¿Qué pasa cuando el jamón huele raro?
Nunca está justificado montar un cristo. Pero una observación discreta expuesta con tacto puede evitar que otro cliente se lleve un disgusto


Por el color ya se veía venir que ese jamón no sería gran cosa. Acerqué la nariz lo justo para descubrir en él, elevándose por encima del familiar tufillo a huevo duro, las notas a charquito descompuesto que certificaban que eso no sólo no era un jamón de categoría, sino que estaba mal curado, ligeramente crudo, ligeramente en mal estado.
Cerré el paquete sin tocarlo y lo dejé de nuevo en la nevera, junto a la bolsa llena de otros farditos de embutido cortado que trajo mi compañero por la mañana. Yo no lo habría comprado, pero él no tiene vista para estas cosas. Es de esa clase de gente que sale de casa con una lista de la compra grabada en piedra en el bolsillo trasero del pantalón, y ya despachada. Llegan a la tienda, piden doscientos gramos de esto y doscientos de aquello sin mirar el mostrador. Esperan de plantón ojeando el móvil o curioseando en el estante de champús y acondicionadores a que la charcutera haga su trabajo, y a la voz de “servidora”, alargan el brazo, recogen la bolsa con el pedido, pagan lo que se les dice, y se lo llevan.
A la mañana siguiente, él se disponía a salir de nuevo a hacer recados. “Llévate el jamón que compraste ayer de vuelta a la charcutería, amor. Diles que no ha salido bueno, que son cosas que pasan, que te lo cambien por otro, o que ya lo arreglaremos otro día, y listos”. No hace falta armar jaleo. Ni siquiera es necesario desenvainar el tono de queja. En pleno golpe de faena, una pieza de jamón no muy católica podría colársele a cualquiera. Es difícil encontrar personal y mantenerlo en una carnicería de pueblo. Y para todo hay una curva de aprendizaje.
Pero, nada. No hubo manera. También es de esa clase de gente que, antes que hacer cualquier observación o comentario a un camarero o a una dependienta se comería unos huevos podridos o un filete con pelos. A la pregunta de “¿qué tal? ¿Cómo ha ido?”, respondería “muy bien. Todo buenísimo”, y si alguien sentado en su misma mesa hiciese el amago de quejarse por su cuenta, entornaría los ojos irritados, con la incredulidad y la condescendencia de una dama victoriana ante un té tibio, en total desaprobación.
Me interesa profundamente el fenómeno que hace que muchos no sólo sean incapaces de quejarse por algún servicio o plato defectuoso en un restaurante o en un colmado, sino que vean con malos ojos o con incomodidad que alguien de su entorno lo haga.
Nunca está justificado montar un cristo. Pero una observación discreta expuesta con tacto puede evitar que otro cliente se lleve un disgusto y prevenir una crisis reputacional que pueda causar, no sólo dolores de barriga, sino habladurías y murmullos a media voz, aspavientos a quilómetros de distancia, o alaridos en redes sociales. Y esas cosas sí que matan.
Hay adultos con tales cotas de aversión al conflicto, neuroticismo o necesidad de agradar que llegan a sentir auténtico malestar físico sólo con pensar en confrontar o poner en apuros a alguien, aunque lleven razón; casos brillantes de éxito de infancias armadas en torno al “come y calla”, “no molestes”, “no llames la atención”. Otros tienen tan asumidos e internalizados ciertos roles de poder que adoptan una actitud servil con la autoridad que otorgan el rango de camarero o la bata de charcutero. Eso no es respeto, sino empatía mal encauzada. ¿Puede pesar más la aversión a incomodar a nadie que el peligro de una intoxicación alimentaria o de tirar a la basura el trabajo invertido en ganar el dinero que se va a pagar por un plato o un producto?
Por encima de todo, está la presión del grupo, el pacto social por el que se valora más la convivencia pacífica que la justicia individual puntual, ese viejo dilema entre tener razón o tener paz por el que se espera que uno trague con un estómago revuelto o con una estafa antes que romper el espejismo del “todo va bien”. La deslealtad en estos casos se castiga con burlas y miradas de reprobación.
En un mundo con redes sociales y plataformas de desahogo como Yelp, TripAdvisor o GoogleMaps, una vez fuera del restaurante o de la charcutería se esfuman el miedo a molestar, la reverencia a la dependienta y la presión del grupo. La cortesía se evapora con el anonimato y queda solo el justiciero parapetado tras un seudónimo florido emitiendo juicios sumarísimos, desproporcionados y fríos, de animal salvaje, desde el asiento trasero de un taxi con 5g o el sofá de un comedor: “el peor jamón que he probado en mi vida”, “inaceptable”, “vergüenza ajena”. El antídoto a la masacre online es la valentía in situ, que ofrece al establecimiento la posibilidad de corregir, mejorar, crecer y desplegar el mejor de sus servicios de atención postventa.
Finalmente, nos quedamos el jamón. Ni yo tenía tiempo para salir de casa, ni él estaba dispuesto a superar el apuro que le daba devolverlo. A mí me parte el alma tirar comida y dinero, así que decidí freírlo. Para no desechar un jamón malo, serví crujientes de jamón para merendar, cosa de millonarios y de amas de casa de los setenta con invitados.
—Va, mi Sol y Estrellas, Luz de Mi Vida. Échate conmigo en el sofá y veamos una peli juntos.
Mi voz sonaba preñada de la paz del que sabe que ha ganado la guerra. Me pasé la tarde tirándome unos pedos malísimos.
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