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Sexo para europeos a precio africano en Kenia: “Muchos me llevan a la habitación y ni me hablan. Me empujan a la cama sin ni siquiera saludar”

Radiografía de la violencia y los engaños de la prostitución en el país africano a través del relato de tres kenianos que recurren a ejercer la prostitución en zonas turísticas como única vía para sacar adelante a sus familias

Kenia

Hace unos días, Grace* discutió muy fuerte con un hombre. Llegaron incluso a las manos y ella sintió tanto miedo que echó a correr para huir. El tipo, un señor mayor italiano, estaba forzándola a tener sexo anal: le quería pagar 2.000 chelines (unos 14 euros) por hacerlo por delante y por detrás. “No, no. Soy pobre, pero no me puedes tratar así”, cuenta Grace que le soltó. Tuvo que recurrir a la prostitución a los 28 años, cuando su marido la abandonó a ella y a sus dos hijos sin dejarles ni siquiera un techo bajo el que resguardarse. Buscó trabajo, pero no encontró nada. No le quedó otra opción. Ahora Grace tiene 34 años y una pequeña casa de paredes de adobe y techo de hojas de cocotero pagada de su bolsillo en las afueras de la ciudad keniana de Watamu, a orillas del océano Índico.

La costa de Kenia está tomada por los europeos, quienes no solo vienen aquí de vacaciones, sino que además construyen sus propias casas y montan sus propios negocios a precio africano. En concreto, Watamu y la vecina Malindi parecen Italia fuera de Italia: pizzerías, heladerías, ciao bella come stai por la playa, locales con nombres sacados de leyendas romanas… El dinero lo ponen —y lo ganan, claro— ellos, pero la mano de obra son jóvenes kenianos como Robert*, que trabaja 12 horas al día, siete días a la semana, en un pequeño hotel por 18.000 chelines mensuales, menos de 130 euros.

Se supone que es el encargado de mantener la piscina, pero también cuida el jardín y ejerce de portero y, a ratos, hasta de camarero. Además, consigue a los huéspedes todo aquello que necesitan, tanto durante su jornada de trabajo desde que sale el sol hasta que se pone, literalmente, como en las horas que debería tener libres para estar con sus amigos o con su hija de casi dos años. ¿Un boda-boda, como llaman aquí a los mototaxis? Robert te lo consigue. ¿Un sitio para comer o para salir de fiesta? Robert te lo recomienda. ¿Un masaje? Robert te lo gestiona. Forma parte de la mentalidad de quienes luchan cada día por ganarse la vida: que al blanco, al mzungu —en plural, wazungu—, no le falte de nada. Es quien trae el dinero rápido, que no fácil, porque conlleva hacer jornadas de prácticamente días enteros.

Como parte de sus tareas extraoficiales, Robert también conecta a hombres blancos, generalmente de entre 55 y 70 años, con prostitutas de su entorno como Grace. Él es de los pocos que conoce su secreto.

'Seven islands beach', una de las paradisíacas playas de Watamu, al atardecer el 25 de diciembre de 2024.

“No quiero que los niños sepan lo que hace su madre. Para nosotros es una vergüenza. Mi madre también vive aquí. Si se enterara se sentiría muy mal. ¿Cómo puedo hacerle esto?“, lamenta.

Grace y Robert viven en la misma zona, un grupo de casas de barro en mitad de una vegetación densísima a pocos minutos del Mida Creek, un gran bosque de manglares que ofrece paseos en barca y puestas de sol muy atractivas para el turismo. Se conocen desde pequeños y se llaman brother y sister. Robert traduce al inglés el suajili de Grace, que sabe los números, alguna expresión y poco más. Lo justo para entenderse a medias en su trabajo.

“A veces tengo problemas de comunicación con los clientes. Como también soy masajista, a veces acuerdo con un hombre simplemente un masaje, pero él quiere algo más. Negociamos el precio y, si nos ponemos de acuerdo, puedo hacerlo. Muchos me llevan a la habitación y ni me hablan. Me empujan a la cama sin ni siquiera saludar. Y muchas veces me dan muy poco dinero, menos de lo pactado. Cuando les pido más y les digo que habíamos acordado otro precio me dicen que no tienen”, relata. Hace una pausa y añade: “A veces me hacen llorar”.

Alcohol y drogas para abstraerse de la realidad

Odia su trabajo, dice. Lo dejaría ahora mismo si consiguiera uno “normal” para seguir manteniendo a sus dos hijos pequeños. “Cuando consigo algo para mis hijos estoy bien”, sostiene. Al igual que otras personas que cobran por sexo en Kenia, y lejos de los debates que se producen en Europa sobre si la prostitución debe considerarse un trabajo o no, Grace no se lo plantea; se autodenomina sex worker y ya.

Tiene el pelo corto, con unas minirrastas que se degradan del negro de la raíz a un rubio decolorado en las puntas. Lleva una falda larga y una blusa estampada. En la costa de Kenia casi nunca hace frío. Sentada con sus amigos —entre los que se encuentra Robert— alrededor de una caseta con un techo metálico amplio que hace las veces del bar de la zona, apenas habla mientras masca sin parar algo como si fuera un chicle.

Es khat, ¿lo conoces? Lo tomo para no estar triste“, dice. Estas hojas se consumen desde hace siglos por sus propiedades ligeramente estimulantes, ya que contienen alcaloides relacionados estructuralmente con la anfetamina. Muchos chicos en países del Cuerno de África y la Península Arábiga lo toman: se les nota en los ojos rojos y los dientes amarillos y con manchas. Les sirve para trabajar durante horas y horas y para abstraerse de la realidad. En Kenia una de cada tres personas sobrevive con apenas dos dólares (1,76 euros) al día, el umbral de pobreza fijado por el Banco Mundial.

El bar de la zona de casas de adobe donde viven Grace y Robert, el 25 de diciembre de 2024.

En vez de khat, o quizá como complemento de ello, hoy Piero ha bebido mucho alcohol. Dice que ha empezado esta mañana y sigue a las nueve de la noche, dándole tragos a una bebida que llaman vino de coco. Él, como muchos otros jóvenes, hace lo que sea para complacer al turista blanco. Por la mañana va a la playa; es uno de los cientos de beach boys que están por todas partes en los paradisíacos arenales de Kenia y que ofrecen cualquier cosa a cambio de unos precios muy regateables: desde una excursión al cañón de Marafa hasta un coco recién cogido de la palmera. Cuando cae la noche, se viste “muy elegante”, marcando músculo; se perfuma, y se dirige a alguno de los dos bares donde más negocio puede encontrar. A veces baila, otras simplemente espera sentado a que alguna mujer mayor europea, casi con total seguridad italiana, se le acerque y entable con él una conversación que los dos —y todo el resto del bar, a poco que se fije— saben cómo acaba.

Silencio, ‘omertà’

La omertà reina en este mundo de la prostitución ―y, en algunos casos, explotación sexual de menores― en zonas turísticas. La ley del silencio: todos lo ven, pero nadie lo mira. Se cuchichea, pero no se aborda en voz alta. Los hoteles y restaurantes —muchos de ellos regentados por europeos— hacen como que no se enteran, pero abren sus puertas a quien sea que acompañe a un blanco que pague. Incluso si la compañía es un menor de edad, como apuntan las personas que se dedican a esto y denuncian organizaciones de derechos humanos.

Federica, italiana que regenta un hotelito de pocas habitaciones en Watamu, se limita a contestar por mensaje: “A nosotros nos vienen parejas mixtas que reservan directamente por una serie de días y llegan juntos. Obviamente se les piden los documentos de identidad. Si un soltero o una soltera trae compañía, sea blanca o negra, se la registra como huésped previa solicitud del documento a la llegada y se paga un suplemento por habitación. Los menores que he tenido aquí han venido solo con el papá y la mamá”.

Robert detesta a los italianos. O a los europeos. O a los wazungu en general. Porque muchas veces, por extensión, la gente de aquí no distingue entre personas blancas: “No me gustan. Los odio. A las mujeres y a los hombres. Hacen cosas muy feas”.

Una barca turística llamada 'Subira. Italia Uno', el 25 de diciembre de 2024.

Un discurso parecido tiene Amos, un beach boy que lleva toda la tarde vagando por la playa, ofreciendo sus cocos, una visita a un escondite de morenas o un paseo hasta la isola dell’amore, que dicen que tiene forma de corazón.

No todos los beach boys están abiertos a cobrar por sexo, afirman Robert y Piero. Hay quienes nunca se han acostado con una turista. Reconocerlos en la orilla es muy difícil, pero no ocurre lo mismo con las mujeres. “Visten con pantalones muy cortos. Si se quedan todo el día en la playa quiere decir que se dedican a eso”, describe Piero, que, pese al rechazo a lo italiano, no se refiere a sí mismo como Peter, sino que se presenta así: Piero.

Tres 'beach boys' acompañan a una pareja de turistas europeos en la playa de Watamu, el 25 de diciembre de 2024.

Él tiene 29 años y dos hijos gemelos. Comenzó a prostituirse a los 23 porque es “una buena manera de conseguir dinero”. Sus clientas proceden fundamentalmente de Italia y suelen tener entre 60 y 70 años. No tiene ninguna duda: dejaría este trabajo si encontrara otro en el que cobrara mejor. Cuando aún estaba con la madre de sus hijos y podía volver a casa con un saco de arroz, ella no preguntaba, no cuestionaba de dónde venía el dinero. Era el secreto de Piero y lo sigue siendo, mientras sueña con encontrar algún día a una mujer europea de su edad con la que ser “libre y feliz”.

“Hay turistas que se portan bien, que te adoptan como si fueras su hijo e incluso te llevan a Italia. Las más ricas pueden hacer eso”, cuenta Piero, al que, sin embargo, no le convence mucho la idea de sentirse “raptado” por dinero en un país desconocido.

Semanas de amor falso

Tanto Piero como Grace pueden pasar días, incluso una semana, con sus clientes, que pagan el alojamiento, las comidas y el transporte, y les suelen dar en torno a unos 60.000 chelines —unos 430 euros— por semana, un tiempo en el que tienen que fingir constantemente para hacer sentir especial al mzungu. Tanto Piero como Grace también han vivido el engaño de quienes les prometen que van a pasar toda la semana con ellos pero, luego, a los dos días, desaparecen habiéndoles pagado solo una ínfima parte del precio total pactado y, en alguna ocasión, habiéndoles prometido futuros idílicos que nunca llegarán.

La mentira es otra de las patas de este negocio que hace sufrir, no solo psicológica, sino también físicamente, a quienes no les queda otra que vender su cuerpo. “Una clienta que me gustaba me pidió que me quedara tres semanas con ella, me dijo que luego me llevaría a Italia con mis hijos y nos casaríamos. Al final descubrí algo de ella: tenía VIH y me lo había contagiado”. Piero asegura que desde que sabe que es seropositivo no se ha acostado con ninguna turista sin preservativo.

“Hay algunas que me fuerzan a ello, pero me niego. Dos o tres veces he tenido que irme corriendo del lugar en el que estaba con ellas porque me estaban insistiendo en hacerlo sin condón y yo soy el primero que no quiere pegárselo a las turistas. Si me fuerzan les digo que me voy y si me preguntan el porqué les digo que tengo amor propio”.

En 2023 había en Kenia 1,4 millones de personas contagiadas de VIH, una tasa de 3,2 por cada 1.000 personas en la población adulta (de 15 a 49 años), según datos del programa de Naciones Unidas ONUsida, que estima en alrededor de 197.100 el número de personas que se dedican a la prostitución en el país.

Un hombre europeo y una joven keniana se desplazan en boda-boda en la ciudad de Watamu, el 26 de diciembre de 2024.

El alto precio de la prostitución gay

Es por la noche y Piero está borracho y cansado de buscar clientas. Hoy prefiere salir de fiesta con sus amigos, entre ellos Robert, a Carwash, una discoteca al aire libre en la que el público, casi en su totalidad local, no para de cantar y bailar al ritmo de Slow dancing o Calm down, los temas de moda. Solo hay cuatro wazungu: dos chicas que parecen un poco perdidas y tardan poco en irse, una joven periodista española y un tipo de mediana edad cogido de dos chavalas, una de cada brazo, con las que también abandona el bar enseguida. No hay duda de que les está pagando. Omertà.

Entre los que más disfrutan del baile, un chico de no más de 25 años se mueve de forma envidiable y sonríe sin parar, a ratos con los ojos cerrados, a ratos con la vista perdida en algún punto que mira pero no ve de tanto que está gozando. Robert lo escanea de arriba abajo. Lo conoce. “Se acuesta con hombres blancos”, dice.

A la derecha, la 'isola dell’amore', una de las visitas turísticas que ofrecen los 'beach boys' en la playa de Watamu, el 25 de diciembre de 2024.

Kenia es todavía un país muy LGTBI-fobo. No tanto como sus vecinos, por ejemplo Uganda, que ha aprobado recientemente una polémica ley que contempla penas de hasta cadena perpetua para miembros del colectivo. Pero las personas LGTBI siguen sufriendo gran discriminación social y la diversidad sexual y de género continúa siendo un tema tabú en la población en general, aunque está cambiando en las generaciones más jóvenes y con mayor acceso a internet y a una educación superior.

“El sexo hombre-hombre puede dar mucho dinero. Solo dos veces pueden ser unos 40.000 o 50.000 chelines (entre unos 280 y unos 355 euros). No es fácil que un hombre te deje su culo”. Piero pronuncia estas palabras con un desprecio evidente. Y también algo de rabia. Para ganar lo mismo que ese chico en una noche, él debería pasar casi una semana entera con una turista.

Violencia, criminalización y abuso

En Nairobi, a 560 kilómetros de Watamu, es probable que Mary haya dejado a sus hijos al cuidado de sus hermanos mayores para buscar trabajo en los locales a los que van los hombres a buscar prostitutas, los “puntos calientes”, en sus palabras. O puede que esté llamando a alguna amiga por si conoce a algún interesado. O a algún cliente habitual para preguntarle si no tiene algo mejor que hacer. A sus 41 años, no suele encontrar extranjeros con los que acostarse. Prefieren a chicas más jóvenes.

Denuncia la violencia que sufren las prostitutas, a las que atacan con frecuencia e incluso matan, y también la pasividad y la desconfianza de los hoteles y la policía hacia ellas. Los primeros no apuntan la información de los puteros y no queda registro de su estancia. No ven ninguna amenaza en ellos. En cambio, de las mujeres sí toman los datos: son las pobres, las que no tienen dinero y podrían robar.

“Los policías actúan igual. Solo arrestan a mujeres, a los hombres no los tocan. Se aprovechan de la situación de las trabajadoras sexuales, mucho”, hace un parón y suelta una carcajada de incredulidad. “A veces te llevan a comisaría y te piden favores sexuales”.

A quien no pasa por el aro del soborno y está acusada de delitos menores, los tribunales locales suelen castigarla con una multa de entre 500 y 1.000 chelines (entre 3,5 y 7 euros) o con un mes de prisión preventiva, según un estudio de la organización Global Network of Sex Work Projects. La prostitución no es ilegal en Kenia, pero ordenanzas municipales como la de Nairobi sí la prohíben.

Una “puta vieja” que ya lo ha vivido todo

“Tus amigas tienen que saber en todo momento dónde estás por esta razón. Somos una familia. Tenemos que estar juntas por seguridad”. Mary habla con la entereza de a quien ya nada le duele, de quien lo ha sufrido todo. Tiene 41 años, dice que es una “puta vieja”. Ella misma creyó una noche que la mataban.

“Una vez tuve un cliente y fuimos al barrio de Eastleigh. Intentó aprovecharse de mí. Me golpeó con una botella en la cabeza y me desmayé. Se asustó por si había muerto, me cogió y me tumbó en la cama. Esperó hasta que me desperté”, vuelve a reírse. “Entonces me di cuenta de que había perdido mucha sangre, pero no tenía dinero para ir al hospital. Denuncié la situación a la policía y me dijeron que esa historia no iba a ningún lado. Fue duro, fue duro. La razón por la que me golpeó con la botella fue que quería que tuviera sexo anal con él y yo no quería. Nos fuerzan a ello. Dicen que por delante está reservado a sus mujeres”.

Otras veces han intentado robarle dinero o el móvil. También le ofrecen mucha droga: marihuana, cocaína e incluso algunas inyectables. Desde que una vez la obligaron a tomar algo que no le dijeron lo que era y al día siguiente no recordaba nada, Mary se niega a probar ninguna droga. Tiene mucha experiencia, son muchos años dedicándose a la prostitución y ya sabe qué esperar y cómo reaccionar. Pero a las jóvenes no les pasa lo mismo y son más maleables. Por eso tienen más clientes: “La mayoría de los extranjeros quieren chicas jóvenes para poder controlarlas. Les gustan jóvenes, incluso menores”.

Lo sabe porque ella ha pasado por ahí. También empezó siendo aún menor, con 17 años, cuando ya tenía dos hijos, por la misma razón por la que empiezan todos: para sacarlos adelante y evitar que tuvieran una infancia tan dura como la suya, huérfana desde bebé. “Ser un niño es tan bonito… Yo no experimenté la sensación de ser una niña".

Tampoco la familia de Mary sabe a lo que se dedica, y eso que algunos de sus hijos son fruto de relaciones con clientes. “Saben que trabajo en un club, pero no lo que hago allí. Algún día a lo mejor se lo cuento cuando sean lo suficientemente mayores como para entenderlo. Ahora no quiero que me vean con otros ojos”.

Mary entre los altos edificios del centro de Nairobi, el 28 de diciembre de 2024.

Tampoco Mary se dedicaría a esto si tuviera otra opción. Además, insiste en que, a su edad —tiene incluso una nieta—, le cuesta cada vez más conseguir clientes. La mayoría son kenianos, otros extranjeros. Le pagan 2.000 chelines (unos 14 euros) por una noche, 1.000 si no quieren que se quede a dormir, aunque reconoce que hay algunos que dejan muy buena propina. Ahora ya no lo hace casi, pero ha viajado mucho a la costa —Malindi, Diani, Mombasa— con turistas para pasar varios días con ellos. Se le olvidaba que tenía que estar todo el rato diciéndoles cuánto los quería y lo guapos que eran.

Aunque la figura del chulo no es esencial y la mayoría de ellos son kenianos, en la costa hay algunos wazungu que empiezan como clientes y acaban haciendo negocio, denuncia Mary: construyen sus propias casas y llevan a las chicas, cuanto más jóvenes mejor, a vivir allí.

Un hombre europeo y una joven keniana abandonan juntos un bar de Nairobi, el 28 de diciembre de 2024.

“Se aprovechan mucho. Ellas están en una situación en la que no pueden decir que no porque son pobres. Y luego no pueden irse de allí porque es también su casa. Me siento mal porque tengo la sensación de que nos usan. ¿Por qué me pagan a mí tan poco dinero si en su país no pagarían eso?”.

Mary pertenece a la organización de trabajadoras sexuales Bar Hostess Empowerment and Support Program (BHESP), una red que ofrece a las prostitutas apoyo, como asistencia médica y asesoramiento jurídico. También las forma en salud sexual y les facilita el acceso a medicamentos como la profilaxis preexposición (PrEP) para evitar contraer el VIH. Las prostitutas de Nairobi y de otras grandes ciudades como Mombasa están mucho más protegidas gracias a organizaciones como esta.

Un hombre europeo y la joven keniana abandonan el local, uno de esos "puntos calientes" de prostitución en Nairobi que menciona Mary, el 28 de diciembre de 2024.

Mary se ha dado un plazo de tres años para dejar este trabajo. No es que no lo haya querido hacer antes, es que no ha podido. “Cuando no tienes ahorros no puedes cambiar. Necesito alimentar a mis hijos y no he terminado de pagar la casa. Dejo a los niños por la mañana en el colegio y ni siquiera les doy el desayuno. Espero que cuando dos o tres de ellos tengan trabajo se ayuden los unos a los otros. Lo pienso tanto…”, dice. Le gustaría tener un salón de belleza pequeño, lo justo para terminar de pagar la casa.

Hoy Mary no tiene planes. Volverá en matatu —uno de esos microbuses pintados con grafitis— a su casa de las afueras de Nairobi y estará lo que queda de domingo allí, viendo cómo pasan lentas las horas. No trabaja todos los días; con tres a la semana le vale para ir tirando y sacar adelante a sus ocho hijos.

No todos son biológicos. Algunos de ellos quedaron huérfanos y Mary, que creció sin padre ni madre, no podía soportar la idea de verlos en la calle. Serían pobres, pero al menos tendrían cariño y cobijo, se dijo. Son hijos de dos madres. Las dos eran amigas de Mary. Las dos eran prostitutas. Las dos murieron brutalmente asesinadas por hombres de los que en principio solo esperaban unos billetes a cambio de sexo.

*Los nombres marcados con asterisco son ficticios a petición de los entrevistados.

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