El Festival de Salzburgo representa al irrepresentable Karl Kraus
‘Los últimos días de la humanidad’ comparte cartel estos días con un ‘pasticcio’ vivaldiano que cuenta con una brillante dirección escénica de Barrie Kosky y el estreno de una nueva y tediosa producción de ‘Maria Stuarda’ de Donizetti


¿Es posible interpretar en un teatro Los últimos días de la humanidad, el drama de Karl Kraus, con sus 209 escenas (y un larguísimo epílogo), 137 localizaciones, decenas y decenas de personajes, empleo de diversos dialectos (ininteligibles para la mayoría) y un largo etcétera de excentricidades? El propio autor lo dejó muy claro, con su característico sarcasmo, en su prefacio: “La representación de este drama, cuya extensión abarcaría unas diez tardes si se midiera en términos terrestres, está destinada a un teatro en Marte. Los espectadores teatrales de este mundo no serían capaces de soportarla. Porque es sangre de su sangre y su contenido procede del contenido de estos años irreales, inconcebibles, inalcanzables para ninguna mente despierta, inaccesibles a la memoria y preservados únicamente en sueños sangrientos, cuando unos personajes de opereta interpretaron la tragedia de la humanidad”. Ya sólo traducir estas frases es agotador.
Aquellos “años irreales” son, claro, los de la Primera Guerra Mundial: jamás contienda alguna tuvo un notario, y un azote, tan feroz, ni un testigo tan incómodo y locuaz, como el Karl Kraus apocalíptico de Los últimos días de la humanidad. Llovía sobre mojado, porque los 922 números de Die Fackel, su (pocos años después de su fundación la escribiría íntegramente en solitario) revista vienesa publicada entre 1899 y 1936, llevaban ya años removiendo los cimientos de aquella sociedad vienesa de comienzos de siglo. Feroz polemista y maestro de la dialéctica, Kraus fue el látigo incansable de una ciudad en descomposición, el retratista oficioso de sus gentes, sus vicios, sus miserias. En un raro ejercicio de unanimidad, suscitó encendidos elogios de cuantos pudieron oírlo en su faceta de brillantísimo orador o lector público de sus obras, leerlo en La antorcha y en sus libros, aplaudirlo en sus piezas teatrales o conocerlo personalmente. Venerado por Loos, Schönberg, Berg, Webern, Kokoschka, Broch, Altenberg o Canetti (que tituló significativamente el segundo volumen de sus memorias Die Fackel im Ohr [La antorcha al oído]), y cuando menos leído con atención por Wittgenstein, Kraus es una figura esencial de la época. Como Loos, primaba la verdad por encima de la belleza, al margen de que ésta viniera envuelta en ropajes antiguos o modernos, sin alinearse en la agria batalla librada entre los defensores de unos u otros. De ahí su famoso aforismo con la dicotomía entre la urna y el orinal: “Adolf Loos y yo –él literalmente, yo con palabras– no hemos hecho otra cosa que mostrar que existe una diferencia entre una urna y un orinal, y que sólo en esta diferencia hay lugar para la cultura. Los otros, sin embargo, los positivos, se dividen entre quienes utilizan la urna como orinal y los que usan el orinal como urna”.

Kraus, al igual que muchos de los grandes personajes de aquella Viena de 1900, tenía mucho de iluminado y una de las misiones que se arrogó fue, con un desbordante talento literario (o meras piruetas lingüísticas, al decir de sus enemigos), redimir el lenguaje de la degradación estética a que sometían la prensa y la calle unas palabras que él escrutaba día tras día con microscopio (muchas de las cuales aparecen reproducidas verbatim en Los últimos días de la humanidad), al tiempo que lanzaba sus diatribas contra una sociedad corrupta que se encaminaba irremediablemente hacia su aniquilación, el tema central de su drama antibélico: “Oigo ruidos que otros no oyen y que interfieren con la música de las esferas que otros tampoco oyen”. Kraus pensaba que la corrupción humana podía revelarse de inmediato en la corrupción del lenguaje, y sus peores premoniciones se cumplieron en la catástrofe de la Gran Guerra y, por si aquello no hubiera sido suficiente, del advenimiento del nazismo, del que fue un heraldo horrorizado. Por eso, en ocasiones, incluso en un polemista infatigable como él, asomaba el desánimo: en octubre de 1933, Die Fackel apareció con sólo cuatro páginas: tres contenían la despedida que brindó, junto a su tumba, a su amigo Adolf Loos, y en la cuarta se hallaba el breve manifiesto poético de su silencio: “Permaneceré en silencio. [...] Cuando ese mundo despertó, la palabra se quedó dormida”.
