La Filarmónica de Viena mantiene el pulso del Festival de Salzburgo
La formación austriaca multiplica sus apariciones tanto en conciertos como en óperas, incluido un espectáculo vago e indefinido ideado por Peter Sellars


Año tras año, los verdaderos héroes y heroínas del Festival de Salzburgo son los instrumentistas de la Filarmónica de Viena, a quienes aplicar el calificativo de pluriempleados se les queda muy corto durante estos días. Sin ir más lejos, el sábado, la representación de Macbeth, en la que tocaron, concluyó pasadas las diez de la noche. El domingo, a las once de la mañana, ofrecieron un concierto sinfónico, también en la Grosses Festspielhaus, y a las tres y media ya estaban ocupando otra vez el foso, esta vez el de la Felsenreitschule, para tocar en el espectáculo titulado One Morning Turns into an Eternity. Y desde bastante antes de que empezara este último, más de media orquesta –incluida su concertino, Albena Danailova– estaba ya en el foso repasando pasajes en sus atriles. Es cierto que, acostumbrados a tocar a diario en la Staatsoper de su ciudad, sin que ello suponga renunciar a conciertos y giras, cuentan con un gran fondo de armario que les permite rotar para no cargarse de más horas de trabajo de las necesarias. Aun así, su multiactividad, y con directores diferentes en el podio, no puede dejar de causar asombro.
En el concierto sinfónico lucieron sus mejores galas (con una distribución de 16/14/12/10/8 en la sección de cuerda, que quedaba empequeñecida por las colosales dimensiones del escenario de la Grosses Festspielhaus) y presentaron un programa muy original con las décimas sinfonías de Gustav Mahler y Dmitri Shostakóvich, tan diferentes en todos los sentidos. Ambos compositores franquearon con ellas el umbral casi prohibido que había dejado Beethoven, principal referente de todos los sinfonistas posteriores. La del primero, sin embargo, quedó incompleta, mientras que la de su ferviente admirador soviético supuso, tras la muerte de Stalin, lo más parecido a un acto de autoafirmación, cuya muestra más patente es el repetido empleo del anagrama musical de su nombre y apellido (DSCH, es decir, Re-Mi bemol-Do-Si).
La música de Mahler está llena de dudas, de meandros, de posibles caminos que hollar por primera vez, y tras un clímax fieramente disonante, en la coda acaba desintegrándose lenta e inevitablemente en la nada. La Décima de Shostakóvich presenta hechuras y maneras beethovenianas, si bien adaptadas a la peculiar idiosincrasia de su autor, que cierra el primer movimiento con una muestra de su característico contrapunto a dos voces (en este caso, sorprendentemente, para dos flautines), mientras que el tercero comienza con la cuerda en solitario y se cierra con su anagrama musical tocado a la octava por flauta y flautín. Los veteranos Wolfgang Breinschmid y Günter Federsel (a punto de jubilarse después de haber dedicado media vida a esta orquesta), ambos al piccolo, impartieron su enésima lección de afinación, musicalidad y control de la respiración, secundados por el formidable Walter Auer y su flauta de madera.

Andris Nelsons dirigía obras de dos compositores a los que ha dedicado sendos festivales monográficos en Leipzig (en 2023 y en este mismo año) al frente de la Orquesta de la Gewandhaus, de la que es titular. Se siente muy cercano a ambos (a Shostakóvich por haberse criado en una Letonia aún soviética) y tiene una idea muy cabal de su evolución estilística. En la Décima de Mahler es esencial graduar minuciosamente las tensiones y saber dejar la música armónicamente suspendida, ya desde el solo inicial de las violas (a las que hizo saludar en bloque al final). Nelsons lo hace siempre con plasticidad y con un sentido global de la forma, sin dejarse llevar por los arranques fáciles o, mucho menos, por el efectismo. Otro tanto sucede en Shostakóvich, aunque aquí los pasajes rápidos (como la cabalgada del segundo movimiento, impulsada, como sucede con tanta frecuencia en sus obras, por la sucesión implacable de diseños anapésticos) exigen una conducción diferente, en la que Nelsons se vale de todo su cuerpo, agachándose y estirándose, recogiéndose y desplegándose, para transmitir sus intenciones.
