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Música clásica
Crónica
Texto informativo con interpretación

Daniel Barenboim resucita en Salzburgo

El director argentino reaparece en el festival austríaco al frente de su Orquesta del Diván con un personalísimo concierto después de múltiples cancelaciones y tras haber hecho público que padece párkinson

Daniel Barenboim dirige a la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente en la Grosses Festspielhaus de Salzburgo el viernes por la tarde. Fotografía cedida por el Festival de Salzburgo
Luis Gago

Poder escuchar a Daniel Barenboim en su doble condición de pianista y director ha sido la norma durante décadas y un privilegio al alcance de todos, porque su actividad era incesante, arrolladora, sobrehumana. Ahora, en cambio, disfrutar de este músico único se ha convertido en la excepción debido al grave deterioro de su salud, una caída en picado que comenzó en abril de 2022 en Berlín, cuando se desvaneció en su camerino en el intermedio de un concierto. Poco antes había tocado como solista al frente de la Filarmónica de Viena en la Philharmonie y dirigido —de memoria, como siempre— las tres óperas de Mozart a partir de libretos de Lorenzo da Ponte en la Staatsoper. Él mismo hizo público en el otoño de aquel año que padecía “una grave enfermedad neurológica” y el pasado mes de febrero, en otro comunicado, fue más preciso: “Hoy quiero comunicarles que padezco la enfermedad de párkinson”.

Hace la friolera de 71 años, siendo tan solo un niño, Barenboim conoció en Salzburgo a Wilhelm Furtwängler, a quien le quedaban pocos meses de vida, y elogió su talento. El año anterior había empezado a estudiar dirección aquí con Ígor Markévich. ¿Recordará aún todo aquello? ¿Se habrá estremecido al volver a Salzburgo? Después de un larguísimo silencio, el genio argentino ha vuelto a ponerse al frente de su Orquesta del Diván en una breve gira por Alemania, Austria y Suiza, con su presencia pendiendo en el aire hasta el último momento. En la anterior, por Extremo Oriente, hubo de cancelar su participación y la asumió su íntimo amigo Zubin Mehta, otro luchador enfermo que se resiste a caer y que volverá a dirigir en Madrid en febrero en los ciclos de Ibermúsica: era la primera vez que no era su fundador quien ocupaba el podio en un cuarto de siglo de existencia. En el programa salzburgués figuraban, casualmente o no, dos obras con presencia de tres héroes: Siegfried, Napoleón y Beethoven. Barenboim —muy delgado, muy envejecido, muy frágil— llega al escenario a pasitos cortos, esbozando una media sonrisa, y dirige de pie una versión lentísima (más de cinco minutos más larga que su grabación con la Sinfónica de Chicago) del Siegfried-Idyll de Wagner que es un tratado de poética musical, una caricia casi permanente.

El pianista Lang Lang saluda al público tras interpretar la parte solista del Concierto para piano núm. 1 de Mendelssohn. Imagen cedida por el Festival de Salzburgo.

Ya sentado durante todo el resto del concierto, Barenboim acompañó a Lang Lang, un pianista al que siempre ha apoyado, en el juvenil y volátil Concierto para piano núm. 1 de Mendelssohn. El chino, que se las sabe todas, deja que el director, al que venera, le diga sin rebeldía posible por su parte por dónde llegar al piano, cuándo saludar, cuándo no, en qué momento abandonar el escenario, y el argentino le acompaña esta vez con partitura (aunque a veces se olvida de pasar una página y otras da alguna entrada falsa, lo que provoca miradas de complicidad de los músicos, que hacen caso omiso) una versión luminosa, ahora sí, muy parecida a la que grabaron, también en Chicago, hace más de dos décadas. Los trinos, las escalas, los arpegios de Lang causan asombro, porque posee un mecanismo fácil y certero que, al lado de Barenboim, pone estrictamente al servicio de la música, dejando a un lado fruslerías. Cuando toca la propina —una versión un tanto pizpireta de la Mazurca op. 33 núm. 2 de Chopin—, es ya un Lang Lang algo distinto, porque Barenboim no ha salido al escenario con él.

