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Columna
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Calavera y birrete: las ceremonias de graduación nos recuerdan que vamos a morir

Las celebraciones de fin de curso para el niño son ‘carpe diem’ y para el adulto, ‘memento mori’

Ceremonias de graduación

El mes de junio les pertenece a ellos: a los estudiantes que fuman nerviosos a primera hora de la mañana frente a los centros donde harán la PAU y que al cabo de unas horas anegarán la plaza del barrio o del pueblo con sus mejores galas, con trajes que jamás se pondrían en ningún otro contexto ni volverán a ponerse, como sucede con los vestidos de boda, y es que las graduaciones de instituto se parecen, de hecho, a una única y multitudinaria boda adolescente, como un final feliz para Romeo y Julieta, con maridaje entre el tocado o la pamela y el vaper sabor a chicle y la botella de kalimotxo. El mes de junio siempre ha sido para quemar libros en las hogueras de San Juan y para quemar etapas, como hacen los niños del último curso de infantil y de sexto de primaria al desfilar por el salón de actos con sus togas y sus birretes, es decir, portando un libro en blanco en la cabeza como símbolo del cambio de ciclo, del ascenso hacia el futuro. Estoy segura de que vosotras y vosotros que fuisteis, pero ya no sois legítimos dueños del mes de junio os habéis encontrado con sus protagonistas en algún momento, en algún lugar, en torno al solsticio. Es posible que hayáis asistido a alguna ceremonia de graduación, incluso, y que la experiencia no os haya dejado indiferentes, porque cómo podría.

Cuando nacen, los niños te remueven tu propia infancia, logran que esta aflore de vuelta al presente. Siempre he intuido que hay mucho de esto tras las depresiones posparto —que quizás no sean un asunto exclusivamente femenino ahora que los hombres no se sienten tan libres para salir huyendo cuando la cosa aprieta; también ellos enloquecen ante su primogénito, qué duda cabe—, porque lo que trae el bebé bajo el brazo es la arqueología vital de sus padres, la memoria de lo que, hasta entonces, estos solo conocían a través del relato ajeno, y recordar lo que no se recuerda no siempre resulta tolerable. Como sea, jugar con el bebé significa transformarse en el bebé que juega, reconquistar el oscuro pasado prelingüístico y, en definitiva y a pesar de las ojeras por las tomas nocturnas, atravesar una experiencia que rejuvenece hasta el delirio. Pero esto dura poco. Alcanza su fin, de hecho, en la fiesta de graduación de infantil, en ese rito que hemos importado de América, supongo, y que para el niño es carpe diem y para el adulto, memento mori. Y es que sucede entonces, de forma estereotipada y casi diría que obligatoria, que las profesoras proyectan un vídeo con fotos de las criaturas, mostrando su metamorfosis a través de los últimos tres o cuatro años de sus incipientes pasitos, y los adultos que lo presencian se ven incapaces de contener las lágrimas, que no son de emoción, sino de miedo. Porque a aquellos que lanzaron hace mucho los birretes al aire, esos fotomontajes les hacen pensar en la muerte, en eso que nos dicen que veremos cuando todo acabe, la vida que sucederá ante nuestros ojos y que seguro que tendrá banda sonora de Oasis y el sello inconfundible de las producciones de Canva. Today was gonna be the day (hoy iba a ser el día). Y ya.

Sin duda se entiende el tropo de la madrastra de Blancanieves cuando visualizamos al arquetipo de la madurez llevando a la infancia de la mano: la piel cada vez más tersa por un lado, las arrugas cada vez más pronunciadas por el otro; el futuro como libro en blanco y el futuro como aproximación inexorable hacia el final del trayecto. Es posible que abuelas y nietas pierdan los dientes al mismo tiempo, pero, por lo demás, el proceso es casi siempre paradójico y desigual, puede que cruel. Pero también lo es bellísimo e hipnótico y trascendente, por supuesto, al menos si se piensa en términos de relevo y no de reemplazo; y pensando en lo que decía Platón, que la filosofía es una forma de preparación para la muerte, podríamos afirmar que contemplar la infancia ajena, ver crecer a nuestres hijes (y a les hijes de los demás, que también es nuestro privilegio), también podría considerarse como una forma de filosofía.

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