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Javier Cámara: “Yo he fracasado mucho en la vida. Incluso algunos de mis éxitos profesionales los he vivido como fracasos”

Fue un mal estudiante y un principiante inseguro, pero ha convertido todo eso en un estilo personal que le ha dado premios, críticas entusiastas y, ahora, uno de los mejores papeles de su vida en ‘Yakarta’

Miquel Echarri
Javier Cámara

Para Javier Cámara (Albelda de Iregua, La Rioja, 58 años), el fracaso es la mejor escuela. Lo dice sin un énfasis especial, como quien constata un hecho: “Yo he fracasado mucho en la vida. Incluso algunos de mis éxitos profesionales los he vivido como fracasos, porque me han llegado en un mal momento personal y han contribuido a angustiarme y desequilibrarme. Aún hoy, mis sueños más recurrentes tienen que ver con el fracaso. Sueño que estoy a punto de rodar la escena de mi vida y me quedo en blanco. O que acudo de nuevo a recoger un premio que ya he ganado y esta vez, incomprensiblemente, se lo dan a otro, y yo me quedo ahí, con la sonrisa torcida”.

La tarde de otoño en que nos reunimos con él en Barcelona, en el piso del fotógrafo de este reportaje, Daniel Riera, Cámara se muestra cordial y relajado, pero de un humor melancólico. Será porque ha venido a hablarnos de Yakarta (Movistar +), la última creación de ese tándem que forma con el guionista guipuzcoano Diego San José (Vota Juan), y se trata de una turbia comedia sobre el fracaso que exuda melancolía por todos sus poros: “Es la historia de Joserra, un perdedor crónico. Un tipo que ha fracasado tanto en la vida que ya ni siquiera concibe el éxito, solo aspira a fracasar un poco menos y a vengarse de los que le arrebataron lo poco que tenía”.

Joserra es un entrenador de bádminton de mediana edad al que han echado de la federación española y que ahora pasea por gimnasios de extrarradio con un chándal roñoso en busca de una joven promesa a la que tutelar y convertir en campeona nacional. Cree encontrarla en Mar (Carla Quílez), de 15 años, demasiado mayor para aspirar a algo sustancial en el deporte, pero con ese punto de insatisfacción, de impaciencia y de rabia que Joserra, un gladiador desnortado, atribuye a los verdaderos campeones. Juntos se embarcan, como Tom Cruise y Paul Newman en El color del dinero, en un recorrido espectral por pabellones vacíos de la España profunda, de Totana a Ponferrada pasando por ese insólito Edén del bádminton amateur que resulta ser Tenerife. Su objetivo es llegar algún día a Yakarta, la capital de Indonesia, el único lugar del planeta en que el deporte del cono emplumado recibe el reconocimiento que merece.

En ese torpe tránsito de la miseria a la irrelevancia, Joserra se acaba revelando como un Yoda de Hacendado. Un maestro de vida tan lastrado por el resentimiento y el cinismo que lo único útil que es capaz de recomendar a Mar es que dé rienda suelta a su rabia y que haga trampas. La escena en que intenta convencerla de las virtudes de esnifar pomada es una de las cumbres de esta serie que extrae vetas de oro negro del insobornable patetismo sus personajes.

“Mi madre me puso 25.000 pesetas en el bolsillo y me aseguró que eso era todo, que no iban a poder darme ni un duro más. Yo era un chaval bastante pardillo. Aún no había salido del armario, me costaba horrores relacionarme con la gente, iba por la calle como pollo sin cabeza“

“Diego me vino con un esbozo de ese guion”, cuenta Cámara, “y me dijo que, por una vez, quería contar la historia de un hombre sin historia, uno de esos tipos a los que vemos jugando al bingo con una bolsa de El Corte Inglés bajo el brazo. Yo amo a Diego. He asistido en los últimos años a su espectacular crecimiento como guionista, hicimos juntos esa maravilla del costumbrismo rancio que es Vota Juan y con él iría al fin del mundo”. El tercer vértice del triángulo creativo ha sido la cineasta catalana Elena Trapé, “que dirigió cuatro de los seis capítulos y marcó el estándar narrativo y estético para los otros dos, los que hemos dirigido Fernando Delgado-Hierro y yo”. Ver la serie acabada, concede Cámara, “es una satisfacción muy íntima, porque hemos disfrutado muchísimo con el proceso de trabajar juntos, pero también ha sido un esfuerzo creativo mayúsculo: nos hemos dejado ahí unos dolores”. El actor riojano valora que se trata de un proyecto “de muy alto riesgo, de esos que si no acaban de funcionar no van a dejarte hacer algo parecido nunca más”.

Cámara adora la interpretación, pero no se considera un actor vocacional: “Creo que he acabado dedicándome a esto por descarte. Yo soy más bien un desertor del arado, una víctima del fracaso escolar al que su padre quería convertir en agricultor. Me sacaba de la cama a horas intempestivas y me llevaba a vendimiar en las pequeñas parcelas de la familia. Yo lo hacía con desgana, pero tampoco tenía argumentos para oponerme a ello, porque nunca tuve muy claro qué otra cosa quería hacer con mi vida”.

Fue un tal Fernando, profesor de Historia en su instituto, el que le sugirió una salida a ese primer laberinto existencial: “Habíamos participado juntos en alguna función de teatro amateur y él dice que me consideraba un chaval talentoso, aunque lo cierto es que yo era mortalmente tímido y podía pasarme semanas enteras sin abrir la boca. El caso es que me habló de la RESAD [Real Escuela Superior de Arte Dramático] de Madrid, una de las pocas escuelas superiores a las que un pésimo estudiante como yo podía acceder sin aprobar COU. ‘Vete del pueblo y prueba suerte con algo que te guste, porque aquí no hay nada para ti”.

“Pedro me llevó aparte y, con tacto exquisito, me dijo: No pasa nada, pero nunca vuelvas a cortar una toma. Fíjate, mientras tú te quedabas en blanco, Darío estaba poniendo una cara de expectación fascinante, y eso también es cine. En el cine, los errores son siempre bienvenidos”

Así, con 20 años, en 1988, Cámara aterrizó en el Madrid de los estertores de la Movida: “Mi madre me puso 25.000 pesetas en el bolsillo y me aseguró que eso era todo, que no iban a poder darme ni un duro más. Yo era un chaval bastante pardillo. Aún no había salido del armario, me costaba horrores relacionarme con la gente, iba por la calle como pollo sin cabeza. En la primera semana me atracaron un par de veces. Pero aquel Madrid era fascinante y supe desde el principio que no había vuelta atrás, que era allí donde quería quedarme”. La RESAD fue también terreno fértil para sus inquietudes: “Aunque mentiría si dijese que me resultó fácil encontrar mi lugar. La verdad es que no sabían muy bien qué hacer conmigo. Valoraban mi buena actitud, mis ganas de arrimar el hombro, pero me tenían de figurante o sirviendo cafés, porque con mi timidez y mis inseguridades no daba para más”. Tal y como él lo cuenta, esos primeros años en el teatro acabaron siendo un lento triunfo de la perseverancia.

En 1991 se fue a hacer las Españas con una representación de El cabellero de Olmedo que protagonizaban Encarna Paso y Carmelo Gómez y en la que él ejercía de figurante sin frase y chico para todo: “Al pasar por Logroño, mis padres vinieron a la función e insistieron en conocer a Encarna, que era un ídolo de juventud para ellos. Al verme tan emocionado, en mi tierra y ganándome por fin el respeto de mi gente, los de la compañía decidieron que había que darle una frase a Javier, para que se luciera. Encarna se aseguró de ello”. Todo lo que tenía que decir era: “Viene llorando y pidiendo justicia”. Pero no fue capaz: “Me paralizó el miedo escénico”. El figurante más veterano, tras un par de segundos de tensa espera, le dejó sin frase: “Me ha vuelto a pasar decenas de veces”, confiesa, “es más, es incluso bueno que me siga pasando de vez en cuando, porque me recuerda que en esta profesión no hay zona de confort, no puedes dar nada por garantizado. Ni mis dos goyas ni mi Medalla al Mérito de las Bellas Artes me garantizan nada. Cada vez que salgo a un escenario o me planto ante una cámara me la estoy jugando. Puedo fallar. Y está bien que así sea”.

Le ocurrió con Pedro Almodóvar en 2001, durante el rodaje de Hable con ella: “Pedro estaba trabajando con un cuarteto de debutantes en su cine, Rosario Flores, Darío Grandinetti, Leonor Watling y yo. Cuatro bombas de relojería, como decía él, porque no nos conocía y no estaba muy seguro de poder controlarnos”. En ese contexto de máxima tensión creativa, Cámara tuvo un inoportuno lapsus e interrumpió una de las primeras tomas que compartía con Grandinetti: “Pedro me llevó aparte y, con tacto exquisito, me dijo: No pasa nada, pero nunca vuelvas a cortar una toma. Fíjate, mientras tú te quedabas en blanco, Darío estaba poniendo una cara de expectación fascinante, y eso también es cine. En el cine, los errores son siempre bienvenidos”. Cámara asegura hoy que esa sencilla frase le salvó la vida: “Si los errores son bienvenidos, si cagarla está bien, incluso cuando trabajas con Almodóvar, eso abre la puerta a vivir la profesión de otra manera, con sentido de la responsabilidad, pero sin ese punto de neurosis paralizante. Somos seres humanos, estamos programados para fracasar una y otra vez y seguir intentándolo. E incluso nuestros fracasos pueden resultar fértiles”.

“Si los errores son bienvenidos, si cagarla está bien, incluso cuando trabajas con Almodóvar, eso abre la puerta a vivir la profesión de otra manera, con sentido de la responsabilidad, pero sin ese punto de neurosis paralizante. Somos seres humanos, estamos programados para fracasar una y otra vez y seguir intentándolo. E incluso nuestros fracasos pueden resultar fértiles”

Cámara lleva más de 30 años de carrera, se ha puesto a las órdenes de Fernando Colomo, Agustín Díaz Yanes, Isabel Coixet, Julio Medem, José Luis Cuerda, Borja Cobeaga o Gracia Querejeta, pero esa sencilla frase con la que Almodóvar le dio licencia para fracasar sigue siendo para él uno de los grandes hitos de su educación “actoral y sentimental”. También con Isabel Coixet ha hablado a menudo de estas cosas, “de la necesidad de tomarse nuestro oficio muy en serio, porque nos va la vida en ello, pero ser al mismo tiempo siendo capaces de desdramatizar para que las cosas fluyan y nuestro día a día no se convierta en un infierno”. Coixet es, para él, un ejemplo de la terca determinación que te exige el cine: “En La vida secreta de las palabras teníamos a El Deseo y Mediapro detrás, pero luego hicimos Ayer no termina nunca y se la produjo ella, tras años de sinsabores buscando financiación. Esa es la realidad cotidiana de nuestro sector audiovisual, por mucho que ahora parezca que el mundo nos ha descubierto gracias a Netflix y La casa de papel. Y gente como Isabel es la que consigue que la rueda siga girando”.

Otro ejemplo, el de Amparo Baró: “Ella tenía una frase genial que me repitió en varias ocasiones: ‘Actuar es muy fácil o es imposible’. Y es que es verdad. Incluso los tímidos patológicos, como aquel chaval de La Rioja que fui yo, los que se tiran en paracaídas muertos de miedo, tienen que tener un algo, una vulnerabilidad, una fuerza interior, un instinto, un cierto ángel, porque si no lo tienen no hay nada que hacer”.

En Yakarta, añade Cámara, asistimos a la consagración de una joven actriz, casi una niña, con mucho ángel, un formidable relevo generacional: “Vi a Carla Quílez en La maternal, de Pilar Palomera, y ya me llamó mucho la atención esa fuerza silenciosa que ella tiene, esa combinación extraordinaria de fragilidad y descaro”. Durante el casting de Yakarta, a Cámara, San José y Trapé les entusiasmó “esa mirada suya tan feroz y al mismo tiempo infantil”. Aun así quisieron hacerle una última prueba y la pusieron a jugar a bádminton con un instructor profesional: “Ella baila desde muy pequeña, y eso le da una coordinación de movimientos y un lenguaje corporal muy rotundo y expresivo. Pero lo que acabó de convencer a Diego es que Carla insistía en jugar un punto tras otro porque quería ganar al menos uno. ¡A un profesional! Al verla así de obstinada, enfurruñada pero con unas ganas enormes de seguirlo intentando, Diego se dijo: ‘Esta es nuestra Mar”.

La química entre el adulto disfuncional y la niña feroz es uno de los grandes aciertos de Yakarta (producida por 100 Balas para Mediapro): “Joserra trata a Mar con una brutalidad desaprensiva. Le da pésimos consejos, vuelca en ella sus frustraciones. Es el trato que conoce. Viene de esa vieja escuela de cabos chusqueros que le darían a un bebé un chupete untado en anís para ver si así se duerme. Además, es como un niño grande. Sus traumas de infancia no le han dejado crecer, sigue siendo caprichoso, cruel y manipulador, lo que resulta muy patético en un tipo de 60 años que va por la vida en chándal y tratando de tutelar a jóvenes promesas del deporte”. Mar, a su vez, tiene buenas razones para seguirle el juego a Joserra: “Es mucho más madura y realista que él y hace desde el principio una lectura correcta de la situación: ese tipo es un perdedor, y aunque la conduzca al éxito será a un éxito de tercera categoría, sin la menor repercusión. La llevará a ganar un torneo regional ante una grada vacía. Pero es el único que ha creído en ella y, además, no la trata con esa molesta condescendencia de los adultos. A su manera, le dice la verdad. Su verdad. Y es una verdad amarga”.

Con estos mimbres, Cámara, San José, Quílez y compañía han tejido una comedia que parte del casticismo más garbancero y se va tiñendo de oscuridad hasta convertirse en una espléndida oda a la insensatez y al fracaso. Además, remata Cámara, “es una comedia sin gags, la comicidad deriva del tono, de las situaciones y de los personajes, pero no hay en ella nada forzado ni demasiado construido. Te ríes de lo patéticos que resultamos todos, sin excepción, aunque algunos más que otros. Y lo hace con la empatía y la indulgencia que merecen esas criaturas tan frágiles que somos los seres humanos".

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.
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