De la cosecha al restaurante: las mujeres ecuatorianas que revitalizan la chicha
La Chichería, ubicada en Cuenca, trabaja con una red de más de 400 familias campesinas para crear menús con sus productos agroecológicos. “La comida no es folclore, es territorio”, dicen

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Leonor Cabrera mira sus manos manchadas de tierra mientras acomoda una hilera de mazorcas junto al fogón. En su patio de Nabón —un cantón rural en la sierra sur de Ecuador— cada mazorca se seca durante semanas, colgada del techo: un recordatorio de que la vida campesina se sostiene grano a grano. “Sin esto, no hay chicha”, dice casi en un susurro, mientras las sacude para sentir los granos: así sabe que la fermentación será buena.
Para Mamá Leonor, como la llaman en su comunidad, esas mazorcas no solo alimentan a su familia, sostienen una historia que cruza la cordillera hasta Cuenca, ciudad patrimonial de la provincia del Azuay. Allí, la chicha de jora —fermento andino ancestral— vuelve a ocupar un lugar central gracias a La Chichería, un restaurante abierto en 2019 que convierte la cocina en un acto político.
Ese puente entre la chakra y la ciudad lo sostiene Tatiana Rodríguez, una chef ecuatoriana formada en alta cocina, que encontró lo más radical, no en importar técnicas extranjeras, sino en volver la mirada a la cocina campesina y sus saberes ancestrales. Para ella, la chicha es la columna vertebral de una revolución silenciosa, un fermento que los universos ceremonial, medicinal y de resistencia.
“Una chichería es un espacio de encuentro de la gente”, explica Rodríguez. En su cocina la prepara germinando el maíz, mezclándolo con frutas andinas, mishqui (un jarabe dulce del penco) o hierbas, según la temporada. Luego, fermenta cada lote sin aditivos. Servirla en copas burdeos, limpia y viva, es un acto de devolver dignidad a saberes que durante la colonia fueron perseguidos.

El lugar también honra esa idea de encuentro: un restaurante de fachada discreta, pero por dentro combina estéticas y compromiso político. Sus paredes, cubiertas de arte mural, muestran figuras arquetípicas del campo, una bandera wiphala, un letrero fluorescente y consignas a favor de la soberanía alimentaria. Entre mesas de madera rústica y vajilla artesanal, el ambiente se llena de música que va desde la cumbia psicodélica a ritmos latinoamericanos contemporáneos. El mensaje es claro: aquí la comida no es folclore, es territorio.
“Entendí que había una discriminación y racismo hacia la chicha de jora”, dice. “En el imaginario popular se cree que hace daño, ‘que es una bebida de indios’. Resignificarla en un contexto urbano ha sido un proceso largo y pesado, pero aquí la transformamos en un emblema de soberanía y memoria viva”.
Entre la chakra y la ciudad
Detrás de cada plato o copa de chicha hay una red de relaciones que casi ningún comensal ve. La Red Agroecológica del Austro —que reúne a más de 400 familias campesinas del sur de Ecuador, en su mayoría lideradas por mujeres— sostiene cada grano, hoja y tubérculo que cruza del campo a la ciudad. Estas mujeres practican la agroecología como forma de resistencia: sin pesticidas ni transgénicos, con abonos preparados en casa y semillas que se intercambian de generación en generación.
“La producción agroecológica no es lo mismo que la orgánica”, aclara Mamá Leonor. “La agroecológica sostiene la soberanía alimentaria. Alimenta a las clases populares del campo y la ciudad. No es solo bienestar personal, es bienestar colectivo.”

Cada semana, ella llega a la feria agroecológica con canastas de mazorcas, col, papa chaucha, ocas [tubérculo andino], y hierbas para remedios caseros. Allí coincide con productoras como Norma Sicha, quien antes era trabajadora doméstica y, gracias a la Red, ahora vive de lo que cultiva en su chakra. “Así vivo con dignidad, sin patrón ni intermediarios”, comenta. Ellas venden y abastecen la cocina de La Chichería, cerrando un circuito donde cada grano o tubérculo tiene nombre, rostro y tierra de origen.
La feria —que muchas campesinas describen como una minga viva— es un espacio de intercambio directo donde pueden fijar precios justos, tejer redes de cuidado y contrarrestar lo que llaman “la lógica de los intermediarios que encarecen todo y empobrecen a quienes siembran”. Según estudios locales, estos pueden triplicar el valor de un producto. Evitarlos permite que el dinero se quede en la chakra y fortalezca el sector rural, muchas veces sostenido por mujeres.
Esta economía del cuidado —que antepone la familia, la comunidad y la semilla—, mantiene un vínculo constante entre la chakra y la ciudad. Después de años de trabajo colectivo, la Red consiguió una ordenanza municipal en 2025 que respalda esta forma de producir y vender. Ahora las ferias cuentan con presupuesto, infraestructura y el derecho a ocupar plazas patrimoniales sin depender de la política de turno.
Ese respaldo legal también fortalece la alianza entre la feria y La Chichería. Rodríguez —que forma parte de la Red y abrió el restaurante por sugerencia de sus compañeras— lo resume así: “Aquí no se trata de comprar ‘ingredientes locales’ porque está de moda. Es sostener un tejido campesino vivo y hacer presencia desde la ciudad. Cada dólar invertido es político, porque muestra a quién sirve esa economía y qué vínculo crea entre ciudad y campo. Somos compañeras, amigas. Compartimos momentos lindos, pero también resistimos juntas.”

Lo ancestral como futuro
Cada plato en La Chichería cambia según la temporada: la carta rinde homenaje a la cocina campesina y muestra cómo la creatividad transforma productos locales en preparaciones llenas de color y textura. La técnica de alta cocina se aplica a ingredientes que antes se subestimaban: ceviches de maíces nativos, charki de res ahumada y ensaladas de tubérculos andinos. Uno de los más apreciados es un postre con cinco texturas a base de sambo [variedad ancestral de zapallo típica en Ecuador] que antes se destinaba solo al locro o a la alimentación animal. “Tras experimentar, lo transformamos en un plato donde cada bocado muestra lo que la tierra puede dar cuando se la cuida”, dice Rodríguez.
Pero respetar la temporalidad también tiene desafíos: a veces no hay todos los ingredientes porque la agrobiodiversidad no es infinita ni está garantizada. Según organizaciones como GRAIN y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), América Latina alberga más del 50% de la diversidad mundial de maíz nativo, pero cada año se pierden variedades por la expansión de semillas patentadas y el desplazamiento de comunidades rurales.
Esa fragilidad también repercute en la sostenibilidad del modelo. Aunque La Chichería se ha convertido en un referente, su líder reconoce que mantener precios justos implica ir contra corriente en un mercado que aún no valora del todo la cadena campesina. Para ella, comer bien y pagar lo justo, sigue siendo un cambio cultural lento, pero necesario.
Aun con los desafíos, Rodríguez confía en que cada plato y cada copa de chicha pueden marcar una diferencia. El modelo de La Chichería demuestra que cuando la cocina urbana se enlaza de forma justa con las manos que siembran, se protege la semilla, la tierra y la soberanía alimentaria. Entre la mazorca que Mamá Leonor cuelga a secar y la copa que se alza en la mesa, se teje un hilo silencioso: un recordatorio de que cocinar, para estas mujeres, “es honrar la vida que nace de la tierra”.
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