En el extremo opuesto, los pasajes más intimistas o los solos (todos gloriosos en el segundo movimiento, como los de fagot, trompa, flauta o corno inglés), su afán de dibujar las frases le lleva a esconder su batuta –invertida– en la mano izquierda y a concentrarse en plasmar casi con mimo sus ascensos y descensos. La orquesta se entiende muy bien con él (ya lo eligieron en 2020 para su accidentada gira con las nueve Sinfonías de Beethoven) y demostró estar en una forma envidiable, a pesar del trajín salzburgués. Al final, en los prolongadísimos aplausos, Nelsons fue, como siempre, un dechado de modestia y humildad, derivando todos los méritos a sus músicos. Fue imposible escuchar este concierto sin recordar al crítico musical Pedro González Mira, fallecido en un hospital de Madrid pocas horas antes de que comenzara, y que nos ha dejado escritas reflexiones certeras y personalísimas sobre ambos compositores, muy especialmente sobre Shostakóvich en su libro Los músicos de Stalin. Será muy, muy añorado por quienes lo queríamos y admirábamos.

Pocas horas después, ahora bajo la batuta de Esa-Pekka Salonen, que ya les había dirigido días atrás Oedipus Rex de Stravinsky, los filarmónicos vieneses se instalaron en la vecina Felsenreitschule, un espacio aún más grandioso, para participar en el espectáculo ya mencionado: One Morning Turns into an Eternity (Una sola mañana deviene en una eternidad). Su ideólogo, Peter Sellars, con una larguísima vinculación con el Festival de Salzburgo, propone una secuencia formada por el monodrama Erwartung de Schönberg y el último movimiento de La canción de la tierra de Mahler, obras prácticamente coetáneas, con las algo posteriores Cinco Piezas para orquesta op. 10, de Anton Webern, que idolatraba a ambos, como interludio o nexo de unión. Es bien sabido que Schönberg santificó a Mahler tras su muerte y, por diferentes que sean las partituras de uno y otro, siempre tiene sentido que formen parte de un mismo programa. Lo que no está tan claro es que puedan compartir la misma dramaturgia, si es que existe alguna en la evanescente propuesta del estadounidense, que se diferencia muy poco, por no decir nada, de una versión de concierto con una exigua escenografía, dominada por grandes columnas plateadas giratorias que se encuentran envueltas por lo que podrían ser letras chinas negras, quizás en alusión a los poemas que inspiraron a Mahler para su sinfonía en forma de canciones y que sirven tanto para imaginar el amenazador bosque nocturno de Erwartung como para metaforizar la naturaleza omnipresente en Das Lied von der Erde.
Ausřinė Stundytė, actriz excepcional, como demostró en Madrid en las representaciones de El ángel de fuego, de Prokófiev, se esfuerza lo indecible en justificar que estamos asistiendo a algo parecido a una ópera, por corta que sea su duración, y es tal su entrega y su despliegue de recursos escénicos que casi logra convencernos. Vocalmente, la innominada mujer que protagoniza lo que Theodor W. Adorno definió brillante y certeramente como “el registro sismográfico de un shock traumático” que, “al mismo tiempo, se convierte en la ley técnico-formal de la música”, obtiene una traducción perfecta por parte de la soprano lituana. El propio Schönberg, en el que era su primer experimento atonal a gran escala, optó por escribir una música no estructurada, atemática, libre, despojada de centros tonales, alejada de cualquier procedimiento formal clásico, escrita a bocajarro como un largo recitativo acompañado apoyado por una diáfana polifonía orquestal con el fin de “representar a cámara lenta todo lo que sucede durante un único segundo de máxima agitación espiritual, estirándolo hasta media hora”.

Sellars rehúye todo misterio ya desde antes de que empiece a sonar la música, cuando dos operarios portan lo que parece ser un cadáver envuelto en una bolsa de plástico negra y lo depositan a los pies de la mujer, haciéndole firmar un recibí: nada que ver, por tanto, con la propuesta doméstica y mucho más ambigua que dirigió Christof Loy en el Teatro Real de Madrid. Numerosos cambios de iluminación y los giros de las columnas son prácticamente lo único que cambia en el escenario, por lo que todo se fía al arte de la soprano lituana, que con una perfecta dicción, una voz poderosa y bien proyectada, y unos movimientos felinos por el escenario, mantiene nuestra atención, pero sin disipar del todo nuestras dudas sobre la verdadera naturaleza de lo que está proponiéndosenos. El interludio de Webern sirve para constatar cuánto logró apartarse del estilo de su maestro y contiene –no casualmente– partes para celesta, mandolina y guitarra (influencia sin duda de la Séptima Sinfonía y Das Lied von der Erde de Mahler). Fue una buena idea situar a dos percusionistas (xilófono y campanas) en lo alto, a la derecha del escenario, a fin de ampliar nuestra perspectiva espacial y sacarnos de un cierto letargo.
