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La vida de Andry Hernández tras dejar la cárcel del terror de Bukele: “Nuestros cuerpos están en libertad, pero nuestras mentes siguen allá”

El estilista venezolano, uno de los 252 hombres que Estados Unidos deportó por primera vez a una tercera nación, trata de reconstruir su vida tras cuatro meses de detención

Andry Hernández Romero, uno de los 252 venezolanos detenidos en el Cecot, liberados el pasado 18 de julio como parte de un intercambio de rehenes entre los Gobiernos de El Salvador y Venezuela.
José Luis Ávila

El lunes 18 de agosto, Andry Hernández Romero (Capacho, Venezuela, 32 años) cumplió un mes en libertad tras haber sido detenido durante cuatro meses en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) de El Salvador. Las autoridades migratorias estadounidenses lo esposaron de manos y pies y lo deportaron a mediados de marzo bajo la ley de Enemigos Extranjeros, acusándolo de ser miembro de la banda criminal Tren de Aragua. Su caso ganó visibilidad de forma inmediata gracias al esfuerzo de sus familiares y amigos que no pararon de difundir pruebas (como sus 12 años dedicados al maquillaje profesional y sus actividades artísticas) que lo alejaban de cualquier actividad ilícita. También su deportación —y la de más de 200 de sus compatriotas sin antecedentes penales— puso en evidencia cómo la Administración Trump fue capaz de despojar a cientos de extranjeros de sus derechos con tal de impulsar su cruzada antiinmigrante.

“Nuestras vidas cambiaron rotundamente, en todos los aspectos. Nuestros cuerpos hoy en día están en libertad, pero nuestras mentes siguen allá. Todavía no entendemos muchas cosas, todavía no recordamos muchas cosas”, expresa Hernández Romero en videollamada con EL PAÍS.

Su regreso al pueblo de Capacho, en los Andes venezolanos, se convirtió en un acontecimiento entre sus vecinos, amigos y familiares que lo recibieron con hervido tachirense y pastel. “Me impactó verle las uñas. Las tenía como un indigente. Él es un hombre que cuida mucho su imagen personal... Me dolió verlo tan demacrado”, cuenta su mejor amiga, Reina Cárdenas, quien fundó el Comité en Defensa de los Tachirenses Deportados y Enviados a El Salvador, junto con otros familiares de los detenidos.

Andry Hernández Romero posa para EL PAÍS y muestra sus tatuajes, en Lobatera, Venezuela, el 22 de agosto de 2025.

La travesía que lo llevó a Estados Unidos, cruzando la selva del Darién y toda Centroamérica hasta México, terminó sin dar frutos. “Nunca pisé una calle en ese país”, afirma Hernández Romero. El 24 de agosto de 2024 se presentó a una entrevista agendada con la aplicación CBP One, en el punto fronterizo de San Ysidro, en San Diego (California). Pasó una evaluación preliminar y los funcionarios determinaron que tenía un temor fundado de ser perseguido si regresaba a casa. Sin embargo, durante un examen físico, un agente detectó sus tatuajes y decidió trasladarlo al centro de detención Otay Mesa de la misma ciudad. “Tengo ocho años con mis tatuajes, dos coronas en mis muñecas con la palabra dad (padre) y mom (madre), en honor a mis padres y a la fiesta de los Reyes Magos de mi pueblo, en la que he participado durante 26 años. Jamás pensé que me confundirían con un pandillero”, explica. En el sistema de puntos que el Departamento de Seguridad Nacional utiliza para catalogar a delincuentes según su apariencia, recibió un puntaje de cinco y un overol naranja.

Estuvo casi siete meses en prisión preventiva y riesgo de deportación. Sus abogadas Lindsay Toczylowski y Paulina Reyes del Immigrant Defenders Law Center, conocieron su caso y rápidamente asumieron su defensa para ganar su petición de asilo en los tribunales (la que alegaba persecución por su orientación sexual e ideas políticas y fue denegada por una jueza de California a finales de mayo); pero en marzo de este año, justo antes de una audiencia en la corte que definiría su situación, Hernández Romero fue trasladado a Nuevo Laredo (Texas) y deportado a El Salvador.