Los compositores integrantes de la llamada Segunda Escuela de Viena acusaron también con fuerza la influencia de Kraus: “Quizás he aprendido más de usted de aquello que es lícito aprender si se quiere seguir siendo independiente”, fue la soberbia dedicatoria que le escribió Arnold Schönberg al regalarle su Tratado de armonía. Alban Berg, absolutamente dominado durante su juventud por el pensamiento y las opiniones krausianas, llegó aún más allá y, con motivo del quincuagésimo cumpleaños del escritor en 1924, escribió una nota dirigida al “Venerado maestro” en la que explicaba cómo su timidez había coartado durante 25 años la necesidad de expresarle su devoción, para, a continuación, agradecerle “el ejemplo que su figura ejemplar me ha dado en todas las cuestiones del arte y de la vida desde los días de mi juventud, y que sigue dándome hoy, cuando pronto cumpliré cuarenta años. Le doy las gracias por el placer inconmensurable que me procuran sus escritos [...]. Le doy las gracias por el apoyo espiritual que me ha brindado una y otra vez en las situaciones más desagradables de la vida”. Anton Webern, en fin, llegó a poner música a un poema de Kraus al comienzo de su op. 13 y no tuvo reparos en confesar a su audiencia en el curso de una conferencia que dio en Viena en 1933: “No es necesario que les diga lo que Karl Kraus significa para mí, cuánto lo venero”.
Ninguno de ellos pudo ver representada Los últimos días de la humanidad, salvo, quizás, el Epílogo (en un montaje auspiciado por el propio Kraus) o escenas sueltas leídas en público por el escritor. El Festival de Salzburgo nació impulsado por un director teatral (Max Reinhardt), un director de orquesta (Franz Schalk), un escenógrafo (Alfred Roller) y un escritor y dramaturgo (Hugo von Hofmannsthal), y se abre año tras año con una representación al aire libre del Jedermann de este último. En Austria, el teatro es, además, casi una religión que despierta pasiones encendidas. Por eso este verano reincide (el primer intento fue en 2014, con dirección de Georg Schmiedleitner) en el intento de, como si de un festival marciano se tratara, llevar a las tablas Los últimos días de la humanidad, en este caso en Hallein, a una veintena de kilómetros de Salzburgo. El director de esta nueva producción, Dušan David Pařízek, no da un solo respiro ni a sus brillantísimos siete actores ni al público que llenaba la sala, todos exhaustos después de más de tres horas de diatribas, reflexiones, desaconsuelo y también humor, mucho humor: corrosivo, certero, aniquilador.

Pařízek decide concentrar la acción en un puñado de personajes: Alice Schalek (la única reportera que cubrió en Austria la Gran Guerra); Sigmund Schwarz-Gelber (político) y Elfriede Ritter-Schwarz-Gelber (actriz), un apellido ficticio que alude a la Schwarz-gelbes Kreuz, una organización austríaca que vendía crucecitas negras y amarillas a fin de recaudar fondos para ayudar a los heridos de guerra y a sus familias; Anton Allmer, un cura castrense; el Gruñón y el Patriota, ambos recurrentes durante toda la obra; y el sargento Peter Sedlatschek. Pero todos los actores, cambiando de vestuario, representan a otros muchos personajes innominados y acometen múltiples funciones en el escenario, como encargarse de los dos proyectores situados a uno y otro lado del proscenio, manejar cámaras de vídeo en directo y, en el caso de Peter Fasching, tocar varios instrumentos (guitarra eléctrica, trompa alpina, percusión) y manipular sonidos electrónicamente.