Fleur Barron sustituyó poco antes del estreno a la anunciada Wiebke Lehmkuhl, que hubo de cancelar su participación por motivos familiares, e interpretó Der Abschied, el grandioso Lied que pone fin a La canción de la tierra, con una actitud mucho más estática, obligada porque aquí no hay acción alguna (ni siquiera mental), sino más bien una larga reflexión sobre la trascendencia y sobre la constante regeneración de la vida siguiendo el curso de las estaciones. Cualquier oído sensible detectará también parentescos de todo tipo entre Der Abschied y la postrera muerte de Isolde, coronadas como están ambas por una atmósfera de transfiguración. En su imprevisto debut en Salzburgo, Barron, que ya tuvo una participación destacada en el Festival Mahler de Ámsterdam en mayo, cantó muy bien su parte, aunque después del despliegue de su compañera, sus (escasos) movimientos por el escenario parecieron más artificiosos y rebuscados. En el foso, Salonen optó por su habitual enfoque analítico y preciso, muy en la línea de Pierre Boulez, sin que se percibieran nunca emociones a flor de piel, ni siquiera en esa sucesión de “ewig” (eternamente) que pueden llegar a fundir corazones de hielo. Como ya demostraron ambas partes en la Sinfonía Turangalîla de Messiaen, que ofrecieron en el Festival de Lucerna hace tres años, el finlandés se entiende bien con los vieneses, que deben de agradecer la claridad de su gesto y el absoluto dominio que demuestra de la partitura. Pero nada resultó especialmente conmovedor: más bien todo parecía un breve capricho –de poco más de una hora– vagamente orientalizante y espiritualista de Sellars, un pope posmoderno, muy en la línea de La cierva de las nueve joyas, que se vio este mismo verano en el Festival d’Aix-en-Provence: por cierto, que la compositora de parte de su música, la israelí Sivan Eldar, estaba sentada a su lado en el patio de butacas.

Otra apuesta fuerte de la presente edición del festival es una nueva producción de Giulio Cesare, la ópera modernamente más representada de Handel. El temible Dmitri Tcherniakov, que acumula grandes fiascos (el nuevo Anillo de la Staatsoper de Berlín o el pavoroso Così fan tutte de Aix-en-Provence, entre muchos otros) y aciertos incontestables (La leyenda del zar Saltán que se ha visto esta temporada en el Teatro Real de Madrid, un dechado de sensibilidad e inteligencia), ha sido el encargado de la puesta en escena. Como casi siempre que sale de las escenografías y los conflictos burgueses –una fijación del director moscovita–, su propuesta reviste interés. Su Giulio Cesare se desarrolla íntegramente en lo que imaginamos que es un búnker subterráneo en tiempos de guerra y, para ambientarnos, la representación comienza con una detonación, toques de sirena, la brusca iluminación de la sala y la proyección de grandes sobretítulos en letras rojas informando de la situación de emergencia (estos últimos volverán a proyectarse innecesariamente en varias ocasiones a lo largo del espectáculo).
Los tres espacios del búnker le sirven para ubicar de entrada a los personajes por grupos: Cornelia y Sesto, Cesare y Curio, las dos parejas de romanos; y Cleopatra, Tolomeo, Achilla y Nireno, los egipcios. Todos aparecen casi siempre en escena, aunque en muchas ocasiones no deberían estar donde están para no contradecir abiertamente la dramaturgia: Cleopatra, por ejemplo, no debería ver al comienzo el cadáver de Pompeo. Tampoco, si bien se piensa, en un búnker donde parece imposible entrar o salir y donde los personajes parecen condenados a convivir huis clos, se entienden bien algunas apariciones (o desapariciones), pero, con todo, la propuesta de Tcherniakov funciona, mejor en la segunda parte que en la primera, ya que a los cantantes les cuesta entrar en el juego teatral y no todos atesoran las mismas capacidades actorales. El ruso resuelve muy bien el momento en que “s’apre il Parnaso” en la segunda escena del segundo acto y los instrumentistas aparecen como por ensalmo en lo alto, por encima del búnker, para tocar una “vaga Sinfonia di varj Stromenti”. También tienen potencia dramática el aria de Tolomeo del segundo acto (Sì spietata il tuo rigore), durante la que desnuda a Cornelia casi a empellones, o las insinuaciones de una relación compleja entre ella y su hijo, Sesto, que rechaza las insinuaciones incestuosas de su madre en Figlio non è. Otro tanto puede decirse de la escena en que Cleopatra, desolada, se ovilla en el suelo y se oculta bajo la misma manta que había cubierto poco antes el supuesto cadáver de Cesare (este había urdido con Curio una muerte falsa tras ser disparado por el tribuno) y que recuerda indefectiblemente a cuando Isolde se pone la camisa de Tristan, ya muerto, al final de su montaje del drama de Wagner para la Staatsoper de Berlín.