Pero el milagro estaba por llegar con la Sinfonía “Heroica”, una fiel compañera de viaje de Barenboim en la que no ha cesado de ahondar hasta hoy, una obra que cambió el curso de la historia de la música. El primer movimiento (omitiendo, por desgracia, la repetición de la exposición) dibujó un heroísmo fieramente humano y envuelto en todo el lirismo que admite una partitura con frecuencia áspera y descarnada. Y en la Marcia funebre se produjo el milagro. Rozando casi los 19 minutos, superó sus interpretaciones más lentas de las que hay registro, que ya dejaban atrás por mucho a las versiones de por sí despaciosas de Furtwängler o Klemperer, sus principales referentes. Esta música le toca ahora más que nunca, claro, y sabe plasmar su colosal arquitectura e iluminar sus entrañas con una maestría inigualada. El cataclismo emocional, la llegada a la cumbre, el deslumbramiento, se produjo en la fuga, envuelta en una extraña aura de inevitabilidad y trascendiendo de lleno las fronteras físicas con la entrada de las trompas: no es posible verbalizarlo. Tras recuperar el resuello en un Scherzo transparente y vitalista, planteó el último movimiento —de nuevo muy lento, por encima de los 14 minutos— como otro ascenso progresivo que culminó esta vez en una imponente doble fuga y en una coda que, a esas alturas, aún sonó incomprensiblemente llena de fuerza y energía.

Daniel Barenboim y la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente agradecen los aplausos del público que llenaba la Grosses Festspielhaus. Fotografía cedida por el Festival de Salzburgo.

Barenboim consigue todo esto sin apenas gestos, con un aire semiausente, pero, claro, esta orquesta es su criatura, es carne de su carne, y aunque en este cuarto de siglo hayan pasado por sus atriles varias hornadas de instrumentistas, el creator spiritus siempre ha sido el suyo, que les ha insuflado valores, esencias y maneras. La música dimana de él aun con la actual pasividad y, del mismo modo que solo Isolde puede escuchar la melodía que desprende el cadáver de Tristan y que ella hace suya, sus músicos —mayoritariamente árabes e israelíes en pacífica convivencia, con su hijo Michael como concertino— también la oyen, por más que él apenas haga indicaciones y les deje a su aparente libre albedrío. Es su presencia la que lo cambia todo, la que mantiene a sus mentes imantadas. En pleno declive físico, el argentino se ha convertido él mismo en Spätstil, en “estilo tardío”, ese concepto que tan bien analizó su amigo Edward Said, cofundador del Diván, y que tan identificable resulta en el propio Beethoven, como también exploró el maestro de Said, Theodor Adorno. Que Barenboim pueda aún dirigir en su estado físico escapa a toda explicación racional. Que los resultados sean los que se escucharon el viernes en la Grosses Festspielhaus de Salzburgo alcanza la categoría de misterio insondable. Al final de la “Heroica” y tras una hora larga de concentración, claro, el cuarto héroe del concierto parecía exhausto, consumido, muerto. Pero está felizmente vivo.

Riccardo Muti dirige a la Filarmónica de Viena en la Grosses Festspielhaus el 15 de agopsto de 2025. Imagen cedida por el festival de Salzburgo.

Coetáneo casi estricto de Barenboim e instalado, como él, en un estado permanente de sabiduría, Riccardo Muti dirigió la mañana de ese mismo viernes (festivo en Austria) un gran concierto a la Filarmónica de Viena. En el programa, obras de Franz Schubert y Anton Bruckner, un hermanamiento natural por lo mucho que el segundo aprendió del primero. El italiano ha renunciado también hace tiempo a todo gesto innecesario y apenas despega los pies del podio, al contrario de ese constante trasiego cinético que cultivan muchos directores jóvenes: lo curioso es que Muti no se mueve más porque no quiere; Barenboim, probablemente, porque no puede. La Sinfonía “Trágica” fue un dechado de contención y equilibrio clásico: aunque premonitoria de futuras tragedias, está escrita por un Schubert de 19 años. Todo le fluyó con naturalidad al italiano: ese cierto espíritu Sturm und Drang que aún habita en el primer movimiento, el sencillo melodismo del segundo, las síncopas del minueto, la resolución de las tensiones del Allegro final, en el que no repitió la exposición, consciente quizá de que es el movimiento menos conseguido de la obra. La orquesta lo aprecia, lo respeta y, como irradia auctoritas en todas sus miradas, en sus exiguos pero clarísimos gestos, lo que suena se asemeja casi a música de cámara hecha entre viejos amigos.

