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Universos paralelos
Columna
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La Movida, materia tóxica

Parece que estamos condenados a discutir eternamente sobre aquel movimiento surgido en los ochenta. Más que sus méritos o deméritos artísticos, ahora se cuestiona su uso político

Alaska durante la actuación de Alaska + Dinarama en el teatro Egaleo de Leganés (Madrid), en 1984.
Diego A. Manrique

Se reedita Alaska y otras historias de la movida, el tomo de Rafa Cervera. Se trata de una panorámica hecha a principios del presente siglo, ahora levemente actualizada. Comunico la noticia a través de mis redes y me encuentro con reacciones inesperadas. Aparte de los que ya conocen el libro, modélico por muchas razones, otros se dedican a refutar al personaje central, ignorando que se trata de un retrato generacional (limitado, cierto, al círculo de la interfecta, es decir, a Kaka, Pegamoides, Dinarama y sus adláteres).

Barrunto que sigue abierta la veda para disparar por elevación contra la Movida, de la que solo los que la vivieron parecen tener visiones positivas o, vaya, templadas. Para el resto, es sinónimo de corrupción moral, de espejismo consensuado, de impío maridaje entre creadores y políticos, de… drogas.

Nada nuevo. Ya a finales de los ochenta, los madrileños The Refrescos cantaban sobre la “movida promovida por el Ayuntamiento”, plasmando así un runrún que funcionaba muy bien en la periferia del país. Con el tiempo, eso degeneraría en responsabilizar al PSOE de la popularidad del concepto y sus estrellas. Como suele ocurrir, se confundía causa y efecto. En los inicios, los socialistas madrileños recelaban de aquello como algo procedente de chavales ociosos de la clase alta. Encerrados en un simplón marco mental implantado por Francisco Umbral, preferían la “autenticidad vallecana” de un Ramoncín. Posteriormente, se subieron a lo que era efectivamente un caballo ganador, evidenciado por la ola de visitas de periodistas foráneos.

Un paréntesis. Por favor, no apunten aquí contra el alcalde Tierno Galván, que no sabía —ni tenía que saber, a su edad— distinguir entre tribus urbanas. Su famoso apercibimiento —“el que no esté colocado, que se coloque… ¡y al loro!”— usaba el cheli del rock urbano y solo obtuvo sonrisas entre el sector moderno.

Hay ventajas en arremeter contra este movimiento: sus protagonistas tienden a callar (la nostalgia ¡es pecado!). Y el artista siempre piensa en presente, aunque también reivindique su pasado. Así, en este libro, Alaska reduce la semilla de la Movida a los habituales de la casa del tándem Costus en el número 14 de la calle La Palma, en Malasaña. Ni siquiera considera compañeros a Nacha Pop o Mamá, grupos con los que compartía escenarios y oficina de management. Y no hablemos de su odio total hacia Mecano. Ese adelgazamiento sistemático de la nómina permitía afirmar a su amiga Paloma Chamorro que en la movida había más pintores que músicos.

La Alaska de Rafa Cervera ofrece un apetitoso sándwich de esnobismo e ingenuidad, de revelaciones y banalidad. Alardea de vivir en un mundillo hipersexual, pero es lo bastante pudorosa para no quitarse el traje de baño en una playa nudista. Tras lanzar el Bote de Colón, se prepara para protagonizar un spot publicitario del detergente: la oferta nunca llega. Se salva siempre gracias a su celebrada sensatez: recorta las fantasías de sus compinches con el mantra de “no estamos en Londres”, aunque, tras un viaje a la capital británica, vuelve convertida en evangelista del rock siniestro. Fugazmente, la vemos perdida cuando se rompen los Pegamoides y tarda en ser llamada para participar en su continuación, Dinarama. Se repone rápido y retoma su carrera: el triunfo de la voluntad.

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Sobre la firma

Diego A. Manrique
Periodista musical en radio, televisión y prensa escrita, ocupaciones evocadas en el libro 'El mejor oficio del mundo'. Lo que no impide su dedicación ocasional a la novela negra, el cine, los comics, las series o la Historia. 
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