Pero quien prende nuestra atención desde el primer momento es Olga Kulchynska, que Tcherniakov presenta de entrada como una Cleopatra amacarrada, con una larga peluca rosa y ropa barata, haciendo gala de una cierta vis cómica o vulgar que casa mal con el personaje, aunque la soprano ucrania consigue incluso que resulte creíble. Tras su transformación en Lidia, el personaje gana en enteros y el retrato que compone Kulchynska de la mujer enamorada es un prodigio interpretativo, ya que todo lo que hace resulta emocionante: por su manera de actuar, con un riquísimo lenguaje corporal y facial, y porque cuesta imaginar que pueda cantarse mejor el personaje, da igual que sea en los pasajes más líricos (V’adoro pupille, Piangerò la sorte mia) o en los más virtuosísticos (Non disperar, chi fa?, Da tempeste il legno infranto), donde luce una técnica solidísima que le permite asumir grandes riesgos en los da capos y las cadencias. Absolutamente todo lo que hace esta antigua ganadora del Concurso Francisco Viñas es perfecto y nos deja boquiabiertos. Su Cleopatra marcará a buen seguro una de las cimas de esta edición del festival.
A su lado, Christophe Dumaux (que conoce muy bien el personaje, pues estrenó en Zúrich la insulsa producción de Calixto Bieito que se ha visto esta temporada en el Liceu de Barcelona) dibuja un Giulio Cesare también muy creíble, pero sin igualar ni de lejos a su compañera. Su voz no es la más atractiva del mundo, pero su técnica es muy fiable y el contratenor francés derrocha arrojo y expresividad. A su lado, Federico Fiorio (Sesto) y Yuriy Mynenko (Tolomeo) muestran numerosas carencias actorales y vocales, por falta de volumen el primero y por bruscos cambios de color el segundo. Mucho mejor el Achilla de Andréi Zhilijovski, muy convincentemente actuado, y desigual la Cornelia de Lucile Richardot, que no siempre sabe adecuar su poderosa pero muy problemática voz a sus personajes y que no acaba de componer una Cornelia convincente, en parte también por demérito de Tcherniakov. Emmanuelle Haïm se confirma como una handeliana sobresaliente, de primerísima. Ante una orquesta muy nutrida (quizás en exceso para una sala como la Haus für Mozart), imparte de principio a fin una lección de estilo, de profundidad, de brío y de diálogo con la escena. Se oyó a alguien comentar que su dirección había sido aburrida, algo que no sucedió en un solo momento, al contrario que el montaje de Tcherniakov, con grandes hallazgos puntuales, pero lastrado por ese búnker monocorde que se convierte en más de una ocasión en una innecesaria camisa de fuerza. Con todo, en una representación que rozó las cuatro horas de duración, asistimos el lunes a un Giulio Cesare de gran interés y con una cantante en estado de gracia.

Cuesta comprender qué ha podido animar a los responsables del festival a reponer el montaje de Macbeth dirigido por Krzysztof Warlikowski y estrenado aquí en 2023, porque no sólo no hay prácticamente nada que revista interés, sino que la gran obra maestra del primer Verdi nos llega seriamente emborronada con respecto a lo que sabemos que eran las intenciones originales del compositor (y, apuntando más arriba, las más que probables de Shakespeare). El director polaco incurre en su error básico de casi siempre: como parece no confiar en la potencia dramática del original, se inventa absurdos ramales paralelos que no hacen más que entorpecer, desvaír y detraer en vez de –como, siendo biempensantes, cabe imaginar que es su propósito– sumar, explicar o enriquecer.