La Misa en Fa menor de Bruckner podía entenderse como una celebración de la festividad de la Asunción de la Virgen en la muy católica Austria. Es una obra no exenta de ingenuidades: de hecho, su gestación es contemporánea de la Primera Sinfonía del compositor. Tampoco aquí cargó las tintas Muti en el aspecto dramático, aunque Fa menor es una tonalidad que se presta a ello. Sí graduó con mimo las tensiones, como el progresivo crescendo del Kyrie, aunque —viejo zorro— destapó el tarro de las esencias para los mejores momentos de la obra: la gran fuga sobre In gloria Dei Patris, el súbito estallido de Et resurrexit, la fuga (muy libre) en Et vitam venturi y, sobre todo, el Benedictus y el Agnus Dei, las secciones que contienen —con diferencia— la música más madura y emocionante de la misa. En el primero se lucieron sus solistas (Ying Fang, Wiebke Lehmkuhl, Pavol Breslik y William Thomas), que no tienen muchas oportunidades para hacerlo, y en toda la misa lo hizo el Coro de la Staatsoper de Viena, mucho más entonado que en Maria Stuarda. Un detalle para tomar nota o un aviso para navegantes: después del intermedio, el concertino, Rainer Honeck, fue el único que salió al escenario con su partitura en la mano (el resto estaban depositadas en los atriles): había estado repasando sus solos del Kyrie y el Credo.

El barítono Florian Boesch y Musicbanda Franui durante su personalísima interpretación de ‘Die schöne Müllerin’ de Franz Schubert. Imagen cedida por el Festival de Salzburgo.

En las dos noches anteriores al concierto de Muti con la Cuarta Sinfonía de Schubert pudieron escucharse dos versiones antagónicas entre sí, y que costará ver de nuevo programadas en otro lugar, de Die schöne Müllerin, el primero de los dos ciclos de canciones del compositor austríaco, coetáneo de su contagio de la sífilis, que acabaría provocando su muerte tan solo cuatro años después. El primero lo protagonizó el gran barítono Florian Boesch con Musicbanda Franui, un grupo tirolés de larga experiencia que se autodefine como “una estación transformadora entre la música clásica, la música folclórica, el jazz y la música de cámara contemporánea”. Desde una perspectiva muy diferente a la que adoptó Hans Zender para su “interpretación compuesta” de Winterreise, Boesch y sus compatriotas presentan el ciclo de Schubert como si lo interpretaran desde un pequeño tablado en las fiestas de un pueblo. Boesch canta con micrófono, modificando sustancialmente su manera de emitir y proyectar la voz respecto a cuando lo hace con piano, hay cambios de iluminación y, sobre todo, la música nos llega por completo recreada y metamorfoseada con un puñado de instrumentos que jamás imaginaríamos en estas lides: dos trompetas, trombón, dulcémele de macillos, cítara, arpa, saxofones, clarinetes, tuba, violín, contrabajo y acordeón, estos dos últimos tocados por Markus Kraler (lo que recordaba inevitablemente a nuestro Javier Colina), responsable junto con el trompetista Andreas Schett de los ingeniosísimos, rozando a veces el gamberrismo, arreglos musicales. Hay guiños a la tradición klezmer (Des Müllers Blumen, Trockne Blumen), cambios de timbre y de registro vocal cuando Boesch encarna a otras personas poéticas (la molinera, su padre, el arroyo), versos que parece recitar más que cantar (buena parte de Der Jäger), acompañamientos literalmente deconstruidos (como las introducciones de Der Neugierige, Eifersucht und Stolz, Der Jäger y Ungeduld, estas dos últimas confiadas a la tuba), ambiente festivo (Mit dem grünen Lautenbande, el final de Des Müllers Blumen y Trockne Blumen), posludios instrumentales añadidos (Eifersucht und Stolz), guiños folclóricos (Der Müller und der Bach, un poema dialogado en el que también cantan varios de los instrumentistas, que vuelven a hacerlo en la última canción, Des Baches Wiegenlied) o militares (Die böse Farbe). Die liebe Farbe, que marcó quizás el momento más emocionante del concierto, fue un dechado de intimidad, con acompañamiento de dulcémele y pizzicati de violín y contrabajo, y una de las dos trompetas doblando a veces a Boesch en pianissimo. En general, se quita hierro al drama, en consonancia con lo que siempre ha defendido el barítono austríaco: que al final no hay suicidio del joven aprendiz de molinero, como siempre se ha mantenido. De ahí que el Gute Nacht de la última estrofa del ciclo, cuando el escenario de llena de luz y optimismo, pareciera dirigido más al público que a la principal persona poética del ciclo. Boesch es, junto con Christian Gerhaher, el mayor virtuoso de la dicción alemana entre los barítonos actuales: y esta desempeña también un papel crucial en su enfoque. En el centro del ciclo, entre las canciones décima y undécima, Musicbanda Franui tocó una versión libérrima del Vals Kupelwieser, una auténtica obsesión para Juan Benet, que legó su fijación a su discípulo Javier Marías. Este habría disfrutado de lo lindo oyéndolo convertido en virtud de un expansivo arreglo casi en banda sonora.

