorio de estos casos es El Salvador, que interna a los deportados extranjeros que le llegan en la temida megacárcel de Nayib Bukele.

Trump presume de que gracias a esa mano durísima, los cruces ilegales se han detenido en seco.
Las universidades, en el punto de mira
El antiintelectualismo del movimiento MAGA (Make America Great Again) lleva años incubando su animadversión a las universidades como “lugares de adoctrinamiento marxista” a los que los padres conservadores mandan a sus hijos para que vuelvan convertidos en radicales. La oposición en campus de todo el país a la masacre de Israel en Gaza fue el pretexto perfecto para que la Administración lanzara en sus primeras semanas un ataque contra la educación superior por la vía de la coacción a sus principales instituciones: o cumplían las exigencias del Gobierno o se exponían a perder miles de millones de dólares en fondos, lo que pone en riesgo no solo el futuro de esas instituciones de élite, sino la hegemonía cultural y científica estadounidense.
La primera fue Columbia, en Nueva York, que capituló rápido. Harvard, el centro educativo más rico del mundo, mostró después estar más dispuesta para la pelea en los tribunales y la defensa contra las acusaciones de la Casa Blanca de promover valores antiestadounidenses y el antisemitismo en el campus. A principios de mes, la Casa Blanca propuso a nueve importantes universidades una financiación más favorable si estas renunciaban a sus principios liberales (en entredicho también intramuros, como parte de un debate sobre la falta de diversidad ideológica de sus claustros). Con el argumento de que la libertad académica está en juego, siete rechazaron la oferta.
La motosierra del gasto público
El adelgazamiento de la Administración federal fue una de las grandes banderas de la campaña de Trump. Y el fichaje del hombre más rico del mundo, Elon Musk, que aportó una donación récord a su candidatura, fue uno de los principales reclamos para los votantes. Trump colocó al empresario al mando de una motosierra del gasto público que llamaron Departamento de Eficiencia Gubernamental. Primero, Musk prometió que sería capaz de recortar dos billones de dólares. Luego rebajó las expectativas a la mitad.
Cuando dejó el trabajo a finales de mayo, preocupado por las consecuencias de su incursión en política en sus negocios, el milmillonario, que lideró un equipo que canceló decenas de programas federales, cerró la agencia de cooperación al desarrollo (USAID) y despidió o forzó la salida de decenas de miles de funcionarios, solo había logrado unos 175.000 millones de dólares en ahorro público.

Según la Administración de Trump, el DOGE sigue sin su creador, que acabó su relación con Trump tras un feo divorcio a la vista de todos. Claramente, esa motosierra del gasto público no ha cumplido su objetivo, ni parece en condiciones de hacerlo, lo que no ha impedido que, por el camino, el espectáculo montado por Musk haya dejado tras de sí miles de personas afectadas, una sombra sobre la economía de la región de Washington, que cuenta con la mayor concentración de funcionarios, y agencias reducidas a la mínima expresión, con potenciales efectos desastrosos para programas esenciales del Gobierno, como el nuclear.
La guerra sigue igual... en Ucrania
Trump llegó al Despacho Oval con la promesa de poner fin a la guerra en Ucrania en 24 horas; 289 días después, el conflicto continúa. Sus intentos ―ejecutados con un entusiasmo irregular a lo largo de estos meses― han acabado topándose siempre con la negativa de Vladímir Putin a participar en negociaciones de paz. Tras haberse puesto del lado del presidente ruso en los primeros meses de mandato, finalmente Trump parece haberse convencido de que el Kremlin solo le ha estado dando largas. Tampoco ha pasado a dar a Ucrania el apoyo incondicional que Kiev recibió durante el mandato de Biden: este mismo fin de semana, el republicano reconocía que no se plantea en serio entregar misiles Tomahawk de largo alcance al país ocupado, como le pide el presidente ucranio, Volodímir Zelenski.
La bota y el patio trasero
Trump prometió que, a su regreso a la Casa Blanca, no metería a Estados Unidos en nuevas aventuras bélicas en el exterior. En junio, bombardeó tres bases de enriquecimiento o almacenamiento de uranio en Irán. Y desde principios de septiembre ha lanzado ataques contra supuestas narcolanchas en aguas internacionales del Caribe, 15 hasta la fecha, en las que el ejército ha matado al menos a 64 personas sin juicio previo. El Gobierno no ha ofrecido pruebas sobre la carga que llevaban o la identidad de los tripulantes, pero las autoridades aseguran que provienen de Venezuela y que están relacionadas con organizaciones criminales como el Tren de Aragua o el Cártel de los Soles. Algunos de los últimos ataques han sido en el Pacífico, frente a las costas de Colombia.
La Administración de Trump justifica estas operaciones extrajudiciales con el argumento de que el tráfico de drogas es una amenaza para la seguridad de Estados Unidos, que atraviesa la peor crisis de salud pública por estupefacientes de su historia, debido al fentanilo; el potente opiáceo causa alrededor de las tres cuartas partes de las sobredosis, que se han disparado por encima de los 100.000 muertos en los últimos años. Esa justificación no casa con el hecho de que Venezuela no produce fentanilo, y que este proviene en su mayor parte de México.
Entre tanto, Trump ha desplegado un fenomenal operativo militar en el Caribe, mientras deshoja la margarita de una intervención en Venezuela para derrocar a Nicolás Maduro.
Hacer que EE UU sea respetado de nuevo...
Durante este año, Trump se ha mostrado mucho más activo en política exterior de lo que quizá incluso él mismo esperaba. Presume, estirando la realidad, de haber concluido ocho conflictos internacionales.
El último, del que más orgulloso está, es el acuerdo de alto el fuego en Gaza, inestable pero vigente. Y la semana pasada pactó en Corea del Sur con el líder chino, Xi Jinping, un acuerdo sobre tierras raras que, aunque no pone fin a la guerra comercial entre ambos colosos económicos mundiales, sí la congela durante un año. Llegó a su investidura arremetiendo contra la OTAN y amenazando con hacerse con el control de Groenlandia: después de que los países aliados se comprometieran a elevar el gasto en defensa al 5% del PIB, sus críticas hacia la Alianza se han convertido en elogios. Sobre la isla ártica no ha vuelto a decir palabra, de momento.

Más allá del Caribe, se muestra cada vez más belicoso. Ha ordenado retomar las pruebas nucleares estadounidenses —parece que solo se refiere a los vectores de transporte, no a las bombas en sí, aunque no lo ha dejado del todo claro— por primera vez desde 1992. Y amenaza con atacar Nigeria para defender a la comunidad cristiana local.
...Y también saludable
Durante la campaña, Trump logró sumar a Robert F. Kennedy Jr., al que después nombró como secretario de Salud. Reconocido escéptico de las vacunas, RFK, que se presentaba como independiente, se sumó con un puñado de votos y un plan para mejorar la salud de los estadounidenses que el trumpismo supo convertir rápidamente en eslogan: Make America Healthy Again (Hagamos que Estados Unidos sea saludable de nuevo).
Se trata de una agenda que cosecha más consenso en su combate contra los alimentos ultraprocesados o los pesticidas, así como en su diagnóstico sobre la gravedad de las epidemias de obesidad, diabetes y enfermedades cardíacas que asuelan a los estadounidenses, que en las ideas de RFK sobre vacunación. Kennedy logró superar el rechazo de los senadores republicanos en su confirmación en el Senado con su promesa, ampliamente rota, de que respetaría el consenso científico. Desde entonces, ha despedido a expertos en la materia y destituido, por su negativa a plegarse a sus exigencias reñidas con la ciencia, a la directora de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, organismo al que acusa de ser el responsable de los muertos por covid.
También ha logrado convencer a Trump de que la ingesta de Tylenol (paracetamol) durante el embarazo está relacionada con los problemas de autismo, pese a que no hay evidencia científica.
El chivo expiatorio de la minoría trans
En la recta final de la campaña, un anuncio de la candidatura de Trump hizo, según los analistas, más fortuna que ningún otro. “Kamala [Harris] se preocupa por elles [they/them, pronombres que en inglés usan las personas trans y no binarias]. Trump, por vosotros”, decía un eslogan que encapsuló la obsesión republicana por los derechos del colectivo trans como parte de una guerra cultural que da buenos réditos electorales en votantes moderados de todo el país, preocupados por el efecto en sus hijos de lo que la derecha llama la “ideología de género”.
En una de las primeras decisiones ejecutivas tras su regreso al Despacho Oval, Trump decretó que su Administración solo reconoce los sexos femenino y masculino. Después, se ha propuesto prohibir a nivel federal los tratamientos de género a menores, la participación de los militares trans en el ejército y de las atletas trans en el deporte de mujeres. También quiere prohibir a los ciudadanos identificarse en sus pasaportes con un género distinto al biológico. Muchas de esas iniciativas están paradas en los tribunales. La parte relativa al deporte femenino se ha convertido en toda una obsesión. Pronto se sabrá si también es una preocupación compartida por el Supremo, que en este curso se dispone a estudiar dos casos relativos a ese asunto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.






























