Su recibimiento en la cárcel de máxima seguridad del presidente Nayib Bukele estuvo marcado por la humillación: le raparon el cabello contra su voluntad. “Si para todos fue horrible que lo hicieran, imagina lo que significó para un estilista como yo verme hincado y completamente calvo”, lamenta. “No soy miembro de una banda. Soy gay. Soy estilista”, fueron las palabras que pronunció en el momento, y con las que haría una declaración que le traería duras consecuencias durante su estancia en la prisión.

Andry Hernández Romero posa para EL PAÍS, en Lobatera, Venezuela, el 22 de agosto de 2025.

“Entramos 252 desconocidos, salimos 252 hermanos”

Hernández Romero compartió celda con otros 19 compañeros en el Cecot. En un ambiente dominado por hombres heterosexuales, en el que el machismo y la discriminación forman parte de la dinámica grupal, el joven maquillador marcó una línea que le permitió sobrevivir en medio de los barrotes. “Soy de las personas que piensan que para todo hay un espacio. Uno para comportarse seriamente, uno para mariquear, uno para echar broma. Desde que pisé El Salvador, les dije a los demás: ‘Ustedes me respetan y yo los respeto. Mi cédula dice masculino, así que me comporto como un hombre. Aunque algunas veces boté alguna pluma para reírnos y liberar la carga de lo que estábamos viviendo (...) La verdad fue que entramos 252 desconocidos y salimos 252 hermanos”, expresa.

El compañerismo y el respeto entre los detenidos se hizo aún más fuerte luego de que Hernández Romero viviera el episodio más fuerte desde su deportación. “Fui abusado sexualmente en el Cecot. Ocurrió un mes y medio después de mi llegada. Ha sido muy difícil revivir todo este acontecimiento, pero como me dicen los especialistas en salud mental que me están atendiendo, hay que revivir para sanar y olvidar”, confiesa. El tachirense no era el único homosexual entre el grupo, pero sí el único que lo expresó abiertamente. “Se rumoró que había otras cuatro personas gais, pero se lo reservaron en su totalidad”, agrega.

Los guardias, que permanecen todo el tiempo encapuchados durante sus funciones, lo convirtieron en su target. “Cásate conmigo, que yo te doy los papeles para que seas una mujer salvadoreña”, “te voy a hacer embarazar”, “aquí los maricos son aceptados”, “tómate las anticonceptivas para que no te preñen”, fueron solo algunos de los comentarios procaces que recibió desde su entrada en la prisión. Sus compañeros comenzaron a percatarse de la situación y a resguardarlo en consecuencia, pero ninguno pudo evitar lo que pasó después. “El Gobierno de Estados Unidos habla de los crímenes que cometen extranjeros contra sus ciudadanos, pero calla cuando son ellos los que cometen o permiten crímenes contra otros”, protesta el venezolano, que figura como el principal querellante en una demanda interpuesta por la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) contra la Administración Trump por las deportaciones de inmigrantes usando perfiles raciales, lideradas por la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem.

La visita de la funcionaria al Cecot a finales del mes de marzo, tras el arribo de los venezolanos, le permitió a Hernández Romero la posibilidad de alzar su voz contra las vejaciones y malos tratos que apenas comenzaban. “Yo estaba en la celda nueve y no pude verla porque llegó solo hasta la cinco. No fue capaz de continuar el recorrido porque empezamos a gritarle: ¡Libertad, libertad! Y a hacer la seña de auxilio internacional”, rememora el episodio.

Andry Hernández Romero, uno de los venezolanos deportados y detenidos en el Cecot, maquilla a Gabriela Mora, novia de su compañero en la prisión, Carlos Uzcátegui, horas antes del matrimonio civil entre ambos, en la población de Lobatera, Estado Táchira, Venezuela, el 22 de agosto de 2025.