El barítono Georg Nigl y el pianista Alexander Gergelyfi interpretan ‘Die schöne Müllerin’ el jueves por la noche en el Stefan Zweig Zentrum.

El jueves por la noche, Georg Nigl puso fin a su ciclo de “Pequeñas músicas nocturnas”, cuyas primeras tres entregas ya se comentaron en anteriores crónicas, y lo hacía justamente con Die schöne Müllerin: de la fiesta nocturna en un pueblo tirolés pasamos de nuevo a la intimidad familiar de una sala del Stefan Zweig Zentrum en el Edmundsburg. Después de haberse valido de tres clavicordios y un piano de mesa, Alexander Gergelyfi recurrió a un quinto instrumento histórico: otro piano de mesa construido por Carl Withum en la primera década del siglo XIX, con un registro que roza las cinco octavas y provisto de dos rodilleras para activar el moderador y la sordina. Nigl volvió a cantar sentado, con partitura y con una toalla preparada en el respaldo de su silla para secarse el sudor: formalidades, las menos.

Nada fue como la noche anterior, por supuesto, sino que vivimos un corolario de las tres propuestas anteriores, si bien esta concentrada en una sola obra. Ya desde Das Wandern, la canción que abre el ciclo, Nigl mostró sus cuatro principales cartas: una interpretación absolutamente espontánea, nada premeditada, hasta el punto de que, quien no lo conociera, podría haber pensado que estaba entrando en contacto con la música por primera vez, tal era la sensación de descubrimiento y sorpresa que lograba transmitir; la introducción de pequeños adornos en las canciones estróficas o en los pasajes repetidos; una primacía casi constante de la media voz, lo que acentuaba notablemente los riesgos en los numerosos pasajes cantados en falsete y, por otro lado, reforzaba el dramatismo de los momentos en que recurría a la plena voz, como en los últimos versos de las cuatro estrofas de “Ungeduld”, cantados con una dinámica creciente, o en la estrofa final de Trockne Blumen, proclamada a los cuatro vientos; y el recurso a la declamación allí donde mejor lo admite la poesía de Müller, como en la cuarta estrofa de “Der Neugierige” o en los dos últimos versos de “Pause”, sobre los acordes lentamente arpegiados del piano (antes de esta canción, por cierto, se hizo una breve pausa para abrir las ventanas y airear y refrescar la sala). La canción de cuna final, un susurro de principio a fin, no tuvo nada que ver con la de Boesch, pero fue igual de eficaz emocionalmente. Las cuatro “pequeñas músicas nocturnas” de Nigl y Gergelyfi han deparado estos días grandes e inusuales experiencias de escucha.

Arcadi Volodos en un momento de su recital dedicado monográficamente a Franz Schubert el miércoles por la noche en la Grosses Festspielhaus.