De entrada, la escenografía de su fiel Małgorzata Szczęśniak es un dechado de fealdad e inadecuación: los personajes principales parecen siempre perdidos en el gigantesco escenario de la Grosses Festspielhaus y la esencia del drama se escapa inevitablemente en todas direcciones. Warlikowski cifra la clave de todo en el hecho de que Lady Macbeth es estéril (como se muestra con su habitual y pueril didactismo en la consulta de un ginecólogo mientras las brujas cantan sus primeras predicciones) y el escenario se puebla de niños y niñas vestidos y con máscaras como si fueran adultos, tacones incluidos. Tampoco se sabe muy bien qué representa ese espacio, a medio camino entre un estadio de pelota vasca y una estación de autobuses, con un banco corrido de madera al fondo que ya vimos, mutatis mutandis, en su desdichada Elektra estrenada aquí en 2020. Lo que sale de ambos lados, una caja prefabricada que acoge a las brujas a la izquierda y una suerte de pasillo móvil de paredes de plástico a la derecha, es también decididamente feo, cuando no directamente cutre. No podían faltar tampoco, por supuesto, los vídeos en blanco y negro, otra marca de la casa, en este caso tanto rodados en directo en primerísimos planos, que no sólo no perturban lo más mínimo (ese bebé muerto servido en una bandeja con una guarnición de verduras, la imagen supuestamente transgresora que pone fin al segundo acto), sino que se ven con la más absoluta indiferencia y resignación. El polaco se aprovecha también del talento de Pier Paolo Pasolini, al que usurpa imágenes de su Edipo Re (despojadas del color original) e Il Vangelo secondo Matteo (la escena del nacimiento de Jesús y la posterior matanza de los primogénitos ordenada por Herodes): la proyección de esta última es lo único que justifica que, de repente, aparezcan varias filas de butacas azules de un supuesto cine en las que van sentándose niños cuyos cadáveres se depositan luego, uno a uno, en el proscenio. Ambos préstamos, sin embargo, le hacen quedar en muy mal lugar a Warlikowski, porque son, en realidad, lo mejor y más auténtico visualmente de la representación. Por suerte, no se ha atrevido a profanar El trono de sangre, de Akira Kurosawa, que sí supo cómo traducir Macbeth en imágenes arraigadas en su propia cultura sin andarse con tontunas paralelas.

Si casi todo lo que se ve roza lo esperpéntico, lo que se oye tampoco contribuye a elevar mucho la temperatura emocional, salvo lo que llega desde el foso, extraordinariamente bien dirigido por Philippe Jordan y tocado por la Filarmónica de Viena. Pero, sobre el escenario, la primera muestra de auténtica italianità llegó con “Ah, la paterna mano”, que cantó Charles Castronovo en el cuarto acto, que ya es esperar. Ni Vladislav Sulimsky ni Asmik Grigorian sonaron con el fraseo o la vocalidad italiana que uno espera de una ópera de Verdi estrenada en 1847, y de la que siempre se sintió tan orgulloso su autor. Tareq Nazmi es un Banco muy musical, pero tampoco es el bajo ideal para este repertorio. En una carta dirigida a Alessandro Lanari, empresario del Teatro della Pergola florentino (que acogió el estreno), Verdi le dice que las dos cosas que más hay que cuidar en esta ópera son “Coro e Machinismo” y meses después ponía el énfasis en la “fantasmagorìa” como lo más hermoso del “Atto delle apparizioni”. El único coro que pudo escucharse sin distracciones y con verdadero empaque fue “Patria oppressa”, con los cantantes alineados a ambos lados del escenario, porque en el resto reina el desvarío visual. Las apariciones de las tres brujas del Acto III (un hombre disfrazado de mujer de luto riguroso, velo incluido, y un niño y una niña ensangrentados) y de los reyes (niñitos clónicos vestidos como Banco y con caretas que semejan su rostro y su pelo) no provocan la más mínima desazón, sino que resultan abiertamente ridículas.
Ya muy cerca del final se recupera “Mal per me”, la breve aria de Macbeth suprimida en la revisión de 1865, a fin –quizás– de mantener al usurpador con vida hasta el final. También sobrevive Lady Macbeth, a pesar de que poco antes su marido, con el supuesto cadáver de ella tendido justo a su lado, es informado por su criada de que “È morta la regina”. En suma, un despropósito, del que no se salva siquiera Asmik Grigorian, heroína local desde su Salome dirigida por Romeo Castellucci, que tampoco consigue actuar de manera creíble, una de sus muchas virtudes en todos los papeles que aborda (Sulimsky sí que parece un pésimo actor). El complaciente público salzburgués aplaudió –sin ningún derroche de entusiasmo– este naufragio escénico generalizado, al albur de los caprichos desnortados de Warlikowski, en el que tan solo la Filarmónica de Viena y Philippe Jordan lograron mantener la nave más o menos a flote hasta el final. El sueño de algunos directores de escena de moda produce monstruos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
