La selección española, una generación salvada
La Roja se queda con la gesta, eso que sabe tan poco cuando la gesta no se traduce en gloria


Como tantas estrellas del fútbol femenino, Mariona Caldentey creció jugando entre niños, compitiendo contra ellos y siendo confundida, por su talento, con uno de ellos. Antonio Barea, seleccionador balear y ojeador y captador de las selecciones inferiores, la recordó así hace dos años en el diario mallorquín Última Hora: “Fui a ver a un partido y pensé que era un niño. Por su aspecto y por cómo se movía, hasta que alguien de la grada me dijo: ‘Usted se equivoca, es una niña’, y me quedé muy sorprendido”. Lo demás es conocido: Mariona Caldentey se convirtió en una leyenda del Barcelona, donde ganó 19 títulos antes de irse al Arsenal a seguir ganando, y de la selección española, campeona del mundo.
Nunca se sabe, en ninguna parte, en ningún momento, dónde está la gloria y el golpe. Caldentey sufrió el mayor de todos en 2018 con la muerte repentina de su padre a causa de un infarto, Miguel Ángel Caldentey, culé acérrimo, fanático seguidor de su hija y su primer apoyo desde que era niña. Sus padres fueron los responsables de que su hija no tuviese en su pasión por el fútbol una carrera de obstáculos: la criaron en un ambiente proclive a que desarrollase su talento donde quisiese, le hicieron ver que todo es para todos y a veces hay que pedirlo, y otras, cogerlo sin más. Todos los trenes que pasaron por la carrera de Mariona Caldentey los cogió; todos los hizo descarrilar hacia el éxito suyo y de sus equipos.
El momento de gloria de Caldentey, uno especialmente sensible, ocurrió este domingo 27 de julio. Fue algo brillante e inesperado, como tantas cosas ocurren en verano. Un centro de Ona Batlle fue rematado por la mallorquina de una manera tan inapelable que la portera ya estaba dirigiéndose a una defensa suya cuando el balón aún no había ni entrado. Fue un testarazo letal, impresionante; un zumbido a la escuadra que puso España patas arriba y la selección con las antorchas arriba. Fueron los mejores minutos de la selección, su juego de presión y ataque, el descorche de Bonmatí o Putellas o Athenea del Castillo. Y cuando después del descanso llegó el empate (otro cabezazo, este de Alessia Russo, también imposible para la portera), España se sostuvo en el orden y la solidaridad de las coberturas y los apoyos, y en la fe que tienen las que fueron campeonas del mundo alguna vez y en algún lugar, en algún tiempo. Se conserva la memoria muscular, aquello que tiene que ver con levantar trofeos; quien levantó uno tan grande sabe cómo se levantan otros.
Con ese espíritu se llegó a la prórroga. La prórroga es la segunda oportunidad que le da el fútbol a quienes intentaron ganar el partido en 90 minutos, y la primera oportunidad a quienes resistieron. Y los penaltis lo igualan todo. Los penaltis, la tanda de penaltis en una final, es el dado que la vida tira sin discreción cuando lo último que necesitas es azar. Es cuando ocurre todo lo que casi nunca ocurre: falló Caldentey, por ejemplo. Falló Aitana. Hizo un paradón Cata cuando España ya estaba perdida, pero falló luego Salma y la condena se escribió sola. Inglaterra repite corona de Europa y España, la histórica generación española, se queda con la gesta, eso que sabe tan poco cuando la gesta no se traduce en gloria. Eso que sabe tanto cuando no había gesta ni había gloria.
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