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ENSAYOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En busca del sentido de la vida: ¿para qué estamos aquí?

Dar un significado a nuestra existencia es la necesidad emocional e intelectual más decisiva para cualquier ser humano. Según cómo gestionemos ese anhelo, viviremos de una manera o de otra

Ideas 25/05/2025

La búsqueda del sentido es, hogaño como antaño, la necesidad intelectual y emocional más decisiva para cualquier humano. Dependiendo de cómo gestione este anhelo, y qué estrategias adopte para su satisfacción, la persona vivirá de un modo u otro.

A pesar de que la voz de Viktor Frankl y el eco de su El hombre en busca de sentido sigue llegando con fuerza hasta nosotros, el paradigma en el que seguimos instalados en Occidente, desde hace un par de siglos, es el materialismo y el nihilismo, que sostienen la ausencia insalvable del sentido.

Empero, parece posible y necesario proponer, al menos, otras dos grandes estrategias alternativas al paradigma actual. La una (que he defendido con ahínco en mis dos últimos libros) la dejaré para el final. La otra, si bien claramente antimaterialista y antinihilista, es de corte inmanentista. La defiende, en nuestro país, con claridad y elegancia un filósofo sabio como es Norbert Bilbeny.

En su reciente Universo y sentido sostiene que el propósito de la existencia no puede hallarse en el universo, por cuanto no hay evidencia alguna de que este tenga un designio preestablecido o una finalidad última. En su lugar, la vía que propone para la búsqueda del sentido es que la persona lo construya a través de la exploración del cosmos. El sentido emergería, así, de la interacción entre este y nuestra consciencia.

Es un planteamiento que parte de una paradoja existencial: el ser humano es insignificante en términos cósmicos pero capaz de descubrir, poco a poco, los secretos del universo, lo cual le convierte en un punto de intersección entre lo finito y lo infinito.

Así, la estrategia de construir sentido por esta vía se fundaría en nuestra relación con el cosmos mediante la exploración científica y filosófica del universo. Entendiendo que esto permite a la persona trascender su individualidad al conectarla con algo mayor.

Se trata de una experiencia cognitiva pero también estética y ética. Estética por cuanto la contemplación del cosmos genera asombro ante la maravilla, inmensidad y misterio que denota. Y ética, al prescribirnos responsabilidad y humildad ontológica ante el universo, proponiéndonos el deber de asumir, con todas sus consecuencias, el hecho de que no somos su centro, de que nuestro conocimiento de él será siempre limitado y de que tenemos, en consecuencia, el imperativo moral de proteger la vida también fuera de nuestro planeta, al ser rara y al ser preciosa.

El corolario de esta cosmovisión no se deja esperar: el sentido del universo es el valor que cada persona atribuya a la existencia del universo.

La otra alternativa es claramente espiritualista, si bien igual de racional y compatible con la ciencia como la propuesta anterior. Sostiene que el ser humano no se reduce a su dimensión biológica, racional o lingüística, sino que posee una vertiente espiritual, radicalmente distinta a esas tres, pero indisolublemente ligada a ellas. Así, la espiritualidad es la dimensión de todo humano que añade valor a su estructura psicológica, emocional e intelectual, que estas por sí solas no conllevan.

Esta faceta agregada de la persona es su yo inmaterial, consistente en el sustrato o núcleo agente que realiza las acciones que el sujeto lleva a cabo. Es, por lo tanto, el responsable de tomar las decisiones que la persona emprende.

Es un yo o identidad inmaterial que se va configurando y forjando, a la manera de un Bildungsroman, a lo largo de nuestra biografía. Pues el yo no es otra cosa que el saber acumulado que cada persona vamos teniendo de nuestros propios estados mentales o vivencias psíquicas experimentadas a lo largo de nuestra existencia biológica.

En efecto, nuestro yo o subjetividad inmaterial es nuestra consciencia. ¿Consciencia de qué? De todas nuestras percepciones sensoriales, sentimientos, pensamientos, imágenes mentales, creencias, deseos, dudas, decisiones y actos.

Sobre la base de la documentación científica que disponemos acerca de las muertes clínicas —llevadas a primer plano, en España, por el cirujano Manuel Sans Segarra— y de varios argumentos filosóficos compatibles con lo que hoy sabe la neurociencia, podemos postular racionalmente la hipótesis de que esa identidad individual o yo inmaterial perdura después del colapso cerebral, es decir, sobrevive a la muerte biológica.

Y bien, según este planteamiento, el sentido de la existencia es trascender su finitud. El universo existe para que sus límites sean transgredidos por los seres inteligentes y espirituales (como los sapiens).

Así las cosas, cuando la persona desmiente con sus acciones o pensamientos esta naturaleza espiritual que caracteriza a su identidad individual, termina buscando el sentido en fines efímeros e insustanciales que, debido al fenómeno —estudiado por la psicología— de la adaptación hedónica, nunca le proporcionan una satisfacción duradera.

De ser ello verdad, la búsqueda del sentido sería una experiencia dinámica de la persona consistente en la percatación gradual (o toma paulatina de consciencia) de que tiene, en efecto, una identidad individual espiritual y, por tanto, perdurable.

Es una experiencia, ciertamente, transformadora porque reorienta, poco a poco, el carácter de la persona, redefine sus metas en la vida y la capacita para trascender los límites impuestos por la finitud física y biológica; concretamente tres límites: nuestra mortalidad, nuestra individualidad y nuestra dependencia de las condiciones biológicas y sociales.

A mi juicio, hay al menos cuatro tipos de prácticas o inflexiones de nuestra vertiente espiritual que pueden ayudarnos a traspasar, progresivamente, esas tres limitaciones o finitudes. La primera es la forja de nuestra identidad a través de la exteriorización, en actos, de las virtudes aristotélicas que todos tenemos en nuestro interior. Virtudes que han sido científicamente mapeadas por la psicología actual, de la mano de investigadores como Martin Seligman o Linda Kavelin.

La segunda es la práctica de la oración o plegaria, entendida como el diálogo que la persona mantiene con el eco finito, presentido en su interior, de una voz infinita.

La tercera es la meditación, que —como he tratado de divulgar en la última década— no debe entenderse como la atención plena al aquí y al ahora, como propone un mindfulness de guardarropía, sino como la introspección y deliberación silente de cada persona acerca de las decisiones a tomar que mejor se avengan a su condición inmortal.

Y la cuarta es el desprendimiento paulatino, en cada acto, de actitudes individualistas o egocéntricas.

A mi modo de ver, esta perspectiva evita tanto el ascetismo puritano, que reniega de nuestra corporalidad, como, en el otro extremo, el materialismo nihilista o transhumanista.

Es un enfoque que, lejos de ser falso o irracional, tiene efectos comprobables en nuestra vida cotidiana al ayudarnos a expandir nuestro margen de libertad eligiendo propósitos vitales trascendentes. Forja un camino de liberación personal que permite alcanzar una existencia con sentido, impactando positivamente en nuestro bienestar mental y aumentando nuestra resiliencia frente a las adversidades, el dolor, la enfermedad y la muerte.

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