Maquillar de nuevo

Hernández Romero regresó a Venezuela y no tiene planes de emigrar una segunda vez. Estar con su familia es su mayor prioridad estos días, aunque espera reencontrarse con su pareja, un ciudadano estadounidense residente en Pensilvania, con quien estuvo en comunicación permanente durante su detención en California. “Todavía hablamos a diario. Él es psicólogo y me ha apoyado a lo largo de este proceso, pero no sabemos cuándo ni dónde nos volveremos a ver”, comenta.

Su vuelta a casa también le ha supuesto empezar casi de cero. Llegó sin ropa, sin celular y sin gran parte del material de trabajo con el que contaba. Lo regaló antes de irse. Su amiga Reina Cárdenas, que había sido una de las beneficiarias del obsequio, conservó parte del maquillaje y se lo devolvió para que pudiera retomar su oficio.

“Tengo planes de montar mi salón de belleza, aunque no sé cuándo ocurrirá porque abrir una empresa en mi país sigue siendo cuesta arriba; pero lo que más quiero es limpiar mi nombre. Yo no soy ningún terrorista. Soy un hombre que ha hecho radio, televisión, publicidad y teatro. No tengo nada que ver con pandillas o crímenes de ningún tipo”, se defiende.

La comunicación con sus compañeros en el Cecot tampoco ha mermado con la vuelta al terruño. Los 11 liberados del Cecot que viven en el Estado Táchira y sus alrededores abrieron un grupo de WhatsApp para apoyarse en el duro proceso de readaptación que les ha tocado vivir. “A veces nos reímos de las cosas que nos pasaron para no sentirnos mal, pero hay momentos en los que la soledad nos invade y es difícil recordar”, remarca. También planean hacer un viaje junto a sus familiares en los próximos meses.

Gabriela Mora y Carlos Uzcátegui durante su ceremonia de matrimonio civil,  Andry Hernández Romero asiste como testigo en la población de Lobatera, Estado Táchira, Venezuela, el 22 de agosto de 2025.

Por lo pronto, este viernes 22 de agosto, en la población de Lobatera, Estado Táchira, se produjo el primer reencuentro. Hernández Romero asistió a la boda entre su compañero, Carlos Uzcátegui, y Gabriela Mora. La boda fue una promesa cumplida entre los novios tras vivir meses marcados por la distancia y la lucha por la libertad de los deportados a El Salvador. “Trabajé mucho con la familia de Andry y la de otros paisanos por su liberación, y así como ellos crearon lazos muy fuertes, las familias también. Para mí es un honor que sea él quien me maquille y peine el día de mi boda”, comenta Mora a EL PAÍS, la noche antes del matrimonio.

A su lado, Uzcátegui, evoca una historia ocurrida con su compañero a pocas de que este sea partícipe de su casamiento. “La noche antes de que nos liberaran no podía dormir. Me levanté en la madrugada y Andry, que estaba en la celda de enfrente, me saluda y dice: ’Tranquilo, que mañana nos vamos’. Y no le creí. Pasaron tantas cosas que había perdido la fe. Esta boda es la prueba de que el infierno ya pasó, pero una parte sigue dentro de nosotros. Esa es la batalla con la que estamos lidiando”, asegura. Ambos intentan pasar la página más dura de sus vidas.

Gabriela Mora y Carlos Uzcátegui durante su ceremonia de matrimonio civil,  Andry Hernández Romero asiste como testigo en la población de Lobatera, Estado Táchira, Venezuela, el 22 de agosto de 2025.

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Sobre la firma

José Luis Ávila
Es periodista y miembro del equipo fundador de EL PAÍS US. Su trabajo se publicó antes en medios como Telemundo, Vogue, Gatopardo, El Nacional y Exceso. Se tituló en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas, es especialista en SEO y tiene un Máster en Branded Content de la Madrid Content School.
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