Una de las piezas que formaban parte del programa del recital de Arcadi Volodos el miércoles por la noche era la penúltima canción de Die schöne Müllerin, el diálogo entre el joven molinero y el arroyo. El ruso la tocó en el arreglo de Franz Liszt, impartiendo, al igual que acababa de hacer en otra transcripción del húngaro de Litaney, una canción sobre el Día de Difuntos, una lección magistral de cómo debe interpretarse una melodía acompañada, por muchas que sean las hojas que envuelvan la rama. Antes aún, había abierto su recital con los seis Moments musicaux, también de Schubert, plagados de silencios, muy lentos, sin una gota de afectación, ennobleciendo el tan a menudo maltratado tercero, resaltando la veta bachiana del cuarto con una milagrosa mano izquierda y edificando un grandioso drama en miniatura en el sexto. En Volodos, nada es trivial, todo tiene el peso y la duración justas, traducido con un sonido de una calidad —y personalidad— asombrosa. Sentado en una silla normal y corriente, Volodos apenas se mueve, no hace un solo gesto gratuito (tampoco cuando saluda y agradece con mesura los aplausos), absorto como está en cuanto toca. Nada que ver, por ejemplo, con productos del marketing del tipo de Víkingur Ólafsson, en el que todo parecen poses impostadas para ocultar las carencias: el tiempo dictará sentencia para uno y otros, si es que no lo ha hecho ya.

La Sonata D. 959 fue un bloque monolítico en el que la forma de cada movimiento iba perfilándose poco a poco bajo sus dedos. Sorprendió la coda modernísima del primer movimiento, llena de pausas y ángulos, casi como un lejano presagio de Webern. En el Andantino, los acordes fueron secos, incisivos, y los pasajes en pianissimo parecían llegados desde fuera del escenario. El Trío del Scherzo fue también extraordinariamente audaz, descubriendo tesoros tradicionalmente inadvertidos. Los silencios fueron trascendentales al final del rondó, que el pianista ruso cerró de manera espectral. Volodos recuerda en muchas cosas, aunque no en otras, a Grigory Sokolov, nacido como él en Leningrado, si bien los dos viven en España. Ambos tienden a la introspección y sus conciertos tienen también algo de auto sacramental. Volodos, que sólo toca recitales, es uno de esos poquísimos músicos trascendentes, como lo es también el propio Sokolov o como lo fue en su día Gustav Leonhardt. Tocó cuatro piezas fuera de programa (otro punto en común con su compatriota, siempre generoso en las despedidas), y no cualesquiera ni previsibles: el Ländler D. 366 núm. 3 (lentísimo y metafísico), a modo de epílogo de su monográfico Schubert; la Rapsodia húngara núm. 13 de Liszt (sin un solo atisbo de virtuosismo huero o banal); el Intermezzo op. 117 núm. 1 de Brahms (nadie toca actualmente como él las últimas colecciones pianísticas del hamburgués); y Pájaro triste, la quinta de las Impresiones íntimas de Mompou (un autor al que es fiel desde hace años). El éxito fue clamoroso.

Fuego y destrucción en la primera secuencia de la ópera ‘Tres hermanas’, de Péter Eötvös, el martes por la tarde en la Felsenreitschule.

Pero si hay algo de cuanto ha acontecido durante estas dos últimas semanas en Salzburgo que, en virtud de su audacia, su novedad y su capacidad para remover conciencias, se recordará por encima quizá de ninguna otra cosa será la nueva producción de la ópera Tri sestri (Tres hermanas), del compositor húngaro Péter Eötvös, fallecido el año pasado. No puede decirse que sea una de esas óperas contemporáneas de exiguo recorrido (o que apenas sobreviva a su estreno, como hay tantas), ya que desde que se dio a conocer en Lyon en 1998 se ha representado en teatros de Budapest, Hamburgo, París, Bruselas, Berna, Múnich, Viena, Zúrich, Buenos Aires, Fráncfort y Yekaterimburgo, y la lista no es exhaustiva. Serán mayoría, por supuesto, quienes conozcan a Eötvös mucho mejor en su faceta de director que de compositor, ya que durante buena parte de la segunda mitad de su vida se volcó en la primera actividad en detrimento de la segunda, algo parecido, por ejemplo, a lo que hizo Pierre Boulez, que se convirtió en una especie de mentor del húngaro al elegirlo para ser el primer director musical del Ensemble intercontemporain, una decisión más que reveladora de su talento (y del finísimo olfato, más allá de su legendario oído, del francés).

Casi nada en Tri sestri es convencional. Eötvös asigna la parte esencial del acompañamiento de las voces a un grupo de tan solo 18 instrumentistas, que es el que se sitúa en el foso, y en el que la única presencia inusual es un acordeón, mientras que una orquesta integrada por medio centenar de músicos ha de tocar desde el fondo del escenario (lo que requiere un segundo director, por supuesto). En una decisión de gran eficacia dramática, Eötvös asocia a cada uno de los personajes con un instrumento concreto: oboe (Irina), flauta (Olga), clarinetes (Masha y Kuliguin), fagot (Andréi), saxo soprano (Natasha), trompa (Tuzenbach), trompeta (Vershinin), trombón (Doctor), percusión (Solioni), contrabajo (Anfisa) y un trío de cuerda cuando cantan las tres hermanas. Para quien no esté familiarizado con el drama de Chéjov, estos emparejamientos ayudan, además, a trazar rápidamente un mapa mental de quién es quién.

El barítono Jacques Imbrailo (Andréi) al comienzo del monólogo con que se cierra la segunda secuencia de la ópera ‘Tres hermanas’.

Pero el rasgo más original de Tres hermanas es quizá que renuncia a la linealidad temporal de la trama de Chéjov. El libreto se construye, en cambio, con un prólogo (tomado, paradójicamente, del final de la obra original) y lo que su autor llama tres secuencias, centradas, respectivamente, en Irina, Andréi (el hermano) y Masha. La hermana mayor, Olga, carece de una secuencia propia, porque es la principal observadora, reservándose al final para ella el corolario final. Y en cada una de esas secuencias se agrupan desordenadamente fragmentos de texto que resultan especialmente relevantes para resumir la tragedia vital de esos tres personajes. Así, por ejemplo, la secuencia de Irina arranca con una escena del tercer acto y prosigue con otras tantas del segundo, el primero, el segundo de nuevo y el cuarto. Esto explica también que personajes que habían muerto en la primera secuencia (el barón Tuzenbach) reaparezcan con vida más tarde, que el incendio del tercer acto original aparezca en la primera secuencia o que veamos repetida idéntica acción: cuando el Doctor, borracho, estampa el mismo reloj de pared contra el suelo tanto en la primera como en la segunda secuencia. Con estos saltos hacia atrás y hacia delante, que guardan también relación con esa perspectiva múltiple de iguales hechos que había adoptado Akira Kurosawa en Rashomon, Eötvös y su libretista, Claus H. Henneberg (el mismo de la ópera Lear, de Aribert Reimann, que pudo verse en el Teatro Real el año pasado), rompen cualesquiera expectativas y nos dejan al albur de un tiempo suspendido, estancado, retorcido, lo cual es asimismo una metáfora de que donde se desarrolla la acción (una ciudad de provincias) impera la pasividad de los diferentes personajes, un no-tiempo, mientras que es en Moscú (El Dorado con el que sueñan y donde imaginan ser felices las tres hermanas) donde reina la actividad y el tiempo avanza realmente a la par que suceden cosas. El destino quiso, por cierto, que Aribert Reimann y Péter Eötvös murieran el año pasado con tan solo once días de diferencia.

Tri sestri es hija de su tiempo en otro elemento sustancial sorprendente, como fue la asignación de los tres principales personajes femeninos a tres contratenores travestidos, con registros equivalentes a los de una soprano (Irina), una mezzo (Masha) y una contralto (Olga). También Natasha, su terrible cuñada, se confía a un contratenor muy agudo, en la línea de alguna manera de esos personajes cómicos de las óperas venecianas del siglo XVII (como el Satirino de La Calisto de Cavalli, que pudo verse este verano en el Festival d’Aix-en-Provence): al ver la luz originalmente Tres hermanas en un momento de eclosión de las óperas barrocas, sobre todo de Handel, Eötvös tomó una decisión arcaicamente vanguardista que apuntaba a la futura presencia cada vez más habitual de contratenores en los teatros. Sin ir más lejos, han cantado en la mayoría de las obras escénicas que se han visto este año en Salzburgo: Hotel Metamorphosis, Mitridate, Giulio Cesare in Egitto y, por supuesto, Tri sestri.

Olga (Aryeh Nussbaum Cohen), Masha (Cameron Shahbazi) e Irina (Dennis Orellana) en el desolador final de la ópera ‘Tres hermanas’ de Péter Eötvös.

La impactante escenografía de Rufus Didwiszus, ideal para el gran escenario de la Felsenreitschule, nos presenta un mundo en ruinas, desvencijado, apocalíptico, con las vías del tren partidas y, en el centro, una cama donde pasa el día entero la madre enferma de los cuatro hermanos. Eliminados por completo los típicos interiores chejovianos, toda la ópera se desarrolla en este espacio inhóspito, ingrato, lóbrego, donde los personajes —vestidos en total disonancia con su entorno, sobre todo Natasha, encarnada por el sopranista coreano Kangmin Justin Kim— luchan por sobrevivir: sobre todo emocionalmente, claro. La dirección escénica de Yevgueni Titov, protagonista de una carrera meteórica tanto en el teatro hablado como en la ópera, es un prodigio de adecuación a la música: todo lo que hace tiene un porqué y, más importante aún, una consecuencia, lo que va impregnando, gota sobre gota, la conciencia del espectador, que al final empatiza con el desmoronamiento de todos los personajes. El clímax se sitúa en el monólogo de Andréi al final de la segunda secuencia. Al comienzo, Titov presenta al hermano casi obeso respecto a la primera, un apunte visual de su progresiva degradación. Y Jacques Imbrailo, el protagonista del inolvidable Billy Budd que dirigió Deborah Warner en el Teatro Real, va despojándose de toda su ropa al tiempo que desnuda también su alma y nos hace partícipes de su miseria: “Ahora el presente se ha vuelto para mí repulsivo, aburrido y gris, sin sentido y desprovisto de alegría”. Con el fagot acompañándolo al principio con un machacón Fa sostenido, que refleja su monotonía y hastío vitales, su lamento, de hechuras cuasibarrocas, nos asesta un segundo puñetazo —aún más doloroso— tras haber visto cómo los sueños de Irina se deshacían con la muerte del barón.

En la tercera secuencia, la mutua declaración de amor de Masha y Vershinin, que conoce a las tres hermanas desde que eran niñas, tampoco sirve de nada después de que la mujer de él haya vuelto a intentar quitarse la vida: no queda un solo resquicio para la esperanza, aunque Titov decide endulzar levemente los últimos compases de la obra (notas agudísimas del violín sobre los acordes sostenidos del acordeón, que es el instrumento que habíamos escuchado en solitario justo al comienzo, al igual que había sucedido en Die schöne Müllerin de Boesch y Musicbanda Franui) con un añadido de cosecha propia: la madre se levanta de la cama para probar con un dedo la tarta con que iba a celebrarse el santo de Irina. Dennis Orellana (Irina), Cameron Shahbazi (Masha) y Aryeh Nussbaum Cohen (Olga) son perfectos física y vocalmente para sus tres personajes, sobre todo el hondureño, de voz muy blanca y aspecto aniñado, lo que cuadra perfectamente con la pequeña de las hermanas. Todo el reparto actúa de manera sobresaliente (mérito también de Titov, sin duda) y, en el foso, al frente del Klangforum Wien, nada menos, Maxime Pascal vuelve a demostrar que es actualmente la primerísima opción para repertorios contemporáneos tan exigentes como este. Triunfó en la inolvidable versión de concierto de Jakob Lenz de Wolfgang Rihm en el Mozarteum en 2022 y, también en Salzburgo, le llovieron elogios en La pasión griega de Martinů en 2023, al igual que –en ese mismo verano– en La ópera de cuatro cuartos de Kurt Weill en Aix-en-Provence. Ahora es responsable de que la complejísima parte musical de Tri sestri cobre vida con la mayor perfección y naturalidad: Esa-Pekka Salonen, presente en la sala, no podía despegar la mirada de sus brazos, capaces de dar mil y una entradas —también a los cantantes— y marcar mil y un compases diferentes sin esfuerzo aparente y total naturalidad. A pesar del vapuleo anímico al que había sido sometido, el público abandonó la Felsenreitschule con caras de satisfacción y, muy posiblemente, con ganas de reflexionar sobre sus propias vidas, abrir compuertas, desenterrar secretos y desvelar mentiras: la felicidad hay que trabajársela.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.
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