Aparte de esos dos proyectores, que cumplen una función esencial, y de pequeños elementos de atrezo situados a oscuras en un lateral, la escenografía se reduce a un enorme cubo de madera que sirve a su vez a numerosos cometidos –pantalla, atalaya, escondite– y uno de cuyos lados caerá con estrépito en medio de la obra. Se proyectan numerosas imágenes: de la prensa de la época (como no podía ser de otra manera con Karl Kraus de por medio), del campo de batalla, de las víctimas, de las trincheras, de las evoluciones de los actores sobre el escenario en tiempo real. La luz de los proyectores sirve también para enmarcar o insertar dentro de formas concretas a los actores en un ejercicio de virtuosismo. Y la obra no se sigue linealmente, sino dando dentelladas aquí y allá, con un sentido cumulativo que acaba prendiendo en el espectador, incluidas esas falsas y reiteradas bajadas de telón en la segunda parte del espectáculo. También se canta, y se sufre y se ríe casi en igual medida, en un ejercicio de imaginación desbordante por parte de Pařízek, quien, lejos de amedrentarse ante la magnitud del empeño, juega las pocas cartas que ha decidido elegir con maestría y mantiene viva la tensión y la creatividad de principio a fin.

No menos meritoria es la prestación de sus siete actores, entregados en cuerpo y alma a hacer posible lo imposible. La jovencísima Marie-Luise Stockinger abre la obra proclamando a gritos la noticia del asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, desencadenante inicial de la contienda, y da vida a una Alice Schalek incansable e hiperactiva. Michael Maertens y Dörte Lyssewski saben derrochar comicidad y dramatismo en igual medida como el matrimonio Schwarz-Gelber: la gestualidad facial de ambos y su capacidad para utilizar acentos y voces diferentes parecen no tener límites. Branko Samarovski, el más veterano, da vida al Patriota de manera casi lacónica, sin exageración alguna, resignadamente, y Pařízek le concede el privilegio de decir –en primera persona– la última frase de la obra. Felix Rech, como el cura castrense, hace un despliegue físico y actoral deslumbrante, mientras que Peter Fasching, en su triple cometido de actor, músico y técnico de sonido, carga en muchos momentos con el peso de buena parte del espectáculo.
Elisa Plüss ha sido la sorprendente elección femenina (vestida de hombre y con corbata) para El Gruñón, cuya arenga final, cuando vuelve a oírse desde lejos el “¡Extra!” de la noticia del magnicidio que habíamos escuchado justo al principio, nos presenta al Kraus más amargo: “El eco de mi locura sangrienta, y este es el único sonido que oigo reverberando desde la creación hecha pedazos, el sonido desde el que diez millones de moribundos me acusan de que siga vivo, de haber tenido ojos para ver así el mundo y una visión tan precisa de que este mundo se haya convertido en lo que yo vi. Si semejante matanza no era la idea de la justicia del cielo, ¡ha sido seguramente injusto no haberme aniquilado a mí primero!” Y poco después suena con nitidez la propia voz del Kraus más apocalíptico: “He preservado documentos para una época que ya no será capaz de comprenderlos o que vivirá tan lejos de hoy que dirá que soy un falsificador. Pero no, esa época no llegará para decirlo. Porque no existirá. He escrito una tragedia cuyo héroe en descomposición es la humanidad; cuyo trágico conflicto, como el del mundo con la naturaleza, finaliza fatalmente. Como este drama no tiene otro héroe que la humanidad, ¡no tendrá tampoco, ay, ningún espectador!”. El montaje ha sido coproducido con el Burgtheater de Viena, donde podrá verse a partir del 5 de septiembre. Quien lamente el actual destino del mundo, o tema por su fin, haría muy bien en no perdérselo.
Crear un ‘pasticcio’

El jueves, en la Haus für Mozart, se presentaba Hotel Metamorphosis, un espectáculo estrenado hace pocas semanas en el Festival de Pentecostés y concebido a la mayor gloria de su directora, Cecilia Bartoli. La idea es muy sencilla: crear un pasticcio, como se hicieron tantos y tantos en el Barroco (los derechos de autor son un invento moderno y en el siglo XVIII se tomaban prestadas músicas ajenas con total impunidad), confeccionado con músicas de Antonio Vivaldi con el fin de contar cuatro historias tomadas de las Metamorfosis de Ovidio, fuente de innumerables libretos operísticos, enmarcadas al principio y al final por el desenlace del mito de Orfeo y Eurídice. Aracne, Mirra y Narciso experimentarán al final transformaciones (en una araña, un árbol y una flor), mientras que Pigmalión verá cómo su estatua cobra vida para corresponder al amor que le inspiraba su perfección. Las transformaciones han servido también este año de eje temático del Bachfest de Leipzig y el Festival d’Aix-en-Provence.
Confiar la dirección de escena a Barrie Kosky garantiza cuando menos cuatro cosas: sólida dramaturgia, ingenio visual, colorido y, por supuesto, humor. En el escenario único de una habitación de hotel, un cuadro colgado en la pared encima de la cama va mostrándonos a cada uno de los personajes mitológicos que luego irán cobrando vida sobre el escenario en sucesivas encarnaciones modernas. Algunos desaparecerán como engullidos por la gran cama central, que en el epílogo de la obra conduce al Hades, de donde Orfeo intenta rescatar sin éxito a Eurídice. La actriz Angela Winkler recita los pasajes pertinentes de las Metamorfosis (en traducción alemana), así como varios textos de Rainer Maria Rilke, incluido uno de los Sonetos a Orfeo. Se suceden músicas tanto instrumentales como vocales de Vivaldi, estas últimas con textos ad hoc, relacionados más o menos directamente con lo que está contándosenos. Las únicas excepciones son un concerto grosso de Geminiani a partir de la Sonata op. 5 núm. 12 de Corelli (aunque podría haberse utilizado igualmente para ese propósito la Sonata RV 63 de Vivaldi), un aria de Geminiano Giacomelli y un coro de Michel Corrette inspirado en música del veneciano.

El concepto y la selección de textos y músicas, realizada al alimón por Olaf Schmidt y el propio Kosky, son irreprochables, por lo que los peros vienen más bien por la parte de la interpretación. Cecilia Bartoli, a fuer de prodigarse poco, y sólo en teatros pequeños, mantiene su voz en buen estado, aunque ni su color ni sus agilidades pueden ser ya las que fueron. A punto de ser sexagenaria, se encontró en su salsa en el episodio de Aracne (mucho más que como una Eurídice que apenas conmueve), en el que representa a una diva rodeada de aduladores, lo que le permite mostrarse como esa joven pizpireta que tanto ha frecuentado desde los comienzos de su carrera. Como actriz tiene muchas carencias y otro tanto le sucede a Philippe Jaroussky (Pigmalión y Narciso), que ha nacido para cantar, y muy bien, pero no para actuar ni, aún menos, para bailar. Los dos son devorados por el talento y la inteligencia de la soprano francesa Lea Desandre (Mirra, Eco y la estatua de Pigmalión), que ya demostró aquí en 2020 con su Despina en Così fan tutte que sus virtudes no se agotan en el canto o la coloratura (la mejore y más natural y afinada de la tarde), sino que es también una actriz consumada. Nadezhda Karyazina fue una gratísima sorpresa vocal (una contralto con graves rotundos y bien timbrados), aunque necesita enriquecer su expresividad sobre el escenario.
El punto negro o, siendo generosos, gris, fue la dirección musical de Gianluca Capuano, amparado desde hace años por el manto protector de Cecilia Bartoli, pero cuyas propuestas son siempre, siendo generosos, anodinas. Ni su grupo (Les Musiciens du Prince – Monaco) es de primera fila, ya que hay decenas mejores en Europa, ni él mismo estuvo a la altura de un espectáculo tan ambicioso conceptual y escénicamente. Tampoco brilló ninguno de sus solistas, con excepción quizá de su concertino, Thibault Noally, que tocó tanto el violín como la viola d’amore. Cuatro horas de espectáculo se hacen muy largas si, aunque sobre el escenario todo esté brillantemente concebido y se reivindique con fuerza el genio de Vivaldi (¿cuándo le llegará el momento redentor del que disfrutó Handel hace ya cuatro décadas?), en el foso reinan el tedio, la reiteración y el vuelo rasante de la fantasía. Pero, en Salzburgo, donde reina en el Festival de Pentecostés, y aledaños, desde 2012 –y su contrato acaba de prorrogarse hasta 2031–, Cecilia Bartoli manda y nadie le lleva la contraria.
Una nueva ‘Maria Stuarda’

Muy poca historia tuvo el viernes el estreno de una nueva producción de Maria Stuarda de Donizetti. El mayor aliciente sobre el papel –la presencia de la soprano Lisette Oropesa en el papel protagonista– fue al final lo único salvable de una representación soporífera, lastrada de principio a fin por un montaje descabellado de Ulrich Rasche. Las dos reinas –vestidas de blanco y negro, para dejar claro cuál es la buena y cuál es la mala– y sus partidarios aparecen sistemáticamente montados sobre sendos círculos giratorios de enorme tamaño que se desplazan lentamente por el escenario, con un tercer círculo que pende de lo alto y que tiene confiada la doble función de iluminar y servir de pantalla de vídeos perfectamente irrelevantes. A la postre, será también este el que descienda y aplaste a María Estuardo en el momento de su ejecución. En el estatismo, la iluminación y los símbolos se atisbaba, quizás, una cierta estética a lo Bob Wilson. Pero sin una gota del inmenso talento del estadounidense, que acaba de dejarnos.
Como los círculos no dejan de girar (a veces en direcciones opuestas simultáneamente en su centro y en el exterior), y suelen hacerlo con el mismo tempo al que avanza la música, cantantes y bailarines (que hacen poco más que andar, la verdad) se ven obligados constantemente a dar pasos, que coinciden siempre con las partes fuertes, lo que contagia todo de una rigidez exasperante. Kate Lindsay no es una mezzosoprano belcantista y lo dejó de manifiesto durante toda la representación, con el agravante de que su voz, de volumen no generoso, tampoco resulta siempre claramente audible. Lisette Oropesa no dejó de luchar contra los elementos –o eso parecía– y sólo logró remontar el vuelo en el segundo acto, aunque en ningún momento se acercó a su mejor nivel. Tampoco los tres personajes masculinos, cantados por Bejzod Davronov, Alekse Kulaguin y Thomas Lehman, dieron mucho lustre: voces correctas, pero en absoluto idóneas ni familiarizadas con este tipo de música. La dirección de Antonello Manacorda hizo muy poco por insuflar algo de vida a lo que parecía nacer muerto y, para colmo de males, ruidos constantes en el escenario (producidos quizás por la maquinaria de los enormes círculos) tenían alterados a los instrumentistas de la Filarmónica de Viena, que buscaban insistentemente con la mirada su origen. Las óperas belcantistas, casi siempre con tramas leves, necesitan mucha ayuda por parte del director escénico y grandes dosis de convicción en el foso. Ni una ni otra estuvieron presentes en la Grosses Festspielhaus, cuyos aplausos finales no pudieron disimular un sentimiento de decepción generalizado.

Esa misma noche, con un público radicalmente diferente (también en la vestimenta), en lo alto del Mönchsberg, donde el Edmundsburg acoge el Centro Stefan Zweig, asistimos, en cambio, a un concierto inolvidable del barítono austríaco Georg Nigl, que hace dos años instauró aquí unas Kleine Nachtmusiken (Pequeñas músicas nocturnas), un título con claras resonancias mozartianas, para presentar recitales vocales en la más absoluta intimidad. En la primera de cuatro propuestas que irán sucediéndose estos días, se centró precisamente en los últimos meses de vida del compositor salzburgués, cuyo clavicordio, prestado por el Mozarteum, ocupaba el centro de la pequeña sala que acogía a poco más de medio centenar de espectadores. Comisariado como si se tratara de una exposición, se sucedieron durante más de hora y media textos leídos por el actor August Diehl (cartas de Mozart o de sus allegados, entradas del diario de Constanze, su mujer, un fragmento de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, pasajes de las primeras biografías del compositor) y Lieder, arias o piezas instrumentales de Mozart.
Este clavicordio aún conserva manchas de tinta de cuando nacieron sobre sus teclas La clemenza di Tito, La flauta mágica, la Pequeña cantata masónica y el incompleto Réquiem, cuyos primeros compases del Lacrimosa cerraron el concierto. Nigl no cantó, por supuesto, como cuando lo hace en un gran teatro, sino con el volumen de voz justa para un espacio tan reducido. Con el público situado a un par de metros y con un instrumento de sonoridad tan volátil como la del clavicordio (pudo comprobarse el verano pasado con Menno van Delft en Utrecht y hace pocas semanas con Benjamin Alard en Leipzig), todo se vuelve íntimo, tenue, acariciante, efímero: Hausmusik (música doméstica) en estado puro. Hubo más “poesía y verdad” (también sonó Das Veilchen, que Mozart compuso a partir de un poema de Goethe) en cualquiera de las miniaturas que escuchamos por la noche que en toda la Maria Stuarda que había sonado antes más abajo. Las apariencias engañan.
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