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La demolición del ala este de la Casa Blanca, metáfora del primer año de mandato de Trump

El presidente de Estados Unidos ha echado abajo una zona de la residencia oficial mientras dinamitaba consensos e instituciones del país

Trabajos de demolición del ala Este de la Casa Blanca. Foto: Jacquelyn Martin (AP) | Vídeo: EPV
Macarena Vidal Liy

“La Casa Blanca es muchas cosas en una… Ninguna otra residencia refleja de manera tan significativa los afanes y las aspiraciones del pueblo estadounidense”. Así comienza un memorando de 1961 que atesoraba entre sus papeles Jacqueline Kennedy, quizá la habitante de esa vivienda que más haya hecho para transformar el número 1600 de la avenida Pennsylvania de Washington en un museo vivo. “Todo lo que está en la Casa Blanca tiene que tener una razón para estar ahí”, decía la carismática primera dama.

Seis décadas más tarde, y a punto de cumplirse el primer aniversario de su victoria electoral —el aniversario es el próximo miércoles—, el actual inquilino, Donald Trump, tiene como “principal prioridad” ―en palabras de su portavoz, Karoline Leavitt― una reforma de la residencia en la que transforma la Casa Blanca a su imagen y semejanza, y la convierte en un reflejo de sus políticas de Gobierno.

Escarmentado por la experiencia de su primer mandato (2017-2021), en el que cree que sus asesores le impidieron hacer lo que él quería, en este segundo está dispuesto a dejar una huella imperecedera, en el sistema de gobierno e incluso física. Apoyado ahora por un equipo entregado a él, y con todo el sistema de mando bajo su control —su partido tiene mayoría en el Congreso y el Tribunal Supremo está dominado por jueces conservadores—, rompe los límites a su mando del mismo modo que hace demoler el ala este de la Casa Blanca.

No hay, opina, necesidad de largos procesos de consulta ni permisos. Sea para matar de manera extrajudicial a decenas de personas en ataques a supuestas narcolanchas en el Pacífico o en el Caribe, sea para transformar el otrora austero cuarto de baño de la habitación Lincoln en un cofre de mármol. Su mayoría, piensa, es toda la autorización que necesita: ¿no le eligieron los estadounidenses para que hiciera cosas?

Considera sus argumentos inapelables, aunque a otros les suenen más que discutibles. Para explicar su reforma del baño Lincoln, presentada en redes sociales este viernes, asegura que el nuevo estilo es mucho más acorde con la época original, la de la Guerra de Secesión (1861-65), que el art déco previo. En el caso de las narcolanchas, alega que hay una guerra abierta con el narcotráfico. “Vamos a matar a la gente que traiga drogas a nuestro país”, presumía, precisamente el día en que las excavadoras empezaron a demoler el ala este para dejar paso a un gigantesco salón de baile.

Quien no esté de acuerdo, ahí tiene la puerta, quiera o no. Decenas de miles de funcionarios y altos cargos de agencias supervisoras independientes ya han sido despedidos, con el visto bueno del Supremo. Esta semana, la Casa Blanca confirmaba la destitución de los seis miembros de la Comisión de Bellas Artes, un grupo de expertos en arquitectura que asesora al Gobierno sobre el mantenimiento y conservación de los edificios públicos.

Los cambios en la Casa Blanca empezaron casi de inmediato tras el regreso del republicano en enero. Los primeros, en el Despacho Oval, el venerable corazón del Gobierno estadounidense, donde los tonos sobrios de su predecesor, Joe Biden, se han visto reemplazados por dorados por doquier: en las cortinas, en las molduras, en apliques, en los marcos de las fotos familiares que exhibe tras la famosa mesa de despacho Resolute y los numerosos retratos de sus presidentes favoritos. O en los regalos que le ofrecen quienes acuden a rendirle pleitesía: ahí está el disco de oro macizo que le ofreció el consejero delegado de Apple, Tim Cook.

Estos días el Despacho Oval oficia en la práctica casi a diario como un abigarrado estudio de televisión, desde donde el presidente celebra sus audiencias con líderes extranjeros, empresarios de corporaciones millonarias o congresistas y miembros de su Gabinete. Y, en directo, les trata según le simpaticen. A sus preferidos ―el secretario general de la OTAN, Mark Rutte; el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu― les cubre de halagos en directo y les muestra los renders (representación visual realista de un proyecto) del salón de baile. O, también en directo, convierte el despacho en una cámara de torturas, donde humilla con insultos y bajezas a quienes ve con desdén, sea el presidente ucranio Volodímir Zelenski, el dirigente sudafricano Cyril Ramaphosa o algún periodista de preguntas demasiado inquisitivas.

Tras el despacho, la siguiente reforma fue algo más drástica: la Rosaleda, junto al Despacho Oval, ya no sería un jardín. El histórico césped donde el egipcio Anwar el Sadat y el entonces presidente Jimmy Carter pergeñaron los acuerdos de Camp David para la paz entre Israel y El Cairo fue arrancado para dar paso a un patio de cemento con mesas y sombrillas, de aspecto muy similar al que Trump ya tiene en su residencia privada en Mar-a-Lago.

El jardín que había servido de lugar de acogida e inclusión —cócteles con la comunidad hispana para celebrar el Cinco de Mayo mexicano, ruedas de prensa históricas, cenas de Estado, discursos— se llama ahora el Club de la Rosaleda. Ser invitado a alguna de sus veladas es el boleto más cotizado en el mundo MAGA, el movimiento conservador creado por Trump, y una gran oportunidad para que políticos y empresarios puedan hacer cabildeo.

Uno de los actos conocidos más recientes fue una comida de agradecimiento a los legisladores republicanos por haber confirmado a los candidatos propuestos por Trump para altos cargos; mientras, en el exterior, el país lidia con las consecuencias de un cierre de la Administración que ya se prolonga un mes: recorta servicios a los ciudadanos y deja sin sueldo a los funcionarios, forzados a quedarse en casa o trabajar gratis, por desacuerdos entre republicanos y demócratas por recortes al sistema de salud.

El siguiente paso en los cambios, la introducción de una “galería de la fama” presidencial —una serie de retratos de sus predecesores en la galería exterior que comunica la zona de residencia con el ala Oeste—, se dio a conocer este verano, mientras Trump desataba sus intentos de acaparar poder y vengarse de sus enemigos. Y cuál mayor que su predecesor, Joe Biden, ridiculizado en esos cuadros. En lugar de su foto, aparece la imagen de un dispositivo de firma automática: el republicano sostiene que el demócrata, demasiado envejecido, dejó que otros tomaran por él las decisiones de gobierno, que simplemente se promulgaban con una de esas máquinas. Biden niega tajantemente esas alegaciones.

Fuera de las vallas de la Casa Blanca, esas represalias contra sus enemigos han ido mucho más allá del chiste. Desde este verano, Trump ha enviado soldados de la Guardia Nacional a ciudades gobernadas por la oposición demócrata, ha dado órdenes a los Estados bajo mando republicano para que alteren las circunscripciones electorales de modo que se garanticen más escaños para su partido en los comicios de medio mandato el año próximo. Ha despedido, o intentado despedir, a más altos cargos de instituciones que se resisten a su control, como la gobernadora de la Reserva Federal Lisa Cook. Sobre todo, ha procurado la imputación de quienes se interpusieron en su camino: el antiguo director del FBI James Comey, la fiscal de Nueva York Letitia James o su exconsejero de Seguridad Nacional John Bolton afrontan cargos en los tribunales.

La destrucción más escandalosa, el acto más simbólico de la estrategia trumpista de arrasar con lo que se ponga por delante —sea un edificio o un sistema de gobierno— aún estaba por llegar. Desde su llegada al poder, Trump había dinamitado presupuestos ya aprobados y con entidades oficiales enteras, como la agencia estadounidense de Ayuda al Desarrollo (USAID) o la cadena de radio y televisión Voice of America. En la Casa Blanca supervisaba en octubre la demolición completa, por sorpresa y a todo correr, de todo el ala este.

Construida en 1902, el ala este acogía las oficinas de la primera dama —desde ellas planeó Jacqueline Kennedy la restauración del edificio— y servía de entrada pública al edificio concebido como la “casa de la gente”. Ahora ocupará su lugar un gran salón de baile, de 8.300 metros cuadrados, construido al gusto marmolesco del exmagnate inmobiliario. El edificio principal de la Casa Blanca mide 5.109 metros cuadrados.

Como en el Estados Unidos que ahora preside, donde se cierran las puertas a los inmigrantes, se multiplican las redadas, se expulsa a los extranjeros indeseados y tener una opinión contraria se convierte en algo sospechoso, el sentido de inclusión y bienvenida con el que se proyectó esta ala funcional en la era de Theodore Roosevelt pasa a ser sustituido por la exclusividad en el acceso. Y por la competencia entre corporaciones multimillonarias por engrosar la lista de manos privadas que sufragarán el faraónico proyecto.

Tan simbólica fue la destrucción como característico su método. Al anunciar su proyecto de gran salón de baile ―que justifica como necesario para acoger a cientos de personas en cenas de Estado y otros grandes eventos― Trump había asegurado que la nueva estructura no tocaría nada de lo que ya estaba en pie en la Casa Blanca. Nunca llegó a revelar que los planes habían cambiado, hasta que ya los hechos se hubieron consumado. No hubo consultas con expertos, no hubo solicitudes de permisos, no se siguieron los procedimientos establecidos.

Tampoco ha habido oposición. Quienes hubieran podido presentarla ―la Fundación Nacional para la Conservación Histórica, por ejemplo― encontraron que llegaban demasiado tarde: ya no quedaba nada en pie. Entidades oficiales, la Comisión Nacional para la Planificación de la Capital, encargada de la construcción federal en Washington, sostienen que no les corresponde decidir. Will Scharf, presidente de esta comisión, declaraba en septiembre que solo le compete la construcción de estructuras, no la demolición: “Esta comisión no tiene jurisdicción y niega desde hace mucho tiempo que la tenga sobre los trabajos de demolición y la preparación de solares en las propiedades y edificios federales, lo nuestro es básicamente la construcción”.

De momento, se desconocen los planos de la obra, cuyo coste ya ha pasado de los 200 millones de dólares de los que hablaba el presidente este verano a 350 millones o más. Al estar cerrada la Administración, no se han presentado. Pero algo está claro. Para Trump, la construcción es prioritaria, tanto que los trabajos están en marcha cuando el cierre de gobierno mantiene la actividad pública en mínimos. Quiere poder estrenar el salón antes de que concluya su mandato. Y dejar una marca indeleble. En la Casa Blanca, y en la Historia.

“Todo cuanto está en la Casa Blanca tiene que tener una razón para estar”, decía Jackie Kennedy. En la era de Trump hay una razón: el deseo presidencial.

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Sobre la firma

Macarena Vidal Liy
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Previamente, trabajó en la corresponsalía del periódico en Asia, en la delegación de EFE en Pekín, cubriendo la Casa Blanca y en el Reino Unido. Siguió como enviada especial conflictos en Bosnia-Herzegovina y Oriente Medio. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.
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