Tiempos inciertos
No está de más evocar los años 30 en un momento en que retroceden las democracias, ascienden los autoritarismos e incluso reaparecen guerras a gran escala


El mito del eterno retorno tiene al menos una virtud preventiva. En vez impelernos a buscar el mismo camino o completar una historia inacabada, revistiendo los hechos actuales de oropeles históricos, como pretenden algunos movimientos revolucionarios, mejor tomarlo como advertencia para evitar la repetición en el presente de los errores trágicos del pasado. No estamos en los años 30, una época alemana tan brillante en la cultura, las artes, la ciencia o la filosofía como turbulenta en la economía, la sociedad y la política, hasta desembocar en el ascenso del nazismo, la guerra europea y el Holocausto. Pero no está de más evocar ahora aquella época, tal como hace la exposición Tiempos inciertos. Alemania entre guerras, abierta hasta el 20 de julio en Caixaforum de Barcelona, en el momento en que retroceden las democracias, ascienden los autoritarismos, proliferan los nacionalismos populistas e incluso reaparecen unas guerras a gran escala como no se habían visto desde aquellos años tan destructivos para Europa.
En perspectiva, la historia aparece clara y ordenada, pero la primera lección que podemos extraer de ella es la opacidad de los acontecimientos cuando transcurren ante nuestros ojos. Si lo sabremos en Cataluña, donde la historia, de tanto mirarnos y convocarnos, ha llegado a escarmentarnos hasta promover la inhibición y el cuidado exclusivo de los intereses personales. También entonces se produjo una reacción que aleja a la gente de la política y deja vía libre a los extremismos, como en cierta forma está sucediendo ahora con el ascenso de la extrema derecha.
Hay muchos testimonios de aquellos tiempos, pero pocos de alguien tan equipado intelectualmente para una buena observación de la historia en marcha como el del filósofo y sociólogo francés Raymond Aron, que vivió en Alemania desde 1930 hasta 1934 y fue testigo de primera mano de la agonía de aquella república y de la llegada de Hitler al poder. “Nada me sorprendió tanto en las primeras semanas del régimen ―escribió años después en sus Memorias (1983)― como el carácter casi invisible de los grandes acontecimientos históricos. Millones de berlineses no observaron ninguna novedad. Un único signo o símbolo: en tres días, los uniformes pardos empezaron a pulular por las calles de la capital”.
Al poco, Aron observa cómo se instala el miedo, antes incluso de que empiecen las oleadas de detenciones y se abran los campos de concentración, con la indispensable compañía del paulatino sometimiento voluntario de la mayoría de los ciudadanos a la tiranía recién instalada. “Para las clases dirigentes, para los junkers como para los dirigentes de la economía, Hitler no representaba más que un instrumento o un expediente provisional”, escribió. Llegaría luego la estupefacción por “la radicalidad del antisemitismo que se expresó a partir de 1942 con la solución final que nadie, me parece, podía sospechar”.
No convienen los alarmismos. Pero tampoco la distracción. El final de Weimar no nos dice que la historia vaya a repetirse, pero sí que hay que estar siempre atento para que no se